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La Decena Trágica, 100 años de una traición

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Mensaje por Invitado Febrero 9th 2013, 21:01

Este fin de semana se cumplen 100 años de la llamada Decena Trágica que culminó con el derrocamiento de Francisco I. Madero

CIUDAD DE MÉXICO, México, feb. 8, 2013.- La revolución había triunfado, una democracia encabezada por Francisco I Madero, vivía sus primeros momentos, pero el 9 de febrero de 1913, sería el inicio, de 10 días que acabarían con ella, 10 días de guerra, una Decena Trágica.

"Es del 9 al 19 de febrero, y justo hay un levantamiento de los aspirantes a cadetes. Empiezan a estar en contra del Maderismo y muy temprano 3:00-4:00 AM levantan a estos cadetes que hacen esta marcha hacia el centro", dijo Rebeca Monroy de la Dirección Estudios Históricos INAH

Al mismo tiempo, antes incluso del amanecer, los generales golpistas Bernardo Reyes y Félix Díaz, fueron liberados de las prisiones en las que se encontraban: Santiago Tlatelolco y Lecumberri.

Y la marcha, nombrada de la lealtad, continuaba, ya con ellos y pronto un primer intento de contenerlos.

En donde hoy hay dos edificios del estilo Art Decó, que enmarcan Bellas Artes, antes estaba el estudio fotográfico del francés Daguerre, que cobró importancia en el día uno de la Decena Trágica cuando un marcha tuvo que parar ahí, cuando un francotirador disparó desde el edificio que hoy es el Banco de México.

Fue fallido, el segundo acabó con la vida de Reyes.

"Llega al Zócalo y es recibido por la metralla ya contundente de las fuerzas federales, apostados pecho a tierra, él se va a la Puerta Mariana, hay un encontronazo, muere", relató la historiadora Rebeca Monroy.

Calientes los ánimos Félix Díaz tomó el mando de los golpistas parapetado en el que sería el principal escenario de guerra, La Ciudadela.

"La Ciudadela es la fábrica de armas, es el polvorín, tienen armas para 6 meses. Los fotógrafos salen van al Zócalo, toman a la gente caída", dijo la investigadora Monroy.

"Se podría haber sitiado, sin embargo con esta red de complicidad, llega suministro y entonces pueden seguir atacando a las fuerzas federales ligar claro con apoyo de la población civil que les está haciendo llegar alimentos", subrayó Samuel Villela, de la Dirección de Estudios Históricos del INAH.

En los primeros enfrentamientos el principal general de Madero había caído y en su lugar, ahí, justo ahí. Entra en escena Victoriano Huerta, quien después sería el traidor. En tanto el combate frente a frente continuaba

"El día 10 no hay, el 11, 12 y 13 es combatiente, el 15 empiezan a evaluar los daños, el 16 se hace un armisticio, en ese momento la gente sale de sus casas porque ya es insostenible, los extranjeros salen corriendo de los hoteles y es el momento en que Huerta empieza a negociar en contra de madero", subrayó la investigadora Monroy.




Así que el centro de la Ciudad de México era literalmente una zona de guerra. La Ciudadela era el cuartel general de los opositores y a unos cuantos metros estaba una de las prisiones más temidas del país: la Cárcel de Belén, que fue bombardeada e incendiada. Ahora es la Escuela Revolución que se caracteriza por tener murales de discípulos de Diego Rivera.

La capital tenía a dos ejércitos armados, matándose en sus calles.

El 13 de febrero de 1913, día 5 de la Decena Trágica, la lucha armada se había extendido a las principales calles de la ciudad, como Dr. Vértiz. A unos metros de aquí está la Iglesia del Campo Florido, fue tomada por los golpistas y se convirtió en el centro del combate, hoy sigue en el corazón de la Doctores después de haber sido reconstruida en 1934.

"Si hubo daños hay unos muy emblemáticos, como el reloj chino, quedó el puro cascarón. ligar lo que hoy es el museo del policia, el palacio nacional, la puerta mariana, el edificio de la juventud cristiana", señaló el historiador Samuel Villela

Y acabaron 10 días de guerra, pero empezó una traición.

"El 19 a Francisco I Madero y para el 22, se los están llevando, se supone que a Cuba, de la Cárcel de Lecumberri. Parece que aquí la mano obscura del embajador de EU, les aplican la ley fuga y los matan a espaldas a Lecumberri", dijo la historiadora Monroy

Y estos 10 días son los más fotografiados de la época revolucionaria en este país, 80 cámaras profesionales y aficionadas, literalmente, retrataron la guerra y así, con imágenes, es como se escribe, o se ve, esta historia: desde un soldado anónimo caído, hasta la viuda de Madero, o los reporteros estrechando lazos con los golpistas triunfantes. Así se revive la Decena Trágica.

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Última edición por ELITEMX el Febrero 9th 2013, 22:34, editado 1 vez

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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 9th 2013, 21:56

A un siglo de la caída de Francisco I Madero.

En el centenario de la Decena Trágica, Excélsior inicia una serie especial sobre el levantamiento que acabó con el primer Presidente del país elegido democráticamente

Virginia Bautista

09/02/2013 07:53

Exactamente un día como hoy, pero de hace 100 años, se inició en la Ciudad de México la Decena Trágica, movimiento armado para derrocar al gobierno del presidente Francisco I. Madero (1873-1913), el primero electo democráticamente en el país. Del 9 al 18 de febrero de 1913 se desarrolló éste, el último conflicto bélico del siglo XX que tuvo como escenario a la gran urbe.

Este primer día de beligerancia se llevaron a cabo los sucesos más vitales y clave de este movimiento: la sublevación de los militares, la toma y la inmediata recuperación del Palacio Nacional, la muerte del general rebelde Bernardo Reyes, el asalto al depósito de armas de La Ciudadela, la Marcha de la Lealtad encabezada por Madero y la salida de éste a Cuernavaca, para buscar el apoyo del general Felipe Ángeles.

Los sitios emblemáticos del primer día de lucha fueron la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan, el cuartel de Tacubaya, el Palacio Nacional, La Ciudadela y las prisiones de Santiago Tlatelolco y Lecumberri.

Con esta reflexión comenzamos una serie que conmemora esta gesta histórica, la cual no se detiene el 18 de febrero, con el fin de los actos violentos, sino que llegará hasta el día 22 –cuando son asesinados el presidente Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez–, para buscar una mayor compresión del suceso que cambió para siempre el rumbo político de México.

Los cadetes del Colegio Militar escoltaron a Francisco I. Madero

Francisco I. Madero salió del Castillo de Chapultepec rumbo al Palacio Nacional, custodiado por cadetes del Colegio Militar y gendarmes de la capital, acompañado por miembros de su gabinete y amigos, en lo que se denominó la Marcha de la Lealtad. El presidente nombra a Victoriano Huerta comandante militar de la plaza en sustitución de Lauro Villar y se traslada a Cuernavaca, en busca de apoyo.

Los grupos, de diversas procedencias

Es sorprendente que los alzados hayan podido llegar hasta tal punto, ya que a la multiplicidad de grupos involucrados no sólo les faltaba la mínima coordinación, sino que además los conspiradores trataban de madrugarse unos a otros, incluidos los que habían salido tarde porque algunos se quedaron dormidos.

Además, mientras la mitad del Ejército mexicano se insurreccionó, la otra mitad permaneció dormida, pues nadie creía que el conflicto armado fuera a desatarse, a pesar de que los rumores corrían desde meses atrás.

El general Lauro Villar fue uno de los pocos que tuvo una pronta reacción, liberando al secretario de Guerra y Marina y al hermano del Presidente.

Generales se han sublevado contra el gobierno de Francisco I. Madero

CIUDAD DE MÉXICO.- Fue domingo aquel 9 de febrero de 1913, cuando, con el inicio del movimiento armado denominado Decena Trágica, hace exactamente cien años, cambió para siempre el rumbo democrático del país.

A las cuatro de la mañana, los habitantes de la Ciudad de México que madrugaron fueron testigos del arranque del último conflicto armado del siglo XX que tuvo como escenario a la gran urbe. El objetivo: derrocar al gobierno del presidente Francisco I. Madero (1873-1913), el primero electo democráticamente el 6 de noviembre de 1911.

La Decena Trágica, que tuvo lugar hasta el 18 de febrero, comenzó cuando los generales Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz levantaron en armas a un grupo de cadetes de la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan, y a la tropa del cuartel de Tacubaya. Pero el conflicto bélico culminó hasta el 22 de febrero, con el asesinato de Madero.

Este primer día, explica la historiadora Rebeca Monroy Nasr, fue decisivo, pues se llevó a cabo la toma y la inmediata recuperación del Palacio Nacional, la muerte del general rebelde Bernardo Reyes, el asalto al depósito de armas de La Ciudadela, la Marcha de la Lealtad encabezada por Madero y la salida de éste a Cuernavaca, para buscar el apoyo del general Felipe Ángeles.

La investigadora del INAH narra que eran tres los objetivos claros que tenían tanto los alumnos de la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan como los soldados del cuartel de Tacubaya que se rebelaron esa madrugada: tomar el Palacio Nacional para capturar al secretario de Guerra y Marina Ángel García Peña y llegar a las prisiones de Santiago Tlatelolco y Lecumberri para liberar, respectivamente, a los generales porfiristas Bernardo Reyes y Félix Díaz. Lo cual se logró.

El historiador Adolfo Gilly se sorprende que los alzados hayan llegado hasta este punto. “En la multiplicidad de grupos involucrados no sólo faltaba una mínima coordinación, sino que además los conspiradores trataban de madrugarse unos a otros, incluidos los que habían salido tarde porque unos se quedaron dormidos y otros no encontraban sus arreos”.

En el libro Cada quien morirá por su lado. Una historia militar de la Decena Trágica (Era), el investigador de origen argentino detalla que ese día la mitad del Ejército mexicano se insurreccionó y la otra mitad estaba dormida, pues nadie creía que esto fuera a suceder a pesar de que los rumores existían desde meses atrás.

El general Lauro Villar, fiel al gobierno de Madero, fue uno de los pocos que tuvo una pronta reacción y recuperó el Palacio Nacional, liberando a García Peña y a Gustavo A. Madero, hermano del presidente, que habían sido hecho prisioneros.

También fue Villar quien enfrentó a Bernardo Reyes cuando arribó al zócalo con un grupo de rebeldes. Le solicitó que depusiera las armas y ante el ataque de Reyes abrió fuego. Este general, padre del después famoso escritor Alfonso Reyes, fue uno de los primeros en morir acribillado.

Por su parte, el presidente Madero, quien había sido informado por teléfono de los hechos, salió del Castillo de Chapultepec rumbo al Palacio Nacional, custodiado por cadetes del Colegio Militar y gendarmes de la capital, acompañado por miembros de su gabinete y amigos, en lo que se denominó la Marcha de la Lealtad.

“Esta marcha fue uno de los sucesos más fotografiados de la Decena Trágica. Hay una imagen famosa cuando se refugian en la Fotografía Daguerre, porque los empiezan a atacar, y desde ahí ofrece Madero un discurso. Ya se ve a su lado al general Victoriano Huerta, quien más adelante lo traicionaría”, agrega Monroy Nasr.

Hacia las 11:30 horas, Díaz y Mondragón atacaron La Ciudadela, edificio que funcionaba como depósito de armas y municiones. De esta forma, los golpistas se hicieron de 27 cañones, ocho mil 500 rifles, cien ametralladoras, cinco mil obuses y 20 millones de cartuchos.

Madero, al llegar a Palacio Nacional, estructura la defensa, pero comete dos errores graves: nombra a Huerta comandante militar de la plaza en sustitución del general Villar y, hacia las tres de la tarde, decide trasladarse a Cuernavaca, dejando solos a sus soldados leales.

Reflexiones literarias

La Decena Trágica motivó crónicas, reflexiones y poemas. Renato Leduc (1897-1986) narró en Historia de lo inmediato (FCE): “En la madrugada del 9 de febrero de 1913, en algunos cuarteles del Distrito Federal estalló un vulgar motín militar –cuartelazo, se le llama en México– urdido por Félix Díaz y Manuel Mondragón, dos viejos y desprestigiados generales sobrevivientes del ejército de la extinta dictadura.

“El presidente Madero envió para combatir a los sediciosos, que se habían encerrado en la zona militar llamada La Ciudadela, al general Victoriano Huerta; en quien, después de la victoria sobre Pascual Orozco y su dura campaña de represión contra Emiliano Zapata, había depositado toda su confianza.

“Huerta puso sitio a La Ciudadela. Durante diez días simula combates con las tropas rebeldes de Díaz y Mondragón; pero, entretanto, se pone de acuerdo con ellos. Y, sorpresivamente, el 19 de ese mismo mes, desconoce al gobierno del presidente Madero, le obliga a renunciar, le hace prisionero en dramática escena en el Palacio Nacional y, el día 22, le manda asesinar en compañía de Pino Suárez, vicepresidente de la República”.

Personajes

Lauro Villar Ochoa (1849-1923)

Originario de Matamoros, Tamaulipas, Villar defendió Palacio Nacional al inicio de la Decena Trágica. Sus tropas se enfrentaron a las de Félix Díaz y Bernardo Reyes –a quien dieron muerte–. Villar resultó herido en un hombro por lo que Francisco I. Madero lo sustituye por Victoriano Huerta.

Manuel Mondragón (1859-1922)

Nacido en Ixtlahuaca, Estado de México, fue de los iniciadores de la revuelta y cuartelazo contra Francisco I. Madero. Junto con Félix Díaz ocupó La Ciudadela el 9 de febrero de 1913 y a él se atribuye haber dado la orden de fusilar en el acto a Gustavo Madero y Adolfo Bassó.

Félix Díaz Prieto (1868-1945)

Sobrino de Porfirio Díaz, Félix Díaz fue liberado de la prisión el 9 de febrero de 1913. Tras el intento de tomar Palacio Nacional, se pertrechó en La Ciudadela junto con el general Mondragón, desde donde dirigió distintos ataques contra las fuerzas leales al presidente Madero.

Bernardo Reyes (1849-1913)

Originario de Guadalajara, Jalisco, Reyes gobernó Nuevo León durante un largo periodo. En 1909 fue enviado a una “comisión” militar a Europa. Regresó a México y se rebeló contra Madero, quien lo mandó arrestar. El 9 de febrero de 1913 fue liberado y acribillado ese mismo día.

Victoriano Huerta (1845-1916)

Nacido en Colotlán, Jalisco, Huerta se graduó en el Colegio Militar. Tras encabezar la traición a Madero se hizo con el poder durante 17 meses. Con el avance de la Revolución debe abandonar el gobierno y se autoexilia en Barcelona. Debido a su alcoholismo, Huerta muere en El Paso, Texas.
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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 9th 2013, 22:40

La hora del chacal.

Héctor de Mauleón ( Ver todos sus artículos )

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Hay una versión que indica que el golpe militar del 9 de febrero de 1913 fue planeado en el Hotel Majestic, frente al jardín arbolado que desde tiempos de la emperatriz Carlota poblaba el Zócalo de frondas. Los agentes de la Reservada habían oído el rumor de que uno o varios planes se estaban urdiendo en la sombra, pero nadie imaginó que el enemigo estuviera ya del otro lado de la plaza.

Desde el principio de aquel año de horror, el empresario Cecilio Ocón, dueño del Majestic, había anunciado que el hotel iba a ser sometido a intensos trabajos de remozamiento.
Los guayines que paraban frente la puerta-vidriera del edificio, en vez de ladrillos y sacos de cemento, descargaban en realidad cajas repletas de parque y armamento.

