Guerra biológica: historia de una infamia
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Guerra biológica: historia de una infamia
Aquí colocaré artículos genéricos sobre tan peligroso enemigo de la vida en el planeta.
Se les insta a hacer lo mismo.
Se les insta a hacer lo mismo.
http://eltamiz.com/2014/05/10/guerra-biologica/
La guerra biológica (I)
2014/05/10
Hoy volvemos a Hablando de…, la serie en la que hablamos más o menos de todo. Su objetivo es mostrar cómo todo está conectado de una manera u otra, de manera que cada artículo enlaza con el siguiente por algo que ambos tienen en común; los primeros 32 artículos de la serie están disponibles, además de en la web, en forma de dos libros, y probablemente algún día haya un tercero.
En los últimos artículos hemos hablado de Johann Sebastian Bach, cuya aproximación intelectual y científica a la música fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei, quien a su vez fue padre de la paradoja de Galileo en la que se pone de manifiesto lo extraño del concepto de infinito, cuyo tratamiento matemático sufrió duras críticas por parte de Henri Poincaré, el precursor de la teoría del caos, uno de cuyos padres, Sir Robert May, fue Presidente de la Royal Society de Londres, sociedad formada a imagen de la Casa de Salomón descrita en el Nova Atlantis de Francis Bacon cuando científicos de las siguientes generaciones leyeron sus escritos, como le sucedió a Robert Boyle, cuyo trabajo en óptica fue bienintencionado pero muy inferior al de otros estudiosos de la naturaleza de la luz, cuyo carácter de onda electromagnética nunca hubiéramos descubierto sin la ayuda de Michael Faraday, que también propuso mejorar el alcantarillado de Londres pero no se le hizo caso porque no había sido aceptada aún la teoría microbiana de las enfermedades, que la humanidad empleó para crear la guerra biológica.
Pero hablando de la guerra biológica…
Aviso: Aunque intentaré no ser demasiado explícito, se trata de un artículo duro, en el que se describen sucesos terribles que pueden resultar desagradables. Si no quieres deprimirte, tal vez sea mejor que no sigas leyendo.
Es una lástima, pero como ya hemos visto otras veces en esta misma serie, los seres humanos somos así: en cuanto descubrimos algo que no conocíamos antes, una de las primeras preguntas que nos hacemos es “¿Cómo podemos matar usando esto?” Dado que las enfermedades infecciosas matan, nuestra comprensión sobre su naturaleza en el siglo XIX hizo nacer una nueva forma de acabar con nuestros semejantes a escala industrial: la guerra biológica, es decir, el uso de microorganismos o venenos biológicos para acabar con el enemigo.
Esto no quiere decir que la guerra biológica, como tal, no existiese antes: ha existido siempre. La diferencia es que, al descubrir qué organismos microscópicos provocan diferentes enfermedades, pudimos emplearla de un modo muchísimo más eficaz; antes de eso lo hacíamos básicamente a ciegas.
Ni siquiera estamos seguros de cuál fue la primera vez que se empleó alguna forma de guerra biológica. Algunos científicos piensan que pudieron ser los hititas hacia el año 1300 a. C., aunque las fuentes históricas son confusas, como no podría ser de otro modo: no se conocía el origen microbiano de las enfermedades, los síntomas eran descritos de un modo muy vago, se mezclaba observación con especulación y magia…
El caso es que, en esa época, enemigos de los hititas sufrieron brotes de una enfermedad infecciosa: la tularemia. Se trata de una enfermedad bacteriana, producida por Francisella tularensis (aunque esto no lo sabían los hititas, ya que fue identificada en 1922), y a veces se la llama también fiebre de los conejos porque esos animales son uno de los reservorios de la enfermedad.
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Cultivo de Francisella tularensis [dominio público].
La tularemia es una enfermedad desagradable pero no demasiado peligrosa: alrededor del 7% de mortalidad si no se trata con antibióticos –y en el siglo XIV a. C., por supuesto, no se trataba– y sólo el 1% con ellos. Produce fiebre, inflamación de los ganglios linfáticos y los ojos. A veces, sin embargo, se extiende a los pulmones y entonces la mortalidad aumenta hasta el 50% si no se trata.
Varios brotes de tularemia surgieron en Oriente Medio hacia 1400 a. C., y tenemos testimonios en forma de cartas al Faraón Akhenatón procedentes de Simyra, una ciudad fenicia. Parece que lo más común era que llegase a las ciudades mediante burros y otros animales, que eran picados por tábanos que luego a su vez picaban a las personas –no es contagiosa entre seres humanos–.