Los principales involucrados en la conspiración se hallaban registrados como huéspedes en el libro de entradas del hotel. Cecilio Ocón, a quien el maderismo había confiscado propiedades valuadas en un millón de pesos, los recibía en la puerta y los llevaba del brazo a las profundidades del salón comedor, en cuyas mesas de mármol conversaban en voz baja militares, políticos de oposición, periodistas nostálgicos del viejo régimen, aristócratas de nombre apergaminado que desde la caída de don Porfirio vagaban por las calles con el faldón de la levita entre las piernas, y españoles, muchos españoles: hacendados, empresarios, comerciantes que no habían recibido del gobierno maderista garantía ninguna.

En febrero de 1913 el Hotel Majestic era ya una mina de pólvora. La “cena” que los conjurados llevaban meses tramando —la “cena” era el nombre en clave del golpe militar— había logrado atraer batallones, compañías, regimientos. Estaban ya del otro lado de la plaza. Ahora sólo debían cruzarla.

La víspera del golpe, el diputado Gustavo Madero —hermano del presidente y líder en la Cámara del Partido Constitucional Progresista—, asistió a un banquete en el restaurante Sylvain, el mentidero de moda entre las personalidades de la época. Sylvain había sido durante un tiempo el cocinero de cabecera de don Porfirio: su carta estaba llena de palabras europeas que pocos sabían pronunciar. En una mesa sembrada de flores, manjares y vinos, Gustavo Madero brindó por el nombramiento del ingeniero Jesús Reynoso como subsecretario de Hacienda, y entrechocó una copa de champán burbujeante con los diputados de la fracción maderista Francisco Escudero, Alfonso Oribe y Pedro Antonio de los Santos.

El sábado estaba terminando. Había en Sylvain una atmósfera distendida. Los diputados advirtieron, sin embargo, que el hermano del presidente, por lo general fogoso, intenso, exaltado, se mantenía decididamente absorto. El único ojo bueno de Gustavo —el otro era de cristal, por eso el periodista Trinidad Sánchez Santos le había encajado el mote de Ojo Parado— parecía encontrarse en otro mundo, en otro lado. No era para menos: la estrella del maderismo declinaba en el ánimo de las muchedumbres y él, convertido en reo de todas las culpas, había perdido el apoyo de su hermano. Estaba a punto de ser enviado a Japón en una comisión especial. A lo largo de la velada, Gustavo sólo abandonó su mutismo para preguntar al camarero si alguien lo había buscado en el teléfono.

Una breve nota de El Imparcial reseña que a esa misma hora, y muy cerca de ese sitio, en el restaurante Gambrinus de San Francisco y Motolonía, los jóvenes del Ateneo de la Juventud, José Vasconcelos, Enrique González Martínez, Pedro Henríquez Ureña, Carlos González Peña y Martín Luis Guzmán, ofrecían una cena en honor del poeta Rafael López. A la manera de la bohemia de fin de siglo, los ateneístas musitaron versos empapados en ráfagas iridiscentes de coñac. Un reportero tomaba notas, hacía la crónica de aquel encuentro. Pero al día siguiente esa noticia nadie la leyó.

Cayó la noche y cerraron los almacenes de La Monterilla y San Agustín: El Palacio de Hierro, Las Fábricas Universales, Al Puerto de Veracruz. Las pastelerías se llenaron de gente. Algunas personas hicieron cola frente a las taquillas del Venecia, el Teatro Hidalgo y el Salón Rojo —donde triunfaban, misteriosas y perfectas, las divas de los filmes italianos—, y otras se encaminaron a los teatros, para cumplir con la antigua costumbre porfiriana de ponerse rojas hasta la coronilla ante el carnoso espectáculo de las vicetiples. Los vendedores de flores, de queso, de leña, pasaron en rápida dispersión hacia los barrios lejanos.

De ese modo llegó, como un hachazo, la madrugada del domingo 9 de febrero, la hora señalada para el comienzo de la “cena”.

En el pueblo de Tlalpan, el capitán Antonio Escoto y el subteniente Alejandro Kurzyn abandonaron la cama y se reunieron en los oscuros patios de la Escuela Militar de Aspirantes. La noche anterior habían narcotizado al director de la escuela: mientras uno lo distraía con un detalle cualquiera, el otro le derramaba abundantes gotas de somnífero en la taza de café.

Ambos oficiales llevaban meses “trabajando” a los alumnos. Salvo algunos enfermos, la escuela entera había adoptado la determinación de secundar el golpe.

Bajo la luz amortecida de una linterna, Escoto y Kurzyn atravesaron el patio, entraron de golpe en los dormitorios. “¡Arriba los hombres de honor!”, gritaron. Eran las tres de la mañana.

Los aspirantes habían recibido la orden de irse a dormir con los uniformes puestos. En cosa de minutos, formaron filas en el patio. La caballada estaba ensillada. Los alumnos recibieron armas y municiones. Tras varios intentos fallidos, después de largos meses de vacilación, se había puesto en marcha el golpe militar contra el gobierno de Francisco I. Madero.

A esa misma hora, desde los cuarteles de Tacubaya, los generales golpistas Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz bajaron por las lomas polvorientas que llevaban al centro de México. Mondragón comandaba dos regimientos de artillería. Ruiz iba al frente de uno de caballería.

En la Escuela de Aspirantes de Tlalpan los alumnos salieron del colegio de cuatro en fondo. Cubiertos por la oscuridad, avanzaron —algunos a pie, otros a caballo—, hasta la solitaria estación de tranvías de San Fernando. El camino se pobló con el chocar de los cascos. Ladraban en el horizonte unos perros lejanos.

Una vez en San Fernando, el capitán Escoto dividió al grupo en dos fracciones: los montados marcharon a galope hacia la antigua ermita de San Antonio Abad, a las puertas mismas de la capital. La infantería permaneció en la estación, esperando la llegada del tren que hacía la primera corrida desde el Zócalo.

El eléctrico llegó con retraso. Bastó con que un oficial apuntara al pecho del motorista, para que éste se mostrara más que dispuesto a transportar a la tropa hasta el centro. Atravesaron milpas solitarias, oscuros caseríos que aparecían y desaparecían tras las ventanillas.

La capital estaba iluminada y desierta. El inspector general de Policía, Emiliano López Figueroa, se embriagaba en un cabaret. Las prostitutas que habían terminado de hacer sala en los burdeles del centro se agolpaban en la pista de baile de la Academia Metropolitana, a la que el negro Babuco acababa de importar las cadencias sexuales, los “trámites versallescos” del danzón.

No permanecían abiertas sino las pocas cantinas que prestaban servicio “a perpetuidad”: La América, con su barra atestada de borrachos fanfarrones, y el Bach, en cuyos reservados de caoba buscaban noche a noche el abismo los poetas decadentes.

Tras encontrarse en la ermita de San Antonio, los aspirantes marcharon por Flamencos —nuestra actual Pino Suárez—, una callecilla que conectaba Tlalpan con la plaza principal. De camino desarmaron y ahuyentaron a cintarazos a los gendarmes de a pie que vigilaban las esquinas.

El batallón que aquella noche hacía guardia en el Palacio Nacional había mudado de bando. El simple intercambio de una contraseña dejó franca a los insurrectos la puerta principal. Sin gastar un solo tiro, los aspirantes tomaron el control de la sede del poder. Una parte de la fuerza, compuesta por los tiradores más entendidos, se apostó en las azoteas; otra atravesó el jardín del Zócalo y se posesionó de las torres de la Catedral. Un testigo afirma que los alumnos gritaban con júbilo: “¡Hasta aquí llegó El Chaparro!”.

El viento de la fortuna soplaba a favor de la insurrección: un auto cruzó la Puerta de Honor y los alumnos descubrieron que Gustavo Madero, el número dos del gobierno, había ido a meterse él mismo a la ratonera.

El hermano del presidente venía de una noche inquieta. Al terminar el banquete en Sylvain, de vuelta en su casa, una llamada telefónica le entregó al fin la noticia cuya confirmación aguardaba: tropas al mando de Gregorio Ruiz y Manuel Mandragón efectuaban movimientos extraños en Tacubaya.

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Gustavo era arrebatado. Las explosiones de su temperamento habían iniciado el desprestigio público de su hermano. En 1912, encolerizado ante los ataques de la prensa reaccionaria, autorizó que un grupo virulento, que él financiaba, La Porra, apedreara las oficinas del periódico El País. Trinidad Sánchez Santos, el director del diario, recogió una de esas piedras de entre los vidrios que habían quedado en el piso de su despacho, la depositó en su escritorio, y llamó a los reporteros:

—Esta piedra se va a quedar ahí —les dijo—, sobre mi mesa de trabajo, para que todos tengan presente la guerra que a partir de hoy vamos a emprender.

Nemesio García Naranjo afirma que, en lugar de pluma, Trinidad Sánchez Santos tenía entre las manos un estilete. La acción disolvente de El País comenzó un día después. El periódico achacó al maderismo la pobreza, la inseguridad, los estallidos de violencia que brotaban en Puebla, en Morelos, en Chihuahua. A la guerra de papel de Sánchez Santos se avino la prensa que había perdido la subvención, y aquella pagada por los grupos que deseaban pescar a río revuelto: los católicos, los porfiristas, los vazquistas, los reyistas. Jamás presidente alguno había recibido las burlas, las befas, los dicterios que recibió entonces Francisco I. Madero.

Esa madrugada, un segundo después de telefonear al ministro de la Guerra, Ángel García Peña, para informarle lo que sabía, Gustavo Madero se dejó arrastrar de nuevo por su temperamento indomable: metió dos carabinas Winchester en el asiento trasero de su automóvil y salió dando tumbos hacia las lomas de Tacubaya. Con los fanales del auto apagados, cobijado entre los árboles del camino, comprobó que la hora cero había llegado. Volvió, rechinando llantas, a poner sobre aviso al comandante militar de la plaza, el general Lauro Villar.

Pero los aspirantes se le habían adelantado. Fue aprehendido al bajar del automóvil, y llevado a rastras hacia las oficinas del cuerpo de guardia. El aplomo se le evaporó. Las crónicas dicen que fue presa “de un pánico terrible”.

Un segundo golpe de fortuna hizo que el ministro García Peña se apersonara también en Palacio. En cuanto recibió la llamada de Gustavo, el ministro se había comunicado a la Inspección General de Policía. Allá le dijeron que, salvo un auto “con gente de trueno y mujeres galantes” que había metido ruido a las altas horas de la noche, no había en Tacubaya novedad alguna. García Peña supo entonces que la hora del lobo había llegado: aún guardaba en el bolsillo de la guerrera una nota anónima, depositada en su secretaría particular la mañana anterior, que avisaba al gobierno maderista: “Mañana a las diez va a estallar en San Ángel un movimiento encabezado por un divisionario”.

Aunque esa misma mañana el inspector general de Policía le había asegurado que la Reservada carecía de datos que pudieran confirmar la inminencia de un golpe militar —“y mire que tengo a la mitad de mis hombres comprobando cada uno de los rumores que estallan”—, el ministro se convenció de que los mecanismos tradicionales de control habían dejado de funcionar. A partir de ese momento no podía confiar más que en su revólver.

García Peña se vistió de mala gana y salió a la calle oscura, con la cabeza poblada de funestas presunciones. Tuvo mejor suerte que Gustavo. Su llegada repentina al Palacio tomó por sorpresa a los aspirantes. Quienes hacían guardia en la entrada lo vieron pasar y se quedaron congelados: no era lo mismo prender a Gustavo, un civil, que a la máxima autoridad militar de la Secretaría. La sorpresa duró, sin embargo, un segundo. Un cadete desenfundó su escuadra y le soltó un tiro. La bala hizo astillas los cristales de una puerta; uno de los vidrios hirió al ministro en la barbilla. Según una versión, García Peña contestó el fuego. Otras dicen que se limitó a huir por los corredores oscuros del Palacio y se perdió en el laberinto de oficinas interconectadas. En la oficina de prevención, con el pestillo corrido y la pistola en la mano, se resolvió a esperar que alguien llegara a matarlo.

Los regimientos conducidos desde Tacubaya por los generales Ruiz y Mondragón iban haciendo, en tanto, su propio camino. Las siluetas de los caballos habían traspuesto los lindes de la ciudad, llenando de ecos el contorno de los edificios. La procesión de sombras recorrió Reforma, dio la vuelta en Soto, pasó a trote acelerado a lo largo de Libertad.
Manuel Mondragón había sido, en el porfirismo, jefe del departamento de Artillería; Gregorio Ruiz había tenido a su cargo, durante un tiempo, el de Caballería. La administración de favores entre los oficiales del ejército, la explotación sistemática de sus respectivos radios de influencia, les había traído una fuerte ascendencia en el ejército de línea.

Aunque las crónicas del instante se refieren a ellos como “jefes prestigiados”, en realidad habían solicitado licencia tras la renuncia de Porfirio Díaz. Mondragón —que en la cima de su gloria patentó el primer fusil semiautomático que hubo en el mundo—, asumió la jefatura de quienes buscaban la vuelta del viejo orden llevando a la presidencia a un sobrino de don Porfirio, el brigadier Félix Díaz: era uno de los promotores más activos de la insurrección. Gregorio Ruiz, “un soldado vehemente, de ambición y aventura” que al momento del golpe era diputado por Veracruz, buscaba también aquel retorno, aunque su corazón no era propiamente felicista: latía mejor cuando escuchaba el nombre del viejo general Bernardo Reyes.

El alba los sorprendía ahora vestidos de paisano: Ruiz, tocado con un sombrero charro; Mondragón, bajo un Stetson que pronunciaba su aire de vampiro trasnochado.
Tomar el Palacio era la primera parte del plan. A ellos les había tocado llevar a cabo la segunda: lograr la liberación de los verdaderos jefes del alzamiento, Bernardo Reyes y Félix Díaz, que bajo cargos de rebelión se hallaban encarcelados, uno en la prisión militar de Santiago Tlatelolco, y otro en el Palacio Negro de Lecumberri.

Hoy sabemos que se gestaban conspiraciones de modo simultáneo. Conspiraba el embajador norteamericano Henry Lane Wilson, convencido de que el gobierno de Madero no guardaba los intereses de los estadunidenses que residían en México. Conspiraban los hermanos Emilio y Francisco Vázquez Gómez, miembros del gabinete revolucionario a los que Gustavo había apartado del dinero, los negocios y los cargos. Conspiraban el ex presidente Francisco León de la Barra, al que los católicos le habían metido la idea de regresar al cargo, y también el diputado Jorge Vera Estañol, líder del Partido Popular Evolucionista, de franca tendencia reaccionaria. Conspiraban, en fin, políticos y ciudadanos prominentes: el acaudalado empresario español Íñigo Noriega, el contratista sin contratos Rafael de Zayas Jr., el ex canciller maderista Manuel Calero, y la llamada “caferería política” no tardó en formar parte del huertismo: los futuros ministros Alberto Robles Gil y Alberto García Granados. La lista era infinita, pero Bernardo Reyes y Félix Díaz se adelantaron.

El general Reyes se había alzado en armas una semana después de la llegada de Francisco I. Madero al poder. Su revolución de opereta terminó cuando 600 hombres lo abandonaron y decidió entregarse completamente solo en Linares, Nuevo León, sin haber olido la pólvora de una sola batalla. También el brigadier Félix Díaz, a quien llamaban con desprecio “el sobrino de su tío”, había encabezado su propia revuelta. Una revolución que tuvo dinero, armas y recursos, y logró despertar una expectación inmensa.
—Ya sé que en el Jockey Club se brinda por el triunfo de Félix Díaz —le dijo Madero a su inspector general de Policía.

El inspector respondió:
—También en las pulquerías se brinda de ese modo, señor presidente.

Pero Félix Díaz, lo decían todos, “no era gallo”. Fue inferior a la empresa y lo aplastaron en unos días.

En un acto de ingenuidad que poco después le costó la vida, Madero decidió recluir a ambos militares en cárceles de la ciudad de México. Reyistas y felicistas no tardaron en encontrarse. La prisión de Santiago y la Penitenciaría de Lecumberri se convirtieron en focos de intriga constante. Mientras los agentes del mayor López Figueroa espiaban conversaciones en los tranvías y en las cantinas, en esas cárceles el tráfico de mensajes alcanzó niveles de escándalo. Bernardo Reyes recibía las visitas de una señorita de sociedad, encargada de llevarle los pormenores del plan que sus partidarios trazaban en el comedor del Majestic.
—Arreglen lo más práctico, lo más rápido. Y díganmelo en el momento —mandaba decir a los conjurados.

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Mientras el momento llegaba, el viejo general —tenía 63 años cuando el golpe— aprovechaba cada instante de reclusión para ganarse a los oficiales de planta. Solía ufanarse ante la señorita que lo visitaba:
—Tengo asegurada la evasión a la hora en que lo estime conveniente.

La noche anterior al golpe, Bernardo Reyes le pidió a su hijo Rodolfo que le hiciera llegar ropa interior muy fina, “para que cuando lo levanten a uno muerto en el campo de batalla se vea en todos los detalles que era una persona decente”.

En el fondo, creía en el sacrificio como en la única oportunidad de salvar lo que quedaba de su prestigio arruinado.

El 9 de febrero, cuando los regimientos que venían de Tacubaya se detuvieron en la plazuela de Santiago, frente a los muros desportillados de la prisión militar, Gregorio Ruiz rugió con voz estentórea:
—¡Presentes!

Tal y como lo había prometido Bernardo Reyes, las puertas de la cárcel se abrieron sin que nadie intentara impedirlo. El general salió a la plazuela envuelto en un pesado capotón militar que le había obsequiado Alfonso XIII. Con su traje negro y su fino sombrero de fieltro gris perla, tenía el aspecto majestuoso de un rey que volvía del destierro.

Alguien se acercó a ofrecerle las riendas de un caballo colorado que sacaba chispas con los cascos. Las tropas presentaron armas. Reyes las estudió con satisfacción. Tenía frente a sí tres regimientos de caballería e infantería. Había fracciones del 20º Batallón y estaban presentes las compañías de ametralladoras de San Cosme y San Lázaro.
Cientos de civiles encabezados por su hijo Rodolfo, por el dentista Samuel Espinosa de los Monteros y por el empresario Cecilio Ocón, llegaban a bordo de coches y taxímetros para sumarse al cuartelazo. “Mucha gente del pueblo pedía armas”.
—Vamos tarde, mi general —le dijo Gregorio Ruiz—. Tendrá usted el honor de tomar posesión del Palacio Nacional. Mientras, Mondragón y yo vamos por Félix a la Penitenciaría.

Bernardo Reyes vaciló. Ese instante de indecisión le costó la vida:
—Vamos todos por Félix —dijo—. No sea la de malas y le pase algo.

El cortejo de la traición emprendió la marcha. Bernardo Reyes cabalgaba al frente. Un poco atrás lo seguían su hijo Rodolfo y los generales Ruiz y Mondragón. Rodolfo Reyes vio vacíos los ojos de su padre. Escribió, mucho tiempo después, que el general “iba como fascinado”.

Un grupo de aspirantes, los jóvenes que esa mañana debutaban en la carrera de las armas con una traición, formaron la avanzada. Eran carne de cañón. En autos, en caballos, a pie, grupos civiles flanqueaban a los sublevados.

El comandante militar de la plaza en la ciudad de México, el general Lauro Villar, había hecho sus primeras armas combatiendo a la intervención francesa, y más tarde al imperio de Maximiliano. El 9 de febrero de 1913 tenía 54 años, una piocha encanecida que flotaba sobre un pecho reluciente de medallas, y un ataque de gota que en los últimos días le obligaba a caminar del brazo de uno de sus ayudantes.

Desde la mañana del sábado —mientras el ministro García Peña recibía en sus oficinas el anónimo que le anunciaba el golpe—, Lauro Villar había obtenido a través de su propio servicio de información la noticia de que al día siguiente iba a sobrevenir un alzamiento. Oficiales involucrados en la conspiración habían cometido la imprudencia de despedirse de sus familiares. El rumor se había extendido como el tifo. Villar telefoneó al ministro de la Guerra para ponerlo al tanto de la situación, pero García Peña le dijo que el inspector de Policía acababa de asegurarle que se trataba de chismes sin fundamento.
—De cualquier modo, ponga a las tropas en alerta —ordenó el ministro.

Villar le recordó que la ciudad carecía de fuerzas para enfrentar un golpe militar.

El ministro respondió:
—A ver qué haces con lo que tienes. No hay modo de darte más.

Era una respuesta cínica, pero también una respuesta cierta. La mayor parte del ejército intentaba sofocar los focos revolucionarios que Pascual Orozco y sus “colorados” habían prendido en los desiertos del norte; daba muestras de trizarse en las cañadas del sur, sin aplacar a los “sombrerudos” que había puesto en armas Emiliano Zapata.
Villar colgó furioso. Se quejó en privado:
—Tiene razón la gente. Todos están ciegos en este gobierno.

Intentó un último recurso: mandó llamar al coronel Rubén Morales, el ayudante oaxaqueño de Madero, y le pidió que fuera a Chapultepec a buscar la manera de informar al presidente.

Morales tenía fama de colarse por doquier sin ser visto ni esperado. No pudo, sin embargo, colarse al despacho del presidente, quien se encontraba en acuerdo; cometió en cambio la imprudencia de pasar por la terraza donde la primera dama, Sara P. de Madero, disfrutaba el espectáculo del valle. A ella le informó lo que llevaba. Luego, se quedó esperando en la caseta de los guardias, junto a la reja de entrada, por si algo se presentaba.

El presidente preguntó por él 10 minutos más tarde. Le propinó un fuerte regaño por haber inquietado a su familia “con noticias tan alarmantes” y lo despachó con un gesto. De ese modo se esfumó la última oportunidad de sofocar el golpe.

Al general Villar se le recrudeció esa tarde el ataque de gota. Un dolor pulsátil, opresivo, le martirizó la pierna enferma. Quedó incapacitado para moverse y resolvió irse a su casa, echarse en cama para aullar tranquilo.

Antes de hacerlo ordenó que los batallones se acuartelaran hasta nuevo aviso. Recomendó a los jefes que le reportaran si se escuchaba, incluso, el zumbido de una mosca.
—Mucha vigilancia. Y en caso necesario, mucha bala —advirtió.

La mayor parte de esos jefes estaba del lado de la conspiración.

Alguien lo despertó a las tres de la mañana, cuando los batallones de Ruiz y Mondragón bajaban al trote desde Tacubaya.

Villar se abotonó el chaquetín, se cubrió con una capa. Colgó de su cintura el arma reglamentaria y salió cojeando al frío de la madrugada invernal. En la esquina de Correo Mayor y la Acequia —el general vivía a sólo una cuadra del Palacio Nacional—, tomó un coche de alquiler y le ordenó al cochero que fustigara a los caballos. El carruaje traqueteó hasta la plaza. Era el momento en que los aspirantes, pegados al muro, entraban en fila por la Puerta de Honor.

Uno de ellos se aproximó al vehículo y le exigió al cochero que se retirara:
—Aquí se va poner muy feo. No vayan a matarte el caballo —dijo.

No tuvo la precaución de asomarse al interior. Su propio descuido lo salvó. Villar lo estaba esperando con la escuadra amartillada.

Desde los tiempos de la rebelión que llevó a Porfirio Díaz al poder, el general Lauro Villar era conocido en el ejército de línea con el apodo de El Remington. Al igual que aquel rifle de repetición automática, el joven Lauro solía ser rápido, certero, exacto. Su carácter era atrabancado: tenía los efectos de una explosión letal.

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En la penumbra del coche cubierto, entendió lo que estaba ocurriendo. Apresuró al cochero a que lo llevara al cuartel militar más cercano, la sede del 20º Batallón, en el antiguo colegio de San Pedro y San Pablo. Tuvo que apoyarse en el hombro de un caminante —un indio que pasaba por la calle— para acercarse a las puertas del cuartel. Llevaba el arma desenfundada. Ocho balas lo separaban de la muerte: el 20º Batallón estaba encargado de la vigilancia del Palacio: si los aspirantes habían entrado, era porque esas fuerzas se habían “volteado”.

Aún así, se acercó cojeando, con esperanza de encontrar en el cuartel algunos hombres leales. Las puertas estaban abiertas y el patio lucía solitario. En el piso humeaba aún el excremento fresco de los caballos. Al fondo, tumbados en pequeños catres, roncaban a pierna suelta unos cuantos reclutas. Los sublevados no se habían tomado la molestia de enrolarlos.

El jefe del batallón, Juan C. Morelos, también dormía. Fue incapaz de decir en qué momento de la noche sus hombres habían defeccionado. Villar lo reprendió en serio. Acto seguido, le confirió la misión suicida de meterse al Palacio con los reclutas, por una puerta trasera, y aprehender a todos y cada uno de los conjurados.

Morelos recibió la orden con el rostro descompuesto: “Sólo son 40 reclutas, señor”.
—Eso le da a usted la oportunidad de probarme de qué está hecho —respondió El Remington.

En la parte trasera del Palacio había una puerta que conectaba con el cuartel de Zapadores, donde estaban acuartelados los dragones del mayor Juan Manuel Torrea. Villar apostaba dos a uno a que Torrea se hallaba entre los pocos oficiales que no había sido corrompidos.

Morelos salió a cumplir la orden y Villar se hizo llevar, otra vez en el carruaje, al cuartel de Teresitas, sede del 24º Batallón. Se iba adueñando de él una locura enfermiza. La adrenalina aherrojaba el suplicio que le carcomía la pierna.

También en Teresitas el gobierno de Madero había sido traicionado. El general no encontró más que a 60 reclutas, ninguno de los cuales había entrado en batalla. En ese instante apareció en el cuartel el general Manuel P. Villarreal. De guardia en el Palacio, le había tocado presenciar la entrada de los aspirantes: logró huir, no se sabe cómo, y llevaba un largo rato buscando al comandante de la plaza.

En el reparto de misiones suicidas que El Remington hizo esa madrugada, al general Villarreal le tocó la que a la postre iba a ser la carta más mala de la baraja: ir a custodiar la Ciudadela, el depósito de armas de la ciudad: 50 mil fusiles, 30 mil carabinas, 26 millones de cartuchos, 13 mil granadas, 120 ametralladoras, poco más de 40 cañones.

Quien tenía la Ciudadela era dueño de la capital. Perder la Ciudadela era perderlo todo. Villarreal recibió la orden de defenderla hasta la muerte. Hizo el último saludo militar de su vida y salió disparado hacia el punto que en unas horas iba a convertirse en una gran caldera de sangre burbujeante: la lejana calle de Balderas.

El Remington cruzó, desde el cuartel, varias llamadas telefónicas. Supo que Bernardo Reyes se hallaba en libertad; que amparado por los regimientos de Gregorio Ruiz y Manuel Mondragón, marchaba hacia Lecumberri a procurar el rescate de Félix Díaz.

La partida de ajedrez había comenzado y en la pistola no quedaba más que un tiro: recuperar el Palacio, antes que la ciudad despertara.

El amanecer debió alumbrar esta escena estrafalaria: un viejo general que a bordo de un carruaje atravesaba la urbe a la velocidad del rayo, seguido de un conjunto de reclutas inexpertos, que resoplaban, de dos en fondo, “para simular un contingente más numeroso”.

Lauro Villar ignoraba si el coronel Morelos había logrado penetrar el Palacio. Ignoraba si los dragones del mayor Torrea permanecían leales al maderismo. No existía más que un modo de saberlo.

Alineado contra la pared, el piquete bordeó los muros del edificio a lo largo de Correo Mayor y dio vuelta en Corregidora. El Remington golpeó la puerta del cuartel de Zapadores varias veces con la cacha de la escuadra. La mirilla corrediza se fue abriendo lentamente. Del otro lado de la puerta aparecieron dos ojos desconfiados, el semblante consternado del mayor Juan Manuel Torrea. Torrea relató después que en la vida le había dado tanto gusto ver la barba encanecida del general Villar. El golpe lo había atrapado en el cuartel de Zapadores y sólo una simple puerta lo mantenía a salvo del grupo insurrecto.

Villar preguntó por el coronel Morelos: “¿Por qué no ha cumplido mis órdenes?”. Torrea le dijo que el coronel las había juzgado “aventuradas” y prefirió intentar su ingreso al Palacio desde las oficinas de la Secretaría de Guerra.

El Remington debió maldecir por todas las cosas del cielo y de la tierra. Desde tiempos de la intervención francesa no conocía otro modo de hacer las cosas que no fuera el suyo. Su terquedad le había valido reprimendas, enemistades y arrestos, pero lo había convertido, también, en una leyenda dentro del ejército. Exigió que rajaran a golpes la puerta que conducía a los patios del Palacio y ordenó a reclutas y dragones entrar combatiendo a marrazo limpio: no quería que los disparos pusieran sobre aviso al grueso de los sublevados.

Antes de que la puerta fuera embestida con un riel que el mayor Torrea encontró en alguna parte, Villar se desprendió del capotón: quería que los aspirantes pudieran verle las insignias, posiblemente las medallas: ese pecho que era una biografía cargada de hechos rutilantes —incluso con notas a pie de página.

No se sabe a dónde había metido el dolor.

Cuando la puerta cedió bajo los golpes, el general viejo y cojo entró al frente de la tropa. Estaba loco. Absolutamente loco. Con gritos destemplados paralizó a los alumnos que vigilaban el patio. Aún más: hizo que le rindieran las armas —el colmo de la deshonra militar— y les rugió en la cara tales vituperios que muchos de ellos bajaron la vista avergonzados.
—¡Qué hombrote es usted! —le dijo el presidente Madero horas después.

El coronel Morelos y sus reclutas, en una perfecta sincronía, habían irrumpido desde la Secretaría de Guerra, y reducido a los aspirantes que vigilaban el Zócalo desde la azotea. El Palacio quedaba recuperado. Los jóvenes infidentes fueron encerrados en una cochera.

Era una pálida mejora. A esa hora ya venían por la calle los tres mil hombres armados de Bernardo Reyes y Félix Díaz. Lauro Villar liberó a Gustavo Madero, de donde estaba encerrado, y al ministro García Peña, de donde se había escondido. Gustavo recuperó el aplomo: abrazó al general de manera efusiva y se deshizo en promesas de cargos, recompensas, amistad eterna. Pero en unos días sería brutalmente linchado en la Ciudadela.

El secretario de la Guerra salió rumbo al Castillo de Chapultepec para ponerse a las órdenes del presidente. Villar pasó revista a sus fuerzas. Lo hizo con desesperanza: los dragones del mayor Torrea y los reclutas de Teresitas y San Pedro y San Pablo sumaban sólo 150 hombres.

Había parque para 10 minutos.

Su genio militar le hizo tender un cordón de tiradores en lo alto del Palacio y otro, pecho a tierra, en la calle, sobre la acera contigua al edificio. Instaló dos ametralladoras Madsen a ambos lados de la Puerta de Honor, y envió al mayor Torrea, con medio centenar de dragones, a establecerse en la parte sur del Zócalo, frente al cajón de ropa conocido como La Colmena. La resistencia iba a hacerse con las pocas balas que los maderistas tenían en las cartucheras; cuando se agotara el parque, los que quedaran vivos iban a pelear con las bayonetas.

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La novedad del cuartelazo (“¡Tenemos bola!”) se había extendido por la ciudad. Centenares de curiosos se acercaban a las inmediaciones del Zócalo y muchos de ellos se habían aproximado hasta los muros mismos del Palacio. Villar mandó desesperadamente que los desalojaran. La gente no hizo caso: sólo se apartó unos metros, hasta el quiosco de hierro que entonces coronaba el jardín central.