Parece que los propios hititas, al robar animales a los fenicios de Simyra, se llevaron consigo la enfermedad y la sufrieron en sus propias carnes, pero poco despues pasó algo interesante. Los hititas fueron atacados por el reino de Arzawa (de cultura emparentada con la suya propia), en Anatolia occidental –hoy Turquía–. Mientras los hititas y los arzawos luchaban, de vez en cuando, en los caminos de Arzawa empezaron a aparecer carneros sueltos sin dueño aparente.
Los arzawos se los llevaban a casa, por supuesto: ¡un carnero era algo muy valioso! Y en los pueblos que recibían esos carneros empezaban a aparecer brotes de lo que, por la descripción de los síntomas, parece haber sido turaremia. Los arzawos llegaron a la conclusión de que los carneros estaban malditos de algún modo, algo que en cierto modo puede haber sido cierto.
¿Se trató de algo premeditado? Aunque algunos científicos piensan que sí, otros no lo tienen tan claro – ¿podían los hititas comprender siquiera que había una conexión entre los animales y la enfermedad? Tal vez, ya que tenemos noticia de que varias ciudades de la región, durante la epidemia de tularemia, impedían el paso de burros de las caravanas al interior de las ciudades porque sospechaban que sí había conexión. No lo sabemos, pero no me negarás que la historia es sugerente.
De lo que no nos caben muchas dudas, ya que se trata de un suceso más reciente y mucho mejor documentado, es del uso de una planta venenosa en la Primera Guerra Sagrada entre la Liga Anfictiónica de Delfos y la ciudad de Cirra, hacia el 590 a. C. No se trató en este caso de una enfermedad, sino de un veneno, de modo que es difícil diferenciar guerra biológica de guerra química, pero dado que era una planta venenosa creo que merece la pena que hablemos de ello, sobre todo porque en esta serie, al fin y al cabo, disfrutamos precisamente hablando un poco de todo.
En esa guerra entre griegos, los aliados de la Liga Anfictiónica estaban sitiando la ciudad de Cirra, que se había convertido en enemiga de Delfos –la del famoso Oráculo de Apolo–, un terrible error. Durante el sitio, los atacantes descrubrieron una tubería que llevaba agua potable a la ciudad. Aunque no está claro qué pasó después exactamente, ya que algunos historiadores de la Antigüedad dicen una cosa y otros otra, todos coinciden en algo – en un momento dado los sitiadores envenenaron el agua de la tubería.
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Posiblemente el primer agente biológico: eléboro negro o rosa de navidad [Archenzo Moggio/CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
La versión más antigua –y más cercana en el tiempo a los hechos– dice que un médico llamado Nebros tuvo una idea: utilizar una planta llamada eléboro negro o rosa de navidad. Se trata de una planta venenosa que produce, entre otras cosas, una terrible diarrea y puede llegar a provocar la muerte. Los médicos helenos usaban el eléboro blanco –pariente del negro pero menos tóxico– para purgar el sistema digestivo, pero en este caso el uso fue mucho más siniestro.
El agua de Cirra fue envenenada con el eléboro negro y los defensores sufrieron diarreas y vómitos tremendos; los atacantes aprovecharon la oportunidad, tomaron la ciudad e hicieron una carnicería en ella. Nebros había abierto las puertas a algo nuevo, poderoso y terrible.
Por una parte, el médico había empleado un conocimiento que supuestamente había recibido para ayudar al prójimo –el de las plantas con propiedades medicinales– para matar. Esto es algo que no sólo produce rechazo hoy en día, ya que muchos contemporáneos de Nebros, así como las generaciones inmediatamente posteriores que escucharon el relato de la toma de Cirra, respondieron con espanto.
En la entrada sobre la teoría microbiana de las enfermedades hablamos precisamente sobre un descendiente de Nebros, Hipócrates de Cos, por su teoría humoral, que seguro que recuerdas. Hipócrates es más conocido aún por el juramento hipocrático, en el que entre otras cosas el médico jura no emplear su conocimiento para causar daño. Es muy probable que la historia de su antepasado fuese una de las razones para la creación de esa parte del juramento.
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Hipócrates (ca. 460-370 a.C.), en un grabado de Rubens.
Pero, por otra parte, la sugerencia de Nebros funcionó. La Liga Anfictiónica tomó Cirra, probablemente gracias a su plan. Y si hay algo que el ser humano perdona fácilmente es el juego sucio que gana la partida. ¡Otra cosa muy diferente sucede si se pierde! Hablaremos de esto más detalladamente luego, pero creo que ves el dilema.