Hubo un murmullo imponente, una gritería estruendosa. Como empujada por un resorte, la muchedumbre empezó a moverse hacia la calle de Moneda. El mayor Torrea observó el movimiento y supo que por ahí vendría el ataque.

Para que la liberación de Félix Díaz contara con razones convincentes, los generales golpistas abocaron cuatro cañones frente a la Penitenciaría. Uno de éstos apuntó directamente a la habitación en que se hallaba la familia del director. El funcionario no se molestó en oponer resistencia. Félix Díaz confesó después que al escuchar los pasos que se acercaban a su celda temió que el golpe hubiera sido descubierto y que un pelotón viniera a fusilarlo.

Salió de la Penitenciaría con el rostro pálido. Los aspirantes dispararon una salva en su honor. Si todo marchaba según lo previsto, él iba a convertirse en el quincuagésimo octavo presidente de México.

Bernardo Reyes se alzó sobre los estribos y arengó a la tropa: había llegado la hora de poner un alto a la locura que manchaba de sangre y cubría de gemidos el suelo de México. Los hombres del pasado, los militares que en 30 años de dictadura no habían escuchado nunca el gemir del pueblo de México, salieron rumbo al Zócalo dispuestos a sostener una estructura en grietas.

De camino se les agregaron nuevos destacamentos. Desde todos los puntos llegaban civiles, gente que lanzaba mueras al gobierno. Reyes ignoraba que acababa de perder el Palacio Nacional. Se disponía a activar la tercera fase del plan: prender a Madero y al vicepresidente Pino Suárez en sus domicilios; obligarlos a resignar sus cargos; leer, desde el balcón presidencial, un manifiesto redactado por su hijo Rodolfo, y nombrar un comité que se hiciera cargo del Ejecutivo y convocara a unas elecciones a las que Félix Díaz iría como candidato principal.

Creía tener todo en la bolsa. Habituado, sin embargo, a los imperativos de la estrategia militar, tuvo la precaución de enviar a Gregorio Ruiz, con 80 voluntarios, a tantear las inmediaciones del Palacio.

Ruiz espoleó la montura y avanzó a trote por la calle de Lecumberri. Cuando desembocó en el Zócalo, una multitud abigarrada, espesa, se apretujaba contra los flancos de su caballo.

El mayor Torrea lo vio venir de frente y ordenó a los dragones:
—¡Formación en batalla!

Se oyó a la tropa cortar cartucho.

Junto a la puerta principal del Palacio, Lauro Villar aguardaba, con la mano en el bolsillo. No parecía un general a punto de meterse en una balacera: se le podía tomar por un pasajero que aguardara el tranvía con aire distraído.

“Qué p*****o es Gregorio”, debió pensar cuando vio que el general Ruiz, con la pistola en la funda y la carabina incrustada en las alforjas del caballo, venía a meterse justo en la línea de tiro. Los 80 aspirantes cabalgaban tras de él, como patitos de feria. La cosa iba a convertirse en un tiro al blanco.

En el momento adecuado, Villar se desprendió de la puerta y avanzó, cojeando, hasta mitad de la calle. Ruiz entendió que las cosas habían cambiado de curso, que el Palacio ya no estaba en manos de su gente.
—Ríndete, Lauro —le dijo de todas formas—. Nuestras fuerzas vienen ya sobre la plaza.

Villar avanzó otro paso. Se detuvo junto a los belfos mojados del caballo. Clavó los ojos en el general rebelde.
—¿Cuáles fuerzas, Gregorio?
—Las del general de división Bernardo Reyes. Las de los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón.

Lo que Villar contestó está asentado en el parte militar que rindió aquella noche:
—A nosotros no nos toca criticar, Gregorio, ni entrometernos en política. A nosotros nos toca defender al gobierno legítimamente constituido por las leyes.

No era sólo una frase destinada a ocupar un espacio en los libros de historia. Con un movimiento inesperado, El Remington asió violentamente las riendas del caballo y apuntó a Gregorio Ruiz en plena cara.

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Había desenfundado la escuadra en menos de lo que canta un gallo.
—¡Ponte pie a tierra, Gregorio! —ladró Villar.

Ninguno de los aspirantes atinó a mover un dedo. El intendente del Palacio, un viejo marino llamado Adolfo Bassó, desarmó al general y lo condujo del cuello hasta las caballerizas que estaban al fondo del patio.

Lauro Villar retornó a su sitio junto a la puerta principal. La segunda columna rebelde estaba entrando en la plaza. Desde La Colmena, el mayor Torrea divisió una figuraba que montaba “airosamente”. Era Bernardo Reyes. Detrás de él aparecían infantes, jinetes y artilleros. Alguien le gritó al general Reyes:
—¡Prendieron a Gregorio Ruiz!

El general no hizo caso. Seguía avanzando “como fascinado”. Su hijo Rodolfo adivinó lo que iba a ocurrir. Gritó a su padre:
—¡Te matan!

Pero Reyes no oía. Estaba endemoniado.
—Ya todo está en manos del destino —se le oyó decir mientras clavaba las espuelas en los flancos del caballo.

Lauro Villar lo vio venir “como si en lugar de balas fuera a recibir honores”, recordó Torrea. Habían sido amigos muy queridos. Pero ahora, en aquel viejo militar no quedaba nada del soldado que medio siglo atrás había cruzado el país con 300 dragones, abriéndose paso entre los franceses.

Villar se jugó el último albur: apresar a Bernardo Reyes en la misma forma en que había apresado a Gregorio Ruiz. Volvió a cojear hasta el centro de la calle, dispuesto a recomenzar la partida. Su parte militar informa que Bernardo Reyes, menos cándido que Ruiz, intentó envolverlo con el caballo. Ha pasado un siglo, y seguimos sin saber lo que ocurrió: cómo empezó el tiroteo con que se inauguró, oficialmente, La Decena Trágica.

Sobrevino de pronto un fuego ensordecedor. La altura de las construcciones circundantes magnificó el estruendo. La ráfaga escupida por una de las ametralladoras Madsen puso a bailotear el cuerpo de Bernardo Reyes. El general quiso asirse de las crines del caballo, y se desplomó lentamente, teatralmente. Por cosas del destino cayó sobre Rodolfo, el hijo que lo había empujado a la sublevación. Rodolfo fue visto, primero, luchando por desprenderse del cadáver húmedo de sangre que le había caído encima, y luego, corriendo, agachado, loco de pavor, bajo la pirotecnia macabra que reventaba en la plaza.


La avalancha humana que invadía el Zócalo —los fieles que salían de la Catedral, los paisanos que esperaban, en la terminal, la partida de los trenes eléctricos, los curiosos que se habían aproximado en busca de noticias— formó en esos minutos horripilantes montones de carne destrozada. Las ametralladoras barrían la plaza. Los aspirantes, posicionados en las torres, jalaban el gatillo a tontas y a locas. Las ramas de los árboles volaban en astillas. Las vidrieras de los comercios se hacían partículas. Los heridos aullaban entre los ríos formados por su propia sangre. El Zócalo “era una galería de dibujos espeluznantes de Goya”.

Fueron 10 minutos de terror. La ciudad acababa de ingresar en una de las pesadillas más crueles de su historia.

Lauro Villar había caído con un tiro en el cuello, que le partió en dos la clavícula. Mientras lo metían a rastras al Palacio, vio el cuerpo tendido del coronel Morelos, con la cabeza abierta en dos por una bala.

El intendente Bassó envolvió el cadáver de Bernardo Reyes en su espléndida mortaja, el capote de Alfonso XIII, y lo arrastró también, como trofeo, a las profundidades del Palacio. Afuera, olvidados de los cañones, los heridos, los caballos, los rebeldes huían en estampida.

A Villar la sangre le escurría a borbotones. Con un pañuelo apretado sobre el cuello gastó, resoplando órdenes, las últimas gotas de energía: recoger las armas y las municiones que los rebeldes muertos trajeran en las cartucheras. No sabía si atravesaba una hora de horror o de gloria.

El cuartelazo había perdido en 10 minutos a sus líderes reyistas: Gregorio Ruiz sería fusilado ese mismo día, bajo cargos de traición, en los patios del Palacio. Le quedaban los dirigentes más ineptos, los felicistas: Manuel Mondragón y el propio Félix Díaz. Con la mirada opaca y los hombros caídos, ambos principiaron a vagar, como sin rumbo, a lo largo de callecillas mal transitadas. Quienes lo vieron dicen que Félix Díaz parecía más un prisionero que el general de un ejército rebelde. Su columna era un triste hacinamiento de soldados, oficiales y conspiradores de salón que lo seguían con pánico.

Los sublevados habían planeado escapar por la serranía del Ajusco, en caso de que la “cena” fracasara. Fueron a dar a la esquina de San Fernando y Rosales, frente a la casa de Sebastián Camacho, uno de los instigadores del golpe. Manuel Bonilla Jr., testigo de los hechos, dice que fue en la junta que se verificó en ese sitio en donde Félix Díaz adoptó la decisión de tomar la Ciudadela: varios oficiales le habían ofrecido entregársela.

Cuando Rodolfo Reyes se reunió con ellos —después de vagar por las calles había seguido el rastro de la columna como un autómata, limpiándose el llanto con las mangas del saco—, les dijo que tomar la Ciudadela era un suicidio. El recinto ofrecía nulas ventajas en caso de ser bombardeado; la tropa quedaría cercada, sin posibilidad de huida.

Félix Díaz y Manuel Mondragón veían las cosas de otro modo. El primero esperaba resistir hasta que su célebre apellido —“el nombre maravilloso”— causara efecto entre los núcleos desencantados del maderismo y, con ayuda de los cuerpos diplomáticos, generara una presión pública de grandes dimensiones, que obligara a Madero a renunciar. Mondragón argumentaba que con el armamento guardado en los almacenes era posible masacrar la ciudad, hasta que el terror y la destrucción les abrieran las puertas de la presidencia.

El destino de la ciudad de México quedó sellado.

Francisco I. Madero bajaba a esa hora por Reforma, desde el Castillo de Chapultepec, acompañado por un piquete de jóvenes cadetes del Colegio Militar, ninguno de los cuales superaba los 20 años. En un punto del trayecto estuvo a punto de cruzarse con la columna rebelde, que se agrupó en las inmediaciones del Reloj Chino de Bucareli. Mientras Mondragón artillaba las bocacalles cercanas y enviaba compañías de ametralladoras a posesionarse de los edificios más altos de las calles Balderas y Ayuntamiento, Madero avanzó por Avenida Juárez: iba sin saberlo al encuentro del verdadero personaje de esta historia, el general Victoriano Huerta, quien vestido de civil, y con los ojos ocultos tras unos lentes ahumados, bajó de la plataforma de un tranvía y se cuadró teatralmente ante el mandatario:
—A sus órdenes, señor presidente.

Lauro Villar se refería a Huerta como “el indio Victoriano” o como “el indio ladino”. Nadie le tenía confianza a aquel dipsómano, pero era el oficial de más alta graduación que le quedaba al gobierno. Sus servicios fueron admitidos. Antes de salir rumbo al hospital, y en realidad de salir para siempre de la vida pública —murió unos años más tarde en completa oscuridad, culpándose por la muerte de tantos civiles indefensos—, Villar le entregó el mando a Huerta con estas palabras:
—Mucho cuidado, Victoriano.

Para entonces el cordón de seguridad rebelde se había extendido en torno de la Ciudadela. Iba a costar mucha sangre acercarse siquiera a la fortaleza. Los vecinos que desde azoteas y balcones miraban el curso de las operaciones quedarían atrapados durante 10 días dentro del perímetro rebelde. Iban a vivir y morir bajo la metralla a partir de esa tarde, cuando Díaz y Mondragón tomaran la Ciudadela, y comenzara el periodo de horror que todos llamaron primero La Decena Roja y El Imparcial bautizó —el 22 de febrero de ese año— como La Decena Trágica.

Héctor de Mauleón. Escritor y periodista. Autor de La perfecta espiral, El derrumbe de los ídolos y El secreto de la Noche Triste, entre otros libros.
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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 9th 2013, 23:24

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La casa de Madero al ser quemada.

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Mensaje por CaballeroDelMar Febrero 10th 2013, 15:05

Esta parte de la historia representa una mancha obscura en el historial militar de la nacion, que culmino con la traicion de un gran patriota como lo fue Madero.
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Mensaje por thunder Febrero 10th 2013, 17:08

CaballeroDelMar escribió:Esta parte de la historia representa una mancha obscura en el historial militar de la nacion, que culmino con la traicion de un gran patriota como lo fue Madero.
"que culmino con la traicion de............... , O;"que culmino con la traicion a............

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Mensaje por Invitado Febrero 10th 2013, 18:19

México, 8 de febrero.- Hace un siglo ocurrió la Decena trágica, del 9 de febrero al 18 de febrero de 1913, como se le conoce al movimiento armado que derrocó a Francisco I. Madero de la Presidencia de México. En aquellos días de fuego, las calles de Ciudad de México se convirtieron en frentes de batalla, en especial los alrededores la Ciudadela, que hoy alberga la Biblioteca México, el Centro de la Imagen y la Ciudad de los libros, y varios rincones colindantes al Palacio Nacional.

La democracia triunfante de Madero cae abatida junto con él y la Revolución Mexicana entra en una espiral de sangre que asoló todo el país porque a partir de este momento entran en conflicto aquellos que desconocen a Victoriano Huerta y los fieles de éste y sus ideales democráticos. En esos días de furia, la Ciudad de México vive entonces las últimas escenas de guerra que ha tenido en todo un siglo.

Los disidentes se levantaron en armas bajo el mando del general Manuel Mondragón y pusieron en libertad a los generales Bernardo Reyes —padre del célebre poeta regiomontano Alfonso Reyes— y Félix Díaz que estaban presos en la cárcel militar de Santiago de Tlatelolco.

Tras asaltar algunas dependencias de gobierno y decretar estado de sitio, se apoderan en cuanto pudieron de La Ciudadela que entonces era la Fábrica Nacional de Armas porque, afirma la historiadora Rebeca Monroy Nasr, allí había tantas municiones como para resistir durante seis meses. El parque lo demuestra: los rebeldes contaron con esta captura un poder de fuego compuesto por 27 cañones, 8 mil 500 rifles, 100 ametralladoras, 5 mil obuses y veinte millones de cartuchos


Este 7 de febrero será inaugurada la exposición La imagen cruenta. Centenario de la Decena Trágica, con fotografías sobre la Decena Trágica procedentes de los fondos de la Fototeca Nacional del INAH.
Las imágenes fueron tomadas por osados fotógrafos como Eduardo Melhado, Samuel Tinoco, Abraham Lupercio, Ezequiel Carrasco, Manuel Ramos, Miguel y Agustín Víctor Casasola, Antonio Garduño, Gerónimo Hernández, Heliodoro J. Gutiérrez, Sabino Osuna y el alemán Hugo Brehme.
Una selección de 22 fotografías se exhibirá hasta el 15 de marzo en la Dirección de Estudios Históricos (DEH) del INAH, ubicada en Allende 172, en el centro de Tlalpan.
Esa muestra también abrirá un coloquio sobre el tema con destacados historiadores y estudiosos de la imagen.
Las conferencias se desarrollarán de 10:00 a 14:00 horas, este jueves 7 y viernes 8 de febrero.
Tras caer herido el general Lauro Villar, quien defendía el Palacio Nacional, Madero nombró en su lugar a quien sería su verdugo: Victoriano Huerta. Al paso de los días, las élites porfirianas y militares que no marcharon al exilio junto con el General Díaz solicitaron la renuncia de Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez, lo cual fue rechazado. El 17 de febrero, el hermano del todavía primer mandatario, Gustavo A. Madero, descubrió que Huerta estaba aliado con los opositores y lo llevó ante el presidente, quien no creyó en sus palabras y lo liberó.

Pronto Huerta se alió con Félix Díaz, por ser éste jefe del ejército federal, consumando su traición destituyendo al presidente y al vicepresidente. Ese acuerdo tuvo lugar en la sede de la embajada de Estados Unidos en México y tuvo el apoyo del embajador Henry Lane Wilson —el mismo que le pidió a Madero un “subsidio económico decoroso” para frenar sus antipatías hacia su administración— y es conocido como el Pacto de la Embajada. Wilson está en el centro mismo de la conjura, sostiene el historiador Enrique Krauze en su libro Biografía del poder, porque él considera a Madero un tonto y un loco al que “sólo la renuncia podrá salvar”. Sus planes conspiratorios los tiene que acelerar porque el 4 de marzo de ese año tomará posesión Woodrow Wilson como presidente de Estados Unidos y la coyuntura política cambiaría a favor de Madero.

Tras cruentos combates, aquel 18 de febrero de 1913 Madero y Pino Suárez fueron apresados, y obligados a renunciar al día siguiente. Un día después Victoriano Huerta fue designado presidente mediante una serie de maniobras ilegítimas, por lo que sería conocido como “El usurpador”. La revuelta culminó el 22 de febrero con el asesinato de Madero y Pino Suárez.

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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 11th 2013, 12:56

Imagenes fuertes, de los muertos durante ese hecho de armas
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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 11th 2013, 13:16

La Rebelión que atizó Estados Unidos (Segunda parte)

10 de febrero del 2013
Arturo Mendoza Mociño
Estado Mayor

La Decena Trágica. Foto: Especial

México, 10 de febrero.- Hace un siglo ocurrió la Decena trágica, del 9 de febrero al 18 de febrero de 1913, como se le conoce al movimiento armado que derrocó a Francisco I. Madero de la Presidencia de México. En aquellos días de fuego, las calles de Ciudad de México se convirtieron en frentes de batalla, en especial los alrededores la Ciudadela, que hoy alberga la Biblioteca México, el Centro de la Imagen y la Ciudad de los libros, y varios rincones colindantes al Palacio Nacional.

La sublevación

9 de febrero de 1913

Con un grupo de cadetes de la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan y tropa del cuartel de Tacubaya, Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz se sublevaron la madrugada de ese domingo, se detalla en el libro Historia Gráfica de la Revolución con fotos de Gustavo Casasola y en Memorias de campaña de Francisco L. Urquizo, así como en La Ciudadela de fuego del historiador Samuel Villela.

Los objetivos militares de los alzados eran capturar al secretario de Guerra, Ángel García Peña, en el Palacio Nacional y liberar al general Bernardo Reyes de la prisión de Santiago Tlatelolco y al general Félix Díaz, preso en Lecumberri.

Por la pronta reacción del general Lauro Villar, fiel al gobierno de Madero, el Palacio que había caído en manos de los sublevados por el efecto sorpresa, fue recuperado y los prisioneros liberados. Otros guerreros leales del 24° Batallón del cuartel de San Pedro y San Pablo y del 1° de caballería, que penetraron por las puertas traseras del recinto, donde estaba el cuartel de zapadores, tomaron por sorpresa a los golpistas. Entre esos defensores estaba también el Vicealmirante Ángel Ortiz Monasterio.

Bernardo Reyes llegó al Zócalo, que entonces era llamado Plaza de Armas, al frente de una columna de rebeldes. Una línea de tiradores se desplegó ante ellos y una ametralladora fue emplazada en la Puerta Mariana del Palacio. Entonces Villar le pidió tres veces que depusiera las armas mientras que el regiomontano lo invitaba a unirse al movimiento golpista. Cuando Reyes lanzó su cabalgadura en contra de él se desató una nutrida balacera donde Reyes fue acribillado junto con 115 rebeldes. Los leales sólo tuvieron 43 bajas. Ese terrible día hubo 805 víctimas, la mayoría eran civiles porque muchos fueron curiosos que fueron sorprendidos por las balas de las ametralladoras, lamenta Francisco L. Urquizo. Después de la refriega se supo que Villar fue herido de gravedad.

Tras ese descalabro, Díaz y Mondragón decidieron refugiarse en La Ciudadela, que funcionaba como depósito de armas y municiones, y era resguardada por los generales Rafael Dávila y Manuel P. Villareal. La fortaleza cayó en sus manos a las 11:30 de la mañana, Villareal fue herido y rematado por la espalda. En un tris, los golpistas robustecieron su fuerza de fuego porque allí encontraron 27 cañones, 8 mil 500 rifles, 100 ametralladoras, 5 mil obuses y veinte millones de cartuchos.

El Presidente Madero siempre tuvo conocimiento de los sucesos porque le dieron un parte militar, por teléfono, hacia las 7 de la mañana. Tan pronto puede monta su caballo y sale del Castillo de Chapultepec escoltado por alumnos del Colegio Militar y se dirige a Palacio Nacional en lo que se conoce, desde entonces, como “La marcha de la lealtad”. En el trayecto la multitud lo vitorea y lo sigue, pero en la Avenida San Francisco, frente al Teatro Nacional, hay un tiroteo entre tropas leales y sublevados, y Madero se refugia en la Fotografía Daguerre, ubicada en Avenida Juárez. Cuando cesa la balacera sale al balcón del establecimiento. Lo acompañan Victoriano Huerta y Manuel Bonilla y Elías de los Ríos.

Por las heridas de Villar, Huerta fue nombrado comandante militar mientras Madero llamó a los cuerpos militares de Tlalpan, San Juan Teotihuacan, Chalco y Toluca para estructurar la defensa.

Toda esa mañana fue de inseguridad e indecisión, sostiene Urquizo. Por el teléfono se daban órdenes y contraordenes. Cuando se dispuso retomar La Ciudadela con un grupo de guardias presidenciales al mando del Mayor Emiliano López Figueroa fue inútil porque éste fue capturado. Francotiradores en las azoteas, baterías de cañones al Pie del Reloj Chino, fuego de ametralladoras, pulverizaron a esa fuerza y Urquizo salvó la vida de milagro.

Por la tarde, el Presidente Madero se trasladó a Cuernavaca para pedir personalmente ayuda al General Felipe Ángeles, militar de su confianza que se encontraba combatiendo con sus tropas a Emiliano Zapata. Madero pasó la noche en el Hotel Bellavista. Mientras tanto, en la capital, Huerta ordenó el fusilamiento del General GregorioRuiz para acallarlo porque éste sabía de los planes subversivos de Huerta. Señoras y señoritas de reconocidas familias de la clase alta repartieron cigarros y golosinas a los sublevados de La Ciudadela sin sufrir un rasguño.



10 de febrero de 1913

La Ciudad de México amaneció con un silencio sepulcral. Los contados automotores que circulaban eran los de la cruz Roja dedicados a recoger muertos y heridos. Banderas de naciones extranjeras ondean afuera de algunos edificios con el fin de protegerlos. Los diarios no se publican y la Comisión Permanente concede al Ejecutivo facultades extraordinarias en Hacienda y Guerra.

Madero y Ángeles llegaron a la capital por el rumbo de Xochimilco y Tepepan junto con dos mil hombres para enfrentar a mil 500 hombres que están atrincherados en la Ciudadela y que cuentan con un armamento para resistir por mucho tiempo. Las tropas fueron recibidas por Ángel García Peña, Ministro de Guerra. A pesar de la insistencia del Presidente para nombrar a Ángeles como jefe de la plaza, el ministro ignoró la petición y decidió respetar el escalafón militar manteniendo a Huerta en el mando. El número de leales aumentó con las tropas de Cuernavaca que llegaron por la tarde a la capital, a los que sumaron otros cuatro regimientos de Celaya y Teotihuacan, y las tropas de Querétaro al mando de Guillermo Rubio Navarrete. En total se contaba con seis mil hombres.

Un consejo militar presidido por Huerta definió un plan de ataque donde cuatro columnas, dirigidas por Ángeles, Gustavo Mass, Eduardo Cauz y José María Delgado, atacarían La Ciudadela. La artillería de Rubio Navarrete completaría el ataque.



11 de febrero de 1913

A las 10.30 de la mañana comenzaron las acciones bélicas. El cañoneo entre ambos bandos no cesa y ese duelo de artillería frenará, por momentos, el avance de las tropas leales por distintas calles del centro de la ciudad.

Las malas artes de Huerta se despliegan: a Ángeles sólo le proporcionó obuses de metralla que no hacían ningún daño a La Ciudadela y a Rubio Navarrete no le dejó en claro sus objetivos. Y en el terreno las cuatro columnas de leales realizaron un avance frontal siendo blanco directo de los rebeldes.

Urquizo, testigo directo de los acontecimientos, es lapidario: “Sólo siendo muy animal se podía creer que pudiera tomarse una fortaleza montados a caballo y caminando por un lugar barrido por las ametralladoras”. ¿Resultado? Cadáveres de hombres y caballos colman las calles.

Mientras el Reloj Chino, ubicado en la glorieta de Bucareli y Atenas, regalo de ese gobierno con motivo del centenario de la Independencia de México, era completamente destrozado por el fuego cruzado.

Durante el transcurso de las hostilidades, Huerta se entrevistó en secreto con Díaz, acordando entre ambos simular que los sublevados de la Ciudadela estaban cercados y planear el derrocamiento de Madero, tratando de causar el menor número de bajas entre sus seguidores. El lugar del encuentro, según algunas versiones, se llevó en la colonia Roma, en la casa Enrique Cepeda, compadre y antiguo compañero de Huerta. Otros sostienen que fue en el restaurante El Globo.

En el colmo de sucesos insólitos se permitió el paso de alimentos y suministros a los sitiados. El Presidente Madero, al recibir las noticias del fracaso, le reclamó a Huerta no solamente los resultados, sino el haber permitido el paso de víveres a La Ciudadela. Huerta negó la acusación, pero confrontado con varios testigos sostuvo que la suya era una estrategia para concentrar a los rebeldes y poder rematarlos mejor. Desoyendo las sospechas de todos sus cercanos, Madero decidió confirmar a Huerta en el mando. Los disparos cesaron por la noche pero ese día concluyó con más de 500 muertos y heridos.



12 de febrero de 1913

El rugido de los cañones golpistas se empezó a escuchar hacia las 6 de la mañana y su principal objetivo fue la cárcel de Belén donde los presos se amotinaron e intentaron una fuga masiva. Aunque muchos de ellos perecieron en el ataque, algunos prófugos se unieron a los alzados y otros fueron apresados de nueva cuenta y conducidos a la Penitenciaría de Lecumberri.

Huerta mandaba tropas a zonas donde eran blanco fácil de su cómplice Díaz, incluso mandó una carga de rurales con resultados similares al día anterior. Centenares de hombres morían de manera intencional y los muertos eran militares como civiles por igual. De esta forma se intentó demostrar que el gobierno de Madero era incapaz de frenar la sublevación.
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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 11th 2013, 13:16

La Rebelión que atizó Estados Unidos (Tercera parte)

11 de febrero del 2013
Arturo Mendoza Mociño
Estado Mayor

La Decena Trágica. Foto: EspecialMéxico, 11 de febrero.- Hace un siglo ocurrió la Decena trágica, del 9 de febrero al 18 de febrero de 1913, como se le conoce al movimiento armado que derrocó a Francisco I. Madero de la Presidencia de México. En aquellos días de fuego, las calles de Ciudad de México se convirtieron en frentes de batalla, en especial los alrededores la Ciudadela, que hoy alberga la Biblioteca México, el Centro de la Imagen y la Ciudad de los libros, y varios rincones colindantes al Palacio Nacional.

13 de febrero de 1913

Una bala de cañón destruyó la puerta Mariana del Palacio Nacional y mató al Comandante de la Guardia y a seis soldados. De esta manera los rebeldes demostraron que su poder de fuego era amplio. Por las calles de Victoria, Morelos y Doctor Vértiz hubo varios rabiosos combates. Algunas granadas cayeron en el club americano y el club alemán. Los golpistas se apoderaron de la torre de la iglesia del Campo Florido y, tras arduos esfuerzos, fueron desalojados de ahí.

En tanto el gobierno recibe dos millones de cartuchos para rifles y cañones desde Veracruz, y mediante informes alarmistas y exagerados el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, quien detestaba al Presidente Madero, buscaba la intervención militar de su país en el conflicto. En una visita de Enrique Cepeda a la embajada, se concertó una entrevista entre el embajador, Félix Díaz y Victoriano Huerta para trazar el plan que eliminaría a Madero.



14 de febrero de 1913

Mientras el Cuerpo Diplomático empieza negociones de paz, sin ningún resultado positivo, a los alrededores de La Ciudadela se traslada buena parte de la cúpula militar del Presidente Madero. Están ahí, debatiendo y supervisando los asaltos, el Comandante Militar de la Plaza, Victoriano Huerta, General José Delgado, General Gustavo Mass, General Felipe Ángeles, General Aureliano Blanquet, General Francisco Romero, General Cauz, General Guillermo Rubio Navarrete y General Joaquín Beltrán.

También ese día tropas de Oaxaca llegan a la capital para reforzar el ataque contra los rebeldes. Esas tropas de refresco entraron en acción en el transcurso del día pero tuvieron resultados adversos, dos compañías defeccionaron y se pasaron al lado de los alzados. Otra vez Huerta mintió a Madero diciéndole que la falta de fusiles y de hombres le impide alcanzar la victoria.

Militar y políticamente, el levantamiento había fracasado porque los sublevados estaban sitiados, pero el objetivo de los conjurados era sembrar incertidumbre entre la población y alargar el conflicto para avivar el temor de una intervención estadounidense que pusiera orden con un golpe de Estado dado que el gobierno de Madero era torpe para restablecer la paz.

Ante los rumores de una intervención estadounidense, el Presidente Madero envía un telegrama a su homólogo William H. Taft para que no ordene un desembarco de tropas en Veracruz para no empeorar, aún más, la situación. En distintas calles se multiplican los cadáveres que no son levantados por el fuego de artillería.



15 de febrero de 1913

Al amparo de la noche y debido por el fuego de artillería, ametralladoras y fusilería que no cesa tan pronto sale el sol, varios de los cuerpos abandonados en las calles son incinerados. A esas escenas dantescas se suman otros fuegos. Hay fogatas donde se quema la basura acumulada durante días, hay otras donde se reúnen los combatientes y los civiles que los apoyan. Las llamas de ambos bandos se entremezclan con las nuevas noticias:

El General Aureliano Blanquet, quien estaba combatiendo al zapatismo al frente del 29° Batallón y tenía su base en Toluca, llega a la periferia de la Ciudad de México y permanece en los llanos de Tlaxpana por órdenes de Huerta, pero los maderistas ignoran esa alianza.

Lo que es más difícil saber para los combatientes es que el embajador Henry Lane Wilson, que apoyaba y aprobaba los planes de los golpistas, sigue desacreditando al Presidente Madero con quien lo escuche: su propio gobierno y los embajadores latinoamericanos. Además trató de intranquilizar a parte del cuerpo diplomático europeo —compuesto por el contralmirante Paul von Hintze de Alemania, Francis W. Stronge de Inglaterra y Bernardo J. Cólogan y Cólogan de España, este último, quizás dudando de las palabras de Wilson, se apersonó en La Ciudadela para dialogar con Díaz y Mondragón, los rebeldes generales—. Poco tiempo después se supo que Wilson les pidió su respaldo a los embajadores ante la incompetencia de Madero para salvaguardar sus intereses y la integridad física de sus ciudadanos. Con el apoyo de este cuerpo diplomático solicitó al gobierno cambiar el control del orden en la capital. Y que fueran los policías, y no los soldados, los nuevos encargados.