El veneno de origen biológico se ha empleado muchas otras veces y en muchos lugares, ya que es algo fácil de comprender y muy eficaz. Sólo he mencionado el sitio de Cirra por ser el primer caso documentado de su uso a gran escala, pero en lo que todos pensamos al hablar de guerra biológica es de microbios (normalmente bacterias, menos comúnmente virus), como en la tularemia hitita.
Los primeros casos en los que tenemos seguridad –no sospecha, como en el caso hitita– del uso de enfermedades infecciosas en la guerra son de la Edad Media. Suelen darse al sitiar ciudades, ya que en batallas rápidas no tiene sentido hacerlo: hace falta un período de incubación y de contagio para que la enfermedad realmente haga su efecto.
Creo que la primera ocasión en la que merece la pena hablar de guerra biológica intencionada es el sitio de Caffa en 1346. Seis años antes, en 1340, el Duque de Normandía había lanzado cadáveres de caballos y otros animales sobre las murallas de Thun-l’Évêque en el curso de la Guerra de los Cien Años, pero no es seguro que la razón haya sido un intento de contagiar a nadie, y de hecho nadie se contagió de nada. El caso de Caffa, sin embargo, es muy claro.
Esta ciudad era una posesión genovesa en lo que hoy es Crimea. En 1346 los tártaros súbditos de la Horda Dorada sitiaron la ciudad. Hubiera sido un sitio como cientos de ellos en esa época, pero en este caso sucedió algo nuevo. Para empezar, los propios tártaros sitiadores sufrieron el azote de una enfermedad de la que hemos hablado largo y tendido en esta misma serie: la Peste Negra, causada por una bacteria llamada Yersinia pestis.
El sitio de Caffa es especialmente interesante porque tenemos un testimonio contemporáneo, probablemente el resultado del relato de algunos supervivientes. Está escrito tan sólo dos o tres años después por un genovés, Gabriele De’ Mussi, que cuenta primero cómo la horrible enfermedad diezmó a los sitiadores:
" Era como si lloviesen flechas desde el cielo para golpear y destruir la arrogancia de los tártaros. Todos los cuidados y atención médica eran inútiles; los tártaros morían tan pronto como aparecían los signos de la enfermedad en sus cuerpos: bultos en las axilas o las ingles causadas por humores coagulados, seguidos de una fiebre pútrida."
Los bultos, como sabes si has leído el artículo de la peste bubónica, son los llamados bubones que dan nombre a la enfermedad: ganglios linfáticos inflamados. La moral del ejército tártaro, como puedes imaginar, se desplomó, y el sitio podría haber terminado allí si no fuera porque a alguno de los comandantes se le ocurrió una espantosa pero eficacísima idea: lanzar los cadáveres de los soldados muertos por la enfermedad sobre las murallas. Según De’ Mussi,
" […] ordenaron que se cargasen cadáveres en catapultas y se lanzasen sobre la ciudad, con la esperanza de que el hedor intolerable matase a todos los ocupantes. Se lanzaron lo que parecían montañas de muertos sobre la ciudad, y los cristianos no podían esconderse ni escapar de ellos, aunque tiraron tantos cuerpos como pudieron al mar. Y pronto los cadáveres putrefactos corrompieron el aire y envenenaron el agua, y el hedor fue tan horrible que ni uno de cada mil pudo huir de los restos del ejército tártaro. Además, un hombre infectado llevaba el veneno a otros, e infectaba a otras personas y otros lugares con la enfermedad simplemente al mirarlos. Nadie sabía ni pudo descubrir una manera de defenderse."
La Muerte Negra [dominio público].
Evidentemente el contagio no se producía “simplemente al mirarlos”, ni había corrupción alguna del aire ni el agua, pero el relato de Gabrielle De’ Mussi da una idea del horror que la táctica tártara produjo en la ciudad. Ahí está, de hecho, otra de las ventajas horribles del uso de la guerra biológica: no ya en el daño físico que produce, que en el caso de Caffa fue enorme, sino en el terror que provoca en quienes la sufren.
De acuerdo con De’ Mussi, algunos supervivientes que lograron escapar del sitio en barco llegaron finalmente a Messina y desde allí la Peste Negra se extendió por toda Europa. No estamos seguros de que así fuera, y en cualquier caso hubiera sucedido de todos modos tarde o temprano, pero es posible que la pandemia recibiese un empujón por parte de la Horda Dorada en Caffa. Lo que sí se extendió seguro por toda Europa fue la historia del genovés.
Ochenta años más tarde, la técnica de lanzar cadáveres sobre las murallas volvió a emplearse en un sitio, en este caso el de Karlstein. En 1422 ese castillo de Bohemia estaba siendo sitiado por Segismundo Korybutowicz, un partidario de Jan Hus, durante las Guerras Husitas. Este príncipe polaco decidió acelerar el sitio lanzando dos cosas sobre el castillo: cadáveres y excrementos. Un tipo agradable, Segismundo.
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Castillo de Karlstein [desconocido/CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
En este caso los cadáveres no parecen haber estado infectados de nada, aunque sí estaban putrefactos. Y el príncipe consiguió una enorme cantidad de excrementos para lanzar sobre las murallas. Desgraciadamente, a diferencia del caso de Caffa, el relato del que disponemos es de un historiador del siglo XVII –Antoine Varrilas–, de modo que no hay la misma inmediatez. Varrillas describe un episodio dantesco:
"Korybutowicz ordenó que lanzaran los cadáveres de todos los soldados muertos por los defensores y casi dos mil carretadas de excrementos sobre la ciudad asediada. El gran hedor hizo que se cayeran los dientes de la mayor parte de los defensores […]"
Quedan bastante claras dos cosas: por un lado, que tanto sitiadores como sitiados tenían la idea de que el hedor putrefacto conllevaba enfermedades. Esto significa que, independientemente de las consecuencias, la intención de Korybutowicz era emplear la guerra biológica, al menos de acuerdo con su conocimiento sobre el asunto, que era evidentemente escaso.
Por otro, que sea lo que fuese que afectó a los habitantes de Karlstein, no fue consecuencia de los lanzamientos de Korybutowicz. Por los síntomas, y dado que el sitio duró mucho tiempo, los defensores probablemente sufrieron escorbuto, que no es una enfermedad infecciosa sino consecuencia de la falta de vitamina C. Pero la táctica del polaco funcionó al menos en el aspecto psicológico que mencionaba antes: la gente pensaba que ese hedor sí traía enfermedades, luego el terror que sentían estaba ahí, fuera su origen verdad o mentira.
El caso es que tres siglos más tarde la táctica volvió a emplearse. No voy a aburrirte con muchos detalles, porque la historia es similar y sólo cambian cosas menores; el año fue 1710, y la ciudad Revel (hoy Tallin, capital de Estonia). Los sitiados eran suecos y los sitiadores rusos; una vez más hubo un brote de peste entre los sitiadores, y una vez más se lanzaron cadáveres infectados sobre las murallas, provocando el contagio y, sobre todo, el pánico. Sabemos que la ciudad cayó pronto, pero no si el lanzamiento de cadáveres tuvo que ver con ello o no.
Como ves, entre los siglos XIV y XVIII todos los casos de guerra biológica “primitiva” tienen tres cosas en común:
La enfermedad es a menudo la Peste Negra. Probablemente esto se debe a que es terriblemente contagiosa –aunque por entonces no se supiera cómo–, es mortal en un gran número de casos y, sobre todo, causaba un pánico atroz, con lo que la moral de los defensores se desplomaba.
La situación es siempre de asedio de una plaza fortificada. La razón es evidente: en una batalla puntual no tiene sentido usar esto, porque es muy rápida y no da tiempo a que pase nada más. En muchos casos, además, los sitiadores ya estaban sufriendo la enfermedad y trataban de “compartirla” con los sitiados.
La introducción del agente biológico se hace casi siempre mediante el lanzamiento de cadáveres infectados, ya que se trata de un sitio y hay murallas. Apenas había contacto directo –si es que lo había– entre atacantes y defensores, de modo que no había otros modos posibles de introducir la enfermedad en el interior.
Sin embargo, a mediados del XVIII hay un cambio radical en los tres aspectos, y la razón es que ya no se trata de batallas ni sitios en el Viejo Continente, entre pueblos que han estado en contacto durante muchos siglos: ahora se trata del enfrentamiento entre europeos y pueblos de otros continentes con los que no había habido contacto durante muchos milenios.
La situación es muy diferente porque varias enfermedades contagiosas eran muchísimo más peligrosas para los pueblos nativos del continente americano, ya que nunca habían estado expuestos a ellas. A diferencia del uso de la peste en la Edad Media, los europeos emplearon ahora enfermedades que eran mucho más terribles para sus enemigos que para ellos mismos, y la más usada de todas con diferencia fue la viruela.
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Virus de la viruela [dominio público].
Esta enfermedad no es bacteriana, como la peste, sino vírica, y ha sido erradicada gracias a las campañas de vacunación. Una de las diferencias más importantes con la Peste Negra, en lo que a nosotros respecta en este artículo, es que se transmitía muy fácilmente entre personas de manera directa –estando cerca de alguien infectado e inhalando el virus, por ejemplo– y también indirecta –entrando en contacto con objetos contaminados por el virus–. Aquí no hacen falta pulgas ni ratas ni nada parecido.