Manuel Márquez Sterling, ministro de Cuba, señala por qué esta medida resultaba muy conveniente para los planes de los alzados: “El personal policíaco era de la época de Don Porfirio Díaz, así se marginaba a los soldados revolucionarios y se les daba todo el mando a la policía porfirista que apoyó en gran medida el Cuartelazo”.

Pedro Lascuráin, ministro de Relaciones, y un grupo de veinticuatro senadores de oposición le exigen a Madero su renuncia. El presidente se mantuvo firme a esas presiones políticas. Y desoyó tanto a diplomáticos como a senadores. La casa de la familia Madero, lejos de los enfrentamientos porque estaba en las calles de Berlín y Liverpool, en la Colonia Juárez, fue incendiada. En medio de la confusión de este día, Huerta sigue con su plan: designa al general Aureliano Blanquet para resguardar el Palacio Nacional.



16 de febrero de 1913

A las 2 de la madrugada se pactó un armisticio por 24 horas. El pueblo, acogiéndose a la tregua, aprovecha para huir de la zona de fuego con todos los enseres que puede cargar en sus modestos ajuares. A pie, en carretas, corren por sus vidas.

Otros, con banderas blancas, recogen a sus deudos muertos, mientras hay quienes llevan provisiones a los rebeldes. Sigilosamente, soldados rebeldes instalan ametralladoras en la periferia de La Ciudadela cuando dentro de ésta el General Mondragón le detalla al General Díaz cómo se hará el bombardeo de Palacio Nacional mañana, 17 de febrero.

A las 2 de la tarde el fuego reinició y la torre de la 6ª demarcación de policía fue destruida por el bombardeo. Cerca de ahí, el escritor y periodista estadounidense John Kenneth Turner fue arrestado por las fuerzas rebeldes cuando intentaba tomar fotografías de las escenas dantescas en las zonas destruidas por los cañones. El autor del libro México bárbaro, obra que criticaba fuertemente al porfiriato por el trato que se les daba a los indígenas mayas en la Península de Yucatán, oculta su identidad para salvar su vida.

Cuando Madero por segunda ocasión reclamó a Huerta la inefectividad de los ataques y la violación al armisticio, el general sostuvo que todo formaba parte de su estrategia para concentrar a los rebeldes en La Ciudadela y aniquilarlos más rápido y efectivamente.

Para ese entonces, la animadversión en contra Huerta crece más allá de Madero. Porque el coronel Rubén Morales, asistente de Madero, planeó un ataque nocturno pero Huerta lo impidió y porque también el secretario particular del Presidente, Juan Sánchez Azcona, sorprende a Huerta entrevistándose con Alberto García Granados y Enrique Cepeda, ambos simpatizantes de los golpistas. Alberto J. Pani, amigo y colaborador del Presidente en su informe diario le advierte de un posible acuerdo entre los sitiadores y los sitiados, donde Huerta desempeñaba un papel fundamental. A pesar de las advertencias de la patente deslealtad de Huerta, Madero continuó confiando en él.

Montones de cadáveres son llevados hasta Balbuena para ser incinerados y evitar una epidemia en Ciudad de México. Otros restos, menos afortunados, fueron hechos pira donde cayeron. Así, las calles de Balderas y Humboldt tenían decenas de macabros cuerpos que nadie supo identificar.

17 de febrero de 1913

Las bombas siguen cayendo por diferentes rumbos de la ciudad causando muerte, destrucción y desaliento. La metrópoli luce con calles solitarias con cadáveres incinerados, cascotes desperdigados, huellas de incendios

Un cablegrama del presidente estadunidense Taft llega por la mañana de ese día y le indica a Madero que las fuerzas navales estadounidenses ancladas frente a Veracruz se encuentran tan sólo en una posición de precaución natural y que no existe ninguna orden de desembarco, no obstante se encuentra bien al tanto de lo que ocurre en México a través de las noticias del embajador Henry Lane Wilson.

Victoriano Huerta es propuesto como Gobernador General de México por parte de los senadores de oposición, el cuerpo diplomático y Lascuráin. El Presidente Madero se entrevistó con Huerta para preguntarle al respecto de los rumores de esta propuesta, y él confirmó que si bien era cierta no estaba interesado en aceptarla.

Poco más tarde, Gustavo Adolfo Madero —hermano del presidente— y Jesús Urueta descubrieron que Huerta, en lugar de combatir a los rebeldes, estaba efectivamente en tratos con Félix Díaz y sus tropas. Gustavo con pistola en mano detuvo a Huerta y lo llevó ante Madero. Frente al presidente, Huerta negó ser partícipe de la conspiración y se comprometió a capturar a los rebeldes en 24 horas. Haciendo a un lado los hechos de que Huerta había tenido relaciones con Díaz y Reyes durante el porfiriato y de los rumores de que intentaría derribar al gobierno por todos los medios a su alcance, Madero lo liberó y le concedió las 24 horas que solicitó para comprobar su lealtad.

—Prometo a usted, Señor Presidente, que mañana todo habrá terminado.

Para que se limaran las asperezas con su hermano, persuadió a ambos para que se reunieran al día siguiente. El embajador norteamericano Henry Lane Wilson fue a La Ciudadela para proseguir su labor de mediación entre Huerta y Díaz. Cuando el embajador se encontró con el periodista John Kenneth Turner le pidió sincerarse con sus captores, y Mondragón lo sentenció a muerte. El periodista estuvo a punto de ser fusilado, pero al considerarse que la acción no sería bien vista por el gobierno estadounidense, los golpistas decidieron liberarlo dos días más tarde. Tan pronto pudo, Kenneth Turner partió a Veracruz para salir del país.

Por la noche, Alfredo Robles Domínguez, antiguo militante del maderismo que se había distanciado del Presidente, llegó a Palacio Nacional para dar parte de la confabulación de Huerta con Félix Díaz. De nueva cuenta, el Presidente Madero no escuchó las advertencias.



18 de febrero de 1913

Mientras en la ciudad continuaban los bombardeos y las descargas de ametralladora, hacia las 3 de la tarde, el General Victoriano Huerta y el Ejército a su mando desconocen al Gobierno y se unen al grupo faccioso.

Madero y algunos miembros de su gabinete discuten los acontecimientos en un saloncito contiguo al salón de acuerdos. De pronto se presenta el Teniente Coronel Teodoro Jiménez Riveroll y le dice que el General Aureliano Blanquet lo manda para que le diga que el General Rivera acaba de llegar de Oaxaca sublevado contra el Gobierno y que era preciso que saliera a arengar a la tropa para levantar el espíritu.

Allá iba Madero cuando intuyó que lo que se urdía era una traición. Ordenó entonces a Jiménez Riveroll que llamara al General Blanquet para que le informara personalmente qué sucedía realmente porque conocía la lealtad de Rivera y dudaba de la versión.

De improviso, los soldados del 29° batallón que seguían a Jiménez Riveroll penetraron en el salón con la carabina al brazo, y el Capitán Federico Montes les ordena, con voz firme y fuerte, que den media vuelta. Pero en ese mismo momento Jiménez Riveroll les ordenó:

—¡Soldados!…¡Apunten, fue…

Jiménez Riveroll no terminó la frase porque el Capitán Gustavo Garmendia lo dejó tendido en tierra de un certero balazo, mientras que el ingeniero Marcos Hernández cayó muerto al interponer su cuerpo para salvar la vida al Presidente.

Una vez muerto Jiménez Riveroll, el Mayor Izquierdo, segundo jefe del pelotón que entró con los soldados a Palacio, toma el mando de la tropa, pero a consecuencia de esa actitud, el Capitán Federico Montes dispara rápidamente su pistola, ocasionándole la muerte.

Acto seguido el Presidente y una pequeña comitiva bajan las escaleras para hablar con el resto de la tropa en el patio, fue entonces cuando el General Aureliano Blanquet desenfunda su pistola y, personalmente, lo hizo prisionero. A pesar del reclamo de Madero, quien lo llamó traidor, la detención de Madero y Pino Suárez se lleva a cabo, y ambos son confinados en la Intendencia del Palacio. Juan Sánchez Azcona, Jesús Urueta y el Capitán Gustavo Garmendia lograron escapar, no así Adolfo Bassó, intendente del Palacio, quien también fue hecho prisionero.

Mientras esto ocurría, en el restaurante Gambrinus, hacia las 1:50 de la tarde, Gustavo A. Madero, quien se había reunido con el General Huerta para almorzar, fue sorpresivamente aprehendido por veinticinco guardabosques. Gustavo A. Madero y Adolfo Bassó son trasladados a la Ciudadela donde fueron ejecutados en la madrugada del día siguiente.

Antes de morir, Gustavo A. Madero fue humillado por sus captores, relata Enrique Krauze. Lo golpean, lo insultan y uno de ellos, llamado Melgarejo, pincha con la espada el único ojo hábil de Gustavo, produciéndole en el acto la ceguera. La sangre mana su rostro y él anda a tientas entre carcajadas de los alzados. Cuando encara a sus captores veinte bocas de fusil ponen fin a su vida.

—No es el último patriota —exclama de pronto Bassó—. Aún quedan muchos valientes a nuestras espaldas que sabrán castigar estas infamias.

Uno de los verdugos pretende vendar al viejo marino, recto de talle, y él se resiste.

—Deseo ver el cielo —y alzando el rostro hacia el cielo infinito dijo: —No encuentro la Osa Mayor… ¡Ah, sí! Ahí está resplandeciente.

A los que lo fusilarán les espeta:

—Tengo sesenta y dos años de edad. Conste que muero a la manera de un hombre.

Desabotonó el sobretodo para descubrir el pecho y ordenó:

—¡Hagan fuego!

Una vez que Huerta confirmó que el éxito de las acciones perpetradas en Palacio, aprehende al general Felipe Ángeles acusándolo de insubordinación y lo encierra junto con Madero y Pino Suárez.

Por otro lado, ya consumado el derrocamiento de Madero, Enrique Cepeda se entrevistó con el embajador Henry Lane Wilson para informarle lo ocurrido en Palacio y en el restaurante Gambrinus. El embajador notificó al presidente Taft y al Departamento de Estado de Estados Unidos que los rebeldes habían triunfado y habían aprehendido a Madero y Pino Suárez.

El General Victoriano Huerta asume el mando político y militar. En La Ciudadela, cuando se sabe de las detenciones, se desatan muestras de júbilo y los felicistas recorren las calles de la ciudad esparciendo la noticia y gritando vivas a Félix Díaz. Un grupo de ellos se dirige a las instalaciones del periódico maderista Nueva Era para incendiarlas.

Entre tanto festejo por el triunfo de los rebeldes y el cambio del Gobierno se echan al vuelo las campanas de la Catedral y el pueblo sale en masa a recorrer las calles para ver los destrozos causados por los bombardeos en el perímetro donde se desarrollaron los combates.

Henry Lane Wilson recibió a las 9 de la noche en la embajada de los Estados Unidos a los golpistas. Victoriano Huerta llega junto con Enrique Cepeda y el General Joaquín Maas Flores, y por su parte Félix Díaz arriba acompañado por el General Fidencio Hernández y Rodolfo Reyes. Fue este último quien redacta el Pacto de la Embajada, que se dio a conocer posteriormente de manera oficial como Pacto de La Ciudadela, donde se establecía desconocer al gobierno de Madero y Pino Suárez y establecer un gobierno provisional al mando de Victoriano Huerta con un gabinete conformado por reyistas y felicistas.

Poco después, Aureliano Blanquet fue ascendido a General de División. Los padres de Madero, sus hermanas solteras, y su esposa, Sara Pérez Romero, piden asilo en la Embajada de Japón, donde pasaron esa noche de infamia.



Epílogo

La renuncia de Francisco I. Madero y de José María Pino Suárez a los cargos de Presidente y Vicepresidente se concreta el 19 de septiembre y la Cámara de Diputados, presidida por el diputado Francisco Romero, la acepta con 119 votos, en el caso de Pino Suárez, y 125 con Madero. Los diputados que votaron en contra fueron Alarcón, Escudero, Hurtado, Espinoza, Méndez, Morales, Navarro, Luis Ortega y Rojas.

Pedro Lascuráin, Secretario de Relaciones Exteriores, se asume como Presidente interino. Su cargo dura de las 5.15 de la tarde hasta las 6 cuando declina la función a favor de Victoriano Huerta, quien asume la Presidencia y el 20 de febrero da a conocer su gabinete.

Mientras se decide la suerte de los prisioneros y se aleja la posibilidad de ser exiliados en Cuba, el 21 de febrero Francisco I. Madero recibe la visita de su madre, Mercedes González Treviño, quien lo entera de la muerte de su hermano Gustavo. La noticia sobre cómo murió lo trastorna y pasa la noche llorando en silencio su muerte.

Félix Díaz, Manuel Mondragón, Aureliano Blanquet y Victoriano Huerta acordaron deshacerse de Madero y Pino Suárez el 22 de febrero. El mayor de rurales Francisco Cárdenas es llamado a las 6 de la tarde a Palacio Nacional. Allí recibe la orden de matar a Madero y Pino Suárez fingiendo que se trata de un asalto. Intrigado, pregunta por Felipe Ángeles y le informan que a él se le perdonará la vida.

A las 10.20 de la noche el ex presidente y el ex vicepresidente fueron despertados para ser llevados a la Penitenciaría de Lecumberri. El General Ángeles preguntó si también iría, pero fue informado que él debería quedarse ahí. Los prisioneros fueron trasladados en dos vehículos.

En el que viaja Madero es un peerless reformado como un packard, fue rentado por Ignacio de la Torre y Mier y era conducido por Ricardo Hernández. El otro, donde estuvo Pino Suárez, es un protos propiedad de Alberto Murphy y es conducido por Ricardo Romero.

Los autos jamás entraron al penal sino que se fueron hasta uno de los extremos más apartados de la penitenciaría. De pronto se detienen y el rural Francisco Cárdenas le ordena a Madero:

—¡Baje usted, carajo!

Ante su negativa, le dispara en la cabeza. Pino Suárez intenta huir pero cae herido por Rafael Pimienta y es rematado con trece balazos en el suelo. Los verdugos simulan el asalto y disparan contra los vehículos y ordenan a los choferes a guardar silencio.

Cuando Cárdenas va al Palacio Nacional a informar al General Victoriano Huerta que la orden había sido cumplida, éste daba una conferencia de prensa afirmando que una multitud iracunda había asaltado a la escolta que llevaba a Madero y Pino Suárez. Se dijo también a los periodistas que se realizaría una investigación para esclarecer los hechos. Cada uno de los asesinos recibió una paga de dieciocho mil pesos.

En Coahuila se alza se alza Venustiano Carranza. En Sonora lo hace Álvaro Obregón. Poco después se suman Francisco Villa y Emiliano Zapata en contra de Victoriano Huerta al que todos llamaron “El usurpador”.

A raíz del horrible crimen, resume Enrique Krauze, el tigre que tanto temió Porfirio Díaz despertó con una violencia sólo equiparable a la de la guerra de Independencia. Los viejos agravios sociales y económicos del pueblo mexicano impulsaron sin duda la lucha; pero en aquella larga, dolorosa y reveladora guerra civil, además de la venganza había también un elemento de culpa nacional, de culpa histórica por no haber evitado el sacrificio de Madero, quien es llamado, desde entonces, “El apóstol de la democracia”.
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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 11th 2013, 21:52



La Decena Trágica, febrero de 1913



La Decena Trágica fue un periodo de poco más de diez días en el que un grupo de sublevados se levantaron en armas contra el gobierno de Francisco I. Madero.

Este episodio culminó con el asesinato del presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez y la ascensión a la presidencia de Victoriano Huerta.

La difícil presidencia de Madero

Francisco I. MaderoEn 1910 Francisco I. Madero reunió su fuerza revolucionaria del impulso de haber sido el iniciador del movimiento armado y de representar a todos aquellos que querían derrocar al dictador. Sin embargo para 1913, una vez depuesto el enemigo (Díaz), Madero perdió buena parte del enorme apoyo que alguna vez tuvo. Su impopularidad se debió a que, cuando éste subió a la Presidencia, había muchas expectativas de revolucionarios radicales, de campesinos y de obreros en torno a las medidas que tomaría su gobierno.

La posición moderada y conciliadora con los porfiristas que Madero adoptó desalentó a quienes esperaban que la revolución traería consigo transformaciones radicales. Muchos revolucionarios se sintieron defraudados y traicionados por Madero y le declararon la guerra (como Emiliano Zapata mediante el Plan de Ayala). Durante los quince meses que duró su gobierno, Madero enfrentó múltiples problemas: rebeliones armadas, huelgas, conspiraciones e intrigas contrarrevolucionarias. Entre aquellos que se sublevaron contra su gobierno estuvieron Bernardo Reyes, ministro de guerra durante el porfiriato y Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz. Ambas rebeliones fracasaron y Madero encarceló a los rebeldes, perdonándoles la vida.

Además de las rebeliones, la prensa de oposición atacó constantemente al presidente e influyó de manera decisiva en incitar la desconfianza de la opinión pública al régimen. También se opusieron al gobierno los senadores, los terratenientes y los intereses extranjeros. El maderismo no satisfacía los intereses económicos de los Estados Unidos y todo el año de 1912 el presidente William Taft, a través de su embajador Henry Lane Wilson, amenazó y atacó al gobierno de Madero por diferentes medios.

Se inicia la sublevación

Así, cuando el 9 de febrero de 1913 la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan y la tropa del cuartel de Tacubaya se levantaron en armas contra el gobierno, no se tomó la noticia con mucha sorpresa. Hasta entonces, la ciudad de México había permanecido lejana al campo de batalla y, por primera vez durante la contienda, conoció la muerte de civiles en sus calles, los gritos de los heridos, el retumbar de cañones y la lluvia de balas de ametralladoras.

Una de las primeras maniobras de los sublevados, al mando de los generales porfiristas Gregorio Ruiz y Manuel Mondragón, fue liberar de sus prisiones a Félix Díaz y Bernardo Reyes. Los rebeldes se dirigieron al Palacio Nacional, defendido por el general Lauro Villar. En uno de los primeros combates murió Bernardo Reyes y Díaz y Mondragón se refugiaron en La Ciudadela. Mientras tanto, el presidente Madero salió del Castillo de Chapultepec rumbo al Palacio Nacional, escoltado por cadetes del Colegio Militar y en compañía de algunos secretarios de estado y amigos (Marcha de la Lealtad). Durante un pausa que hizo frente al Teatro de Bellas Artes, el presidente cometió un error lamentable: nombró comandante militar de la plaza a Victoriano Huerta, en sustitución del general Villar, que había sido herido durante el combate.

Al llegar a Palacio, Madero organizó la defensa, mandó llamar a varios cuerpos militares (de Tlalpan, de San Juan Teotihuacán, de Chalco, de Toluca ) y el propio presidente decidió ir a Cuernavaca a traer a Felipe Ángeles y sus fuerzas. Huerta, mientras tanto, perdía tiempo en detrimento del gobierno pues había entrado en tratos con los sublevados y se había sumado a la conspiración.

El Pacto de la Embajada

Finalmente, el 17 de febrero, Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez fueron hechos prisioneros. Mientras tanto, el embajador Henry Lane Wilson intrigaba en contra del gobierno mandando insinuaciones de que sólo se podría evitar la intervención armada de los Estados Unidos con la renuncia de Madero. El papel de Wilson durante este episodio fue deplorable: hacía ostentación ante miembros del cuerpo diplomático de conocer los proyectos desleales de Huerta y notificó al Departamento de Estado de Estados Unidos que los rebeldes habían aprehendido al presidente y vicepresidente hora y media antes de que esto sucediera.

Cuando Madero y Pino Suárez fueron hechos prisioneros, Wilson ofreció a Huerta y a Díaz el edificio de la embajada norteamericana para que llegaran a acuerdos finales, en lo que se llamó el Pacto de la Embajada. En este pacto se desconocía al gobierno de Madero y se establecía que Huerta asumiría la presidencia provisional antes de 72 horas, con un gabinete integrado por reyistas y felicistas; que Félix Díaz no tendría ningún cargo para poder contender en las elecciones; que notificarían a los gobiernos extranjeros el cese del ejecutivo anterior y el fin de las hostilidades.

Al Pacto de la Embajada siguió la tortura y asesinato de Gustavo A. Madero, hermano del presidente. Después se presentaron las renuncias del presidente y vicepresidente ante un Congreso reunido en sesión extraordinaria. Este nombró presidente a Pedro Lascuráin, ministro de Relaciones Exteriores con Madero, quien a su vez renunció y nombró presidente a Victoriano Huerta.

Desde su aprehensión, Madero y Pino Suárez permanecieron en el Palacio Nacional, esperando en vano un tren que los conduciría al puerto de Veracruz, de donde se embarcarían a Cuba, al exilio. De nada sirvieron las gestiones de sus familiares, amigos, los ministros de Cuba, Chile y Japón, ante Wilson para que hiciera valer la influencia que tenía sobre Huerta, ya que el embajador les respondió que él, como diplomático, no podía interferir en los asuntos internos de México.

Fin de la Decena Trágica

El general Aureliano Blanquet dió órdenes, confirmadas por Huerta y Mondragón, para que la noche del 22 de febrero se trasladara a Madero y Pino Suárez a la Penitenciaría de Lecumberri. En el trayecto se simuló un ataque y los prisioneros fueron asesinados. La ciudad se levantó con la noticia "Ya mataron a Madero" y aunque la primera reacción fue de indignación, la mayoría de los habitantes de la capital se alegraron del cese de hostilidades, se lanzaron jubilosos a las calles, adornaron las fachadas de sus casas y, en unión de la prensa, ensalzaron a los vencedores y condenaron a los caídos.

La tranquilidad volvió a la ciudad de México. La alta burguesía, integrada por terratenientes, banqueros, comerciantes e industriales, vio el fin de aquellos días de horror con beneplácito, como la mayoría de la gente, y con la confianza de que el nuevo gobierno restablecería las condiciones políticas, sociales y económicas en las que habían prosperado. Sin embargo, pronto vieron que este gobierno no sería como esperaban.

Victoriano Huerta se instaló en el Palacio Nacional el 20 de febrero de 1913 y permaneció en la presidencia 17 meses pues el usurpador se las arregló para disolver la fuerza de Félix Díaz, a quien nombró embajador en Japón. El gobierno huertista fue dictatorial a partir del 10 de octubre de 1913, cuando disolvió el Congreso de la Unión. Durante esta dictadura, la vida en la ciudad se militarizó y muchos ciudadanos, maderistas o no, fueron torturados o asesinados. Pero pronto surgió un nuevo líder revolucionario en pie de lucha contra el huertismo, el gobernador de Coahuila Venustiano Carranza.



Fuentes para el estudio de la Decena Trágica:

Corrido del cuartelazo felicista (Decena Trágica)

Oigan nobles ciudadanos,
prestadme vuestra atención,
voy a cantar un corrido
de la actual Revolución.

Reyes y don Féliz Díaz
echaron muy bien su trazo
y para vengar rencores
idearon un cuartelazo.

Señores, tengan presente
que el día nueve de febrero
Mondragón y Félix Díaz
Se alzaron contra Madero [...]

Terminaron los combates
el dieciocho de febrero,
quedando allí prisioneros
Pino Suárez y Madero.

Muchos soldados ya muertos
en Palacio y Ciudadela,
fueron sus restos quemados
en los campos de Balbuena [...]

Huerta por sus partidarios
se hizo solo Presidente,
luego que subió al poder
a Madero dio la muerte [...]

Fuente: Vicente T. Mendoza, El corrido mexicano



Cómo se firmó el Pacto de la Embajada

Varios representantes diplomáticos, testigos de los hechos que se refieren, relataron a Ramón Prida, autor del libro De la dictadura a la anarquía, la manera en que se firmó el llamado Pacto de la Embajada:

"El dieciocho de febrero en la noche, reuniéronse en la Embajada algunos ministros extranjeros, que deseaban saber la realidad de los acontecimientos. El señor Embajador no pudo recibirlos desde luego, porque estaba atendiendo otras visitas. En uno de los salones de la Embajada conversaban los generales Victoriano Huerta y Félix Díaz en presencia del Embajador. Así se discutieron los términos en que quedaba pactado el reparto que del poder hacían dos ambiciones frente a frente. El general Huerta discutió uno que otro nombre de ministro, más bien por fórmula; así quitó la cartera de Hacienda a don Carlos G. De Cosío, para darla a don Toribio Esquivel Obregón, a quien ni consultaron, limitándose a enviarle un recado para que al siguiente día se presentara en el Ministerio de gobernación a protestar.

Formada la lista, el embajador Wilson, con ella en la mano, fue al salón contiguo, donde estaban los ministros extranjeros esperándolo. Después de los saludos correspondientes, el Embajador les dijo: 'Señores, los nuevos gobernantes de México someten a nuestra aprobación el Ministerio que van a designar, y yo desearía que si ustedes tienen alguna objeción que hacer, la hagan para trasmitirla a los señores generales Huerta y Díaz, que esperan en el otro salón. Con esto demuestran el deseo que les anima, de marchar en todo de acuerdo con nuestros respectivos gobiernos, y así creo firmemente que la paz en México está asegurada'.

Los ministros se apresuraron a tomar copia de los nombres que estaban en la lista. 'Nosotros, dijo el ministro de Cuba, no creo que debamos rechazar ni aprobar nada, sino simplemente tomar nota de lo que se nos comunica y trasmitirlo a nuestros gobiernos'. La mayoría de los presentes apoyaron las palabras del señor Márquez Sterling, y el señor Embajador regresó al salón donde lo esperaban los señores Huerta, Díaz y personas que los acompañaban. Momentos después, los diplomáticos eran invitados a pasar a ese salón. Y ante ellos, se dio lectura a lo que se ha dado a llamar 'El Pacto de la Ciudadela' o 'Pacto de la Embajada'. Terminada la lectura del documento, el embajador Wilson y los mexicanos presentes aplaudieron. Huerta se despidió y el Embajador lo acompañó hasta la puerta. De regreso, al ver Mr. Wilson al brigadier Díaz exclamó: '¡Viva el general Díaz!, salvador de México' e invitó a todos los asistentes a pasar al comedor, donde les ofreció una copa de champagne. ¡Aún vivía Madero y todavía no firmaba su renuncia!.

Los diplomáticos extranjeros habían oído todo lo ocurrido. Oyeron el chocar de las copas, los vivas dados en el vestíbulo, y el estruendo del tapón al dejar libre el espumoso champagne. Al reunirse el embajador americano con sus colegas, casi a un tiempo exclamaron: '¿No irán estos hombres a matar al Presidente?'.
Oh, no, dijo Mr. Wilson, a Madero lo encerrarán en un manicomio: el otro sí es un pillo, y nada se pierde con que lo maten'.
'No debemos permitirlo', dijo inmediatamente el ministro de Chile
'Ah, replicó el embajador, en los asuntos interiores de México no debemos mezclarnos: allá ellos que se arreglen solos'.

Nadie dijo una palabra. Silenciosamente a los pocos momentos abandonaron los representantes extranjeros la Embajada Americana. Al traspasar el umbral del edificio, ya en la calle, uno de ellos dijo: 'Es curioso este embajador: cuando se trata de dar auxilio a un jefe rebelde y que bajo el pabellón de su patria se concierte el derrumbe de un gobierno legítimo ante el cual él está acreditado, no tiene inconveniente en intervenir, ser testido del pacto y aun discutir las personas que formarán el nuevo Gobierno, sin que le preocupe si se trata o no de asuntos interiores del país; pero cuando se trata de salvar la vida a dos personajes políticos, a quienes la traición y la infamia quizá, están discutiendo la manera de matar, encuentra que su posición de representante de una potencia extraña no le permite intervenir, aunque sí califica, raja tabla y con notoria indiscreción a los gobernantes del país ante quienes está acreditado.'

Fuente: Esta crónica completa se puede consultar en Jesús Silva Herzog, Breve historia de la Revolución Mexicana. Los antecedentes y la etapa maderista, México, Fondo de Cultura Económica, 1986. (Colección Popular, 17), pp. 355-358.



Testimonio de José Juan Tablada

José Juan Tablada fue un escritor-poeta, cercano al modernismo literario, que durante los sucesos de la Decena Trágica vivía en el pueblo de Coyoacán. Cómodo con la paz profiriana, la posición de Tablada en relación a la Revolución fue la de no reconocer la necesidad de un cambio político ni social, por lo que apostó a la causa conservadora y en contra del cambio revolucionario. Aunque en el curso de los acontecimientos Tablada se indigna del golpe de estado a Madero, muy pronto acepta participar en el gobierno huertista.

En el Diario de Tablada del año 1913 se lee:

"Domingo 9 de febrero - Don F.A. me telefonea de México que la guarnición se ha sublevado al grito de '¡Vivan Félix Díaz y Bernardo Reyes!', que se oye el tiroteo en los barrios y que el Presidente está en Chapultepec, en calidad de preso, por los alumnos del Colegio Militar.[...] que por las calles corren caballos sin jinete y que el tiroteo continúa. Coyoacán sigue sin comunicación de tranvías con la capital. [...]

10.50 AM - Pretendo volver a hablar por teléfono y me contestan de la Central que están rompiendo las líneas y que ya no hay en servicio más que una sola...

11.30 AM - J.M.A. me habla por teléfono. Dice que están tirando con metralla sobre la ciudad desde la Ciudadela, donde hay probablemente tropas leales al Gobierno.

12.10 AM - El mozo que vuelve de la tienda, donde lo mandé para que comprara una pequeña despensa, en previsión de probables escaseses, refiere que alguien, acabado de llegar de México, dice que es imposible ir allá, pues llueven los proyectiles y la ciudad está llena de cadáveres..El tráfico de tranvías continúa interrumpido a estas horas. [...]

2 PM - Buenas noticias. [Me han dicho que] la situación es francamente favorable al Gobierno y las tropas leales ocupan los principales edificios públicos. Me cuenta también mi vecino que el general Bernardo Reyes fue muerto de un balazo en la frente [...] Suena el teléfono y mi amigo B.B. [que vive cerca de la Ciudadela] me cuenta que volviendo a su casa y al pasar por una de las bocacalles inmediatas de dicho establecimiento, distinguió a un grupo de señoras y señoritas de familias muy conocidas, repartiendo cigarros y golosinas a soldados y oficiales de las tropas sublevadas.

5.20 PM - Telefonean que [Manuel] Mondragón ha intimado rendición al Presidente Madero encerrado en Palacio, dándole como plazo hasta las 6 de la tarde. Cualesquiera que sean los cargos al Gobierno, al hombre civilizado le repugnan estos brutales procederes de la fuerza bruta, que ya parecían proscritos de nuestra dinámica social.
Parece que retrocedemos a las caóticas épocas preporfirianas....

5.50 PM - F.L. me telefonea desde la redacción de El Imparcial [...] que la Prisión Militar de Santiago y las redacciones de El País, La Tribuna y El Heraldo, han sido incendiadas por el populacho...Interrumpe su relato para exclamar a intervalos: '¡Un cañonazo!' ...
'¡Otro cañonazo!'