La viruela causó auténticos estragos en América y Australia, ya que sus poblaciones nunca habían estado expuestas a ella: la aparición de la enfermedad en la especie humana se produjo en Eurasia después de las migraciones a los otros continentes. Mientras que una epidemia de viruela entre europeos solía matar a un 20-30% de la gente, entre los nativos americanos o australianos llegaba a matar al 80-90%.
Casi desde el principio los estragos espontáneos de la viruela sobre los americanos fueron recibidos con alegría por los colonos europeos. En 1634 el primer Gobernador de la Colonia de la Bahía de Massachusetts decía en una carta al Reino Unido,
Respecto a los nativos, casi todos han muerto de viruela, y así nos ha entregado el Señor el derecho a cuanto poseemos.
La verdad es que era un Señor bastante poco misericordioso, pero a mediados del XVIII los europeos decidieron ayudarlo en su tarea. Al fin y al cabo, una enfermedad que mata a nueve de cada diez en un lado y dos de cada diez en el otro es más eficaz que cualquier ejército.
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Enfermedad mortal entre los indios”, grabado de 1853 [dominio público].
En 1763 británicos y franceses estaban enzarzados en una guerra por el control de parte del Canadá, y la tribu Delaware, entre otras, apoyaba a los franceses. Los Delaware amenazaban con tomar Fort Pitt, donde había una guarnición británica, y hubo varias conversaciones entre uno y otro bando. Muchos de los colonos estaban refugiados en Fort Pitt, y en un momento dado hubo un brote de viruela.
Tenemos el testimonio de lo que sucedió entonces en uno de esos encuentros entre nativos y británicos gracias a William Trent, un comerciante de Fort Pitt. Imagino que leer sus palabras te producirá el efecto que a mí:
Fruto de nuestro aprecio, les hicimos entrega [a los emisarios Delaware] de dos mantas y un pañuelo procedentes del hospital de enfermos de viruela. Espero que tengan el efecto deseado.
Hay otras ocasiones en las que tenemos bastante claro que los recién llegados infectaron intencionadamente a los nativos con viruela, pero en el caso de Fort Pitt tenemos la absoluta seguridad de que fue así, no sólo por el testimonio de Trent sino porque hay una retahíla de documentos sobre las mantas y los pañuelos: fue un plan cuidadosamente llevado a cabo para matar al enemigo empleando una enfermedad infecciosa.
Lo que cambió las cosas del todo, sin embargo, fue el descubrimiento de la teoría microbiana de las enfermedades en el siglo XIX, como vimos en el artículo anterior. En la última parte del siglo XIX se identificaron los microorganismos causantes de muchas enfermedades infecciosas, de modo que los científicos ya no actuaron a ciegas – y, como puedes imaginar, muy pronto hubo quien se planteó cómo utilizar ese conocimiento como arma.
Pero de eso hablaremos en la segunda parte de este artículo, cuando llegaremos a uno de los episodios más despreciables de la historia humana. ¡Hasta entonces!
Posted by Pedro Gómez-Esteban 2014/05/10 Biología, Ciencia, Hablando de...
ivan_077- Staff
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Re: Guerra biológica: historia de una infamia
http://eltamiz.com/2014/05/20/guerra-biologica-ii/
2014/05/20
En la primera parte de este artículo recorrimos la historia de la guerra biológica desde la Antigüedad, con hititas y griegos, hasta el momento en el cual descubrimos el origen microbiano de las enfermedades. Hasta ese momento, por lo tanto, quienes usaron la guerra biológica lo hicieron sin entender lo que había debajo. Incluso a finales del XIX el conocimiento era rudimentario y la capacidad de convertir microbios en armas era casi inexistente – pero todo cambió en el siglo XX.
Aviso: Aunque intentaré no ser demasiado explícito, se trata de un artículo duro, en el que se describen sucesos terribles que pueden resultar desagradables. Además hay alguna foto que puede hacer que se te encoja el estómago. Avisado estás si sigues leyendo.
La Gran Guerra de 1914, como ya hemos visto en esta serie, supuso el estallido de la guerra química, y lo mismo pasó con la guerra biológica, aunque en mucha menor medida. La razón vuelve a ser la misma que en la Edad Media: las enfermedades suelen necesitar semanas o meses para hacer estragos en el enemigo, y las batallas suelen ser mucho más rápidas. Los venenos químicos, como el gas mostaza, eran mucho más rápidos y eficaces.
Pero esto no quiere decir que no se empleasen agentes biológicos. Los únicos en hacerlo