10.30 PM - Después de asegurar lo mejor que se puede las puertas exteriores de la casa, subo a las recámaras. A la angustia de los sucesos del día se junta la que las tinieblas traen consigo, pues la luz eléctrica no a buelto a restablecerse, y al temor ingrato, aunque remoto, de una incursión zapatista. [...] En ese estado de alma, abro una ventana y me sorprende el aspecto augusto y solemne de una clara noche estrellada y tranquila, en cuya silenciosa calma no discierno más que el ladrar, un tanto exasperado, de los perros en la lejanía. Y me acuesto....

Martes 11 febrero. 10.30 AM - Ha comenzado el cañoneo en México; con intervalos de un minuto se perciben fragores resonantes; sin duda de piezas de gran calibre y luego sonoridades más secas y débiles; tal vez ametralladoras o fuego de fusilería. De pie en la puerta de mi estudio, oigo, oprimido por íntima congoja, el ruido pavoroso a cuyos ecos se extingue tanta vida inocente y corre tanta sangre de víctimas.
A las 12.40 ha vuelto a cesar el cañoneo...
4 PM - Un cúmulo de noticias: que Huerta ha sido herido y Blanquet muerto; que el Hotel Imperial, frente al Café Colón, el nuevo teatro, el Correo y Palacio están destrozados por los proyectiles de artillería; que Díaz ha llegado a Palacio.

Miércoles 12. 8 AM - Llega [el periódico] El Imparcial. Casi todo cuanto ayer se dijio es inexacto. A pesar de la mortandad que el periódico hace llegar a quinientas víctimas, quizás disminuyendo la cifra real, las condiciones continúan invariables y el Gobierno no parece haber obtenido ventajas sensibles.
10 AM - Por teléfono: que por resultado del bombardeo los presos de Belén han quedado en libertad y que, como salen hambrientos y soliviantados por los sucesos, no sería difícil que partidas de ellos intentaran incursiones a los pueblos limítrofes de la Capital. Lo comunico a los vecinos y a la Prefectura.
6.30 PM - El 'tableteo', la crepitación peculiar de las ametralladoras es muy perceptible.

Jueves 13. Al crucero del ferrocarril de Xochimilco [...] llegan trenes con familias de la ciudad, que huyen trayendo sus colchones y enseres de primera necesidad.
6 PM - Durante todo el día ha seguido el cañoneo, exasperante, rabioso, infernal, sembrando la muerte en la ciudad y arruinando las propiedades... Cinco días de diabólico cañoneo dentro de una ciudad, es algo de inaudita barbarie... Lloran en estos instantes centenares de viudas y de huérfanos; sufren las mujeres y los niños, comienza el hambre a sentirse en los hogares de la gente pobre que no come porque no trabaja.. ¡Y mañana vendrá la peste! La perspectiva no puede ser más desoladora...
Mientras prosigue este 'sonoro rugir del cañón', [...] las figuras de los dos protagonistas de esta rebelión vienen a mi memoria obstinadamente [...]
De antigüedad mucho mayor que la mía, Mondragón era capitán y Féliz Díaz sargento cuando yo ingresé como alumno al [Colegio Militar] de Chapultepec [...] Vienen a mi memoria las dos figuras y la verdad que no me es posible discernir en manera alguna en ninguan de ellas las condiciones y requisitos del Jefe de Estado o del gobernante idóneo...
Mondragón llegó a ser notorio cuando modificó cierta pieza de los cañones Bange y fue declarado inventor, al punto de que cierta boca de fuego fue, por antonomasia, llamada 'Cañón Mondragón'.

Domingo 16. 1.40 PM - Los cadáveres de combatientes y víctimas ocasionales están siendo llevados por el rumbo de Balbuena donde se hacinan y, rociándolos con petróleo, se trata de incinerarlos en previsión de epidemias. La gran exedra del monumento a Juárez es, según me cuentan, un enorme amontonamiento de cuerpos sin vida.
Los árboles del Zócalo están destrozados por el huracán de plomo y hierro y en torno a la Plaza de Armas [...] palacios convertidos en caballerizas, llenos de estiércol y de soldaderas que preparan el rancho o curan a los 'Juanes'. El Palacio Municipal es una ruina en partes. [...] Por todas partes sangre, luto y desolación.

Martes 18. Se confirma la repugnante noticia ratificando que, Huerta y Blanquet, en quienes madero hagía confiado lo han reducido a prisión junto con Pino Suárez... ¿Qué vendrá después?

Miércoles 19. Fui a México en auto. Ya dentro de la ciudad me tranquilizo al ver que el bombardeo de diez días no sólo no ha dejado ruinas, sino ni siquiera ruinas demasiado visibles.

Domingo 23. Lleno de estupor, al ir a desayunar leo en El Imparcial la noticia del asesinato de Madero y Pino Suárez anoche, en la proximidad de la Penitenciaría....

Lunes 24. Los últimos sacrificios que tan adversos serán para el nombre de México en el extranjero, ¿traerán por fin esa paz que ya anhelamos rabiosamente...?

Fuente: José Juan Tablada. Obras IV: Diario (1900 - 1944), Edición Guillermo Sheridan, México, UNAM, 1992. (Nueva Bilioteca Mexicana, 117)



La esposa de Madero pide ayuda al embajador Henry Lane Wilson

En 1916, a tres años de los sucesos de la Decena Trágica, el periodista norteamericano Robert Hammond Murray entrevistó a Sara Pérez viuda de Madero. En esta entrevista, la viuda relató cómo, tras la detención del presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez, fue a buscar la ayuda del embajador de Estados Unidos en México Henry Lane Wilson para que se respetara la vida de los detenidos y cómo su plegaria fue rechazada. Aquí reproducimos algunos fragmentos de tal entrevista, con las preguntas del periodista Hammond Murray y las respuestas de doña Sara Pérez viuda de Madero:

"Pregunta: Antes de que entremos en los detalles personales acaecidos entre usted y el antiguo embajador de los Estados Unidos en México señor Henry Lane Wilson en los días transcurridos desde el arresto de su esposo, el 18 de febrero de 1913, hasta su asesinato el 22 del mismo mes y año, cuando usted y otros miembros de la familia del Presidente trataron en vano que el embajador americano utilizara el poder del Gobierno de los Estados Unidos y su indiscutible influencia en el ánimo de Victoriano Huerta para que salvara la vida del Presidente Madero y del Vicepresidente Pino Suárez, ¿es verdad que la actitud del embajador americano hacia el Presidente Madero y su gabinete fue siempre poco amistosa?

Respuesta: El Presidente Madero y virtualmente todos los miembros de aquel Gobierno creían firmemente, y al parecer con razón, que la actitud del embajador americano no sólo para el Gobierno de mi esposo, sino también para la República Mexicana, era no sólo poco amistosa sino descaradamente enemiga.

P: ¿Se hicieron indicaciones al Presidente Madero para que pidiera el retiro del embajador al Gobierno americano?

R: Muchas veces sus amigos pidieron al Presidente Madero y le urgieron para que solicitara del Gobierno de Washington que fuera retirado aquel embajador.

P: ¿Por qué rehusó hacerlo?

R: Siempre decía: 'Va a estar aquí poco tiempo y es mejor no hacer nada que contraríe a él o a su Gobierno'.

P: ¿Estuvo usted con el Presidente durante la rebelión?

R: No volví a ver a mi esposo desde que dejó el Castillo de Chapultepec para ir al Palacio Nacional en la mañana del 9 de febrero. Él permaneció en el Palacio Nacional y yo en el Castillo de Chapultepec.

P: El embajadoren sus mensajes dice que el Presidente había asesinado a algunos hombres durante la pelea en sus oficinas, ¿esto es verdad?

R: No es verdad. Jamás andaba armado.

P: ¿Cuáles fueron las condiciones que pusieron para su renuncia el Presidente y el Vicepresidente?

R: Por convenio con Huerta y bajo la oferta que él hizo de que podrían abandonar el país sin que nada se les hiciera y marchar a Europa, fue como se obtuvo la renuncia.

P: ¿Cuándo tuvo usted su entrevista con el embajador y cuál fue su actitud y continente?

La misma tarde del 20 de febrero de 1913. El embajador mostraba que estaba bajo la influencia del licor. Varias veces la señora Wilson tuvo que tirarle del saco para hacerlo que cambiara de lenguaje al dirigirse a nosotros. Fue una dolorosa entrevista. Dije al embajador que íbamos a buscar protección para las vidas del Presidente y Vicepresidente. 'Muy bien, señora -me dijo- ¿y qué es lo que quiere que yo haga?'
-Quiero que usted emplee su influencia para salvar la vida de mi esposo y demás prisioneros.
-Ésa es una responsabilidad -contestó el embajador- que no puedo echarme encima ni en mi nombre ni en el de mi Gobierno. Seré franco con usted, señora. La caída de su esposo se debe a que nunca quiso consultarme. Usted sabe, señora, que su esposo tenía ideas muy peculiares.
Yo le contesté: 'Señor embajador, mi esposo no tiene ideas peculiares, sino altos ideales'. Me dijo que el general Huerta le había consultado qué debía hacerse con los prisioneros.
'¿Y qué le contestó usted?', le pregunté. 'Le dije que hiciera lo que fuera mejor para los intereses del país', me dijo el embajador. Mi cuñada, que me acompañaba, no pudo menos que interrumpirlo diciendo: '¿Cómo le dijo usted eso? Usted sabe bien qué clase de hombre es Huerta y su gente, y va a matarlos a todos.

P: ¿Qué contestó el embajador a eso?

R: No contestó nada, pero dirigiéndose a mí me dijo: 'Usted sabe que su marido es impopular; que el pueblo no estaba conforme con su Gobierno como presidente'. 'Bueno, le contesté, si eso es cierto, ¿por qué no lo ponen en libertad y lo dejan irse a Europa, donde no podría hacer daño alguno?' El embajador me contestó: 'No se preocupe usted ni se apure, no harán daño a la persona de su esposo. Sé sobre el particular todo lo que va a suceder. Por eso sugerí que renunciara su esposo'.
Entonces le hablé de la falta de comodidades que había donde estaba mi esposo. 'Según parece - contestó el embajador- la lleva muy bien donde está. Durmió cinco horas de un tirón'.

P: ¿Cuál fue el final de esa conversación?

R: Cuando terminó la entrevista y dejamos la Embajada no habíamos ganado más que la promesa del embajador de que al Presidente no se le haría daño alguno en su persona.

P: ¿La oferta del embajador se cumplió?

R: Dos días después los presos fueron asesinados.

P: ¿Cree usted que el embajador pudo salvar las vidas del Presidente y Vicepresidente?

R: Tengo la firme convicción de que si el embajador hubiera hecho enérgicas representaciones, como era razonable esperar que hiciera, en interés de la humanidad, no sólo se habrían salvado las vidas del Presidente y Vicepresidente, sino que habría evitado la responsabilidad que recae en esos hechos en los Estados Unidos por los actos de su representante diplomático en México."

Fuentes: La versión completa de esta entrevista puede consultarse en Isidro Fabela, Historia diplomática de la Revolución Mexicana, I. (1912-1917), México, Fondo de Cultura Económica, 1958, pp. 175-183; o bien en Jesús Silva Herzog, Breve historia de la Revolución Mexicana. Los antecedentes y la etapa maderista, México, Fondo de Cultura Económica, 1986. (Colección Popular, 17), pp. 364-375.

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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 12th 2013, 10:29

Grafico Animado, Fotos de la Ciudad de Mexico durante la batalla y acabada esta.

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Mensaje por Invitado Febrero 13th 2013, 03:04

jefe, se le paso dejar el link de la fuente en el ultimo texto

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Mensaje por Invitado Febrero 13th 2013, 03:07

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Mensaje por Lanceros de Toluca Febrero 13th 2013, 22:31


EU maquinó el asesinato de Madero: Historiadora

Edith Castellanos, académica de la UIA afirma que de haberlo dejado vivo, hubiera "reorganizado su lucha" revolucionaria
NOTIMEX
Febrero 13, 2013 6:04 pm

Fue el gobierno de Estados Unidos, por conducto de su embajador en México, Henry Lane Wilson, quien mandó asesinar a Francisco I. Madero -la noche del 22 de febrero de 1913, en el Palacio de Lecumberri de la Ciudad de México-, aseguró la historiadora por la Universidad Iberoamericana (UIA), Edith Castellanos.



En entrevista con Notimex previo a un recorrido organizado por la Coordinación de Patrimonio Histórico, Artístico y Cultural de la Secretaría de Cultura capitalina, la experta sostuvo que a pesar de que Madero ya había firmado su renuncia como presidente de México, tuvo que ser asesinado, pues de dejarlo vivo, hubiera “reorganizado su lucha” revolucionaria.



Recordó que Madero tuvo una gran enemistad con el embajador de los Estados Unidos, Henry Lane Wilson, quien lo veía como “la piedrita en el zapato”, toda vez que tuvo varias fricciones con el gobierno mexicano, porque éste no había favorecido los intereses comerciales de inversionistas estadounidenses, sino por el contrario proclamó una serie de medidas nacionalistas que los afectaban.



“Los norteamericanos decían que corrían peligro los bienes y personas de origen norteamericano asentados en México. No obstante, Madero fue un enemigo para los intereses norteamericanos, pues no supo conciliar y ser fuerte para acabar con sus enemigos”, refirió Castellanos.



Wilson se encargó de acrecentar las fricciones entre ambos países, enviando a su gobierno informes alarmistas sobre la situación del país, por lo que EU exigió que se salvaguardara la integridad de sus ciudadanos radicados en México y que se garantizaran las inversiones realizadas, explicó.



Cuando los revolucionarios firmaron los tratados de Ciudad Juárez, en dicho documento había una cláusula en la que Porfirio Díaz manifestó que dejaría la presidencia con la condición de que Madero no llegará al poder.



“Él dijo que una vez que se fuera, se erigiera un gobierno interino, a fin de que los amigos de Madero lo olvidaran y sus enemigos se reorganizaran.



“Y tal como lo planeó Porfirio Díaz, se firmaron los acuerdos, entró Francisco León de la Barra a la presidencia y éste discutió de manera inmediata el licenciamiento de las tropas”, relató.



Al regreso de Madero a la Ciudad de México, señaló, éste se enfrentó a varios problemas, por ejemplo, con los hacendados, los cuales “le dieron dolores de cabeza”.



Manifestó que uno de los errores de Madero, siendo presidente, fue el que no cambió toda la estructura del Porfiriato, lo cual lo llevó a su debacle.



“Y cuando comenzó la Decena Trágica no quiso darse cuenta de que Victoriano Huerta fue un enemigo, un conspirador”, agregó.



Acompañada por un grupo de periodistas, la historiadora recorrió algunos de los inmuebles protagonistas de la llamada Decena Trágica, comenzando en el edificio de la Ciudadela, continuando por el Reloj Chino, hasta llegar al Palacio Nacional.



Los recorridos buscan dar a conocer los escenarios trascendentes del suceso y sensibilizar a la gente en torno a las consecuencias que tuvo el hecho armado para el patrimonio cultural de la Ciudad de México y sus habitantes.




CONMEMORACIÓN

En el Museo de la Revolución se realizarán diversas actividades hasta el fin de febrero.



Películas.

La sombra del caudillo, de Julio Bracho, México, 1960, el 20 de febrero.
Colosio, el asesinato, de Carlos Bolado, México, 2012, el 27 de febrero.

Ciclo de Conferencias
La Decena Trágica y sus protagonistas extranjeros
Imparte: Dra. Josefina McGregor Gárate. Febrero 14.



Los efectos de la Decena Trágica en el Patrimonio de la Ciudad de México
Imparte: Lic. Guadalupe Lozada León. Febrero 21.



La Decena Trágica: uno de los episodios más fotografiados de la historia de México
Imparte: Dra. Claudia Negrete. Febrero 28



Plaza de la República, s/n, col. Tabacalera, Del. Cuauhtémoc

17:00 horas,
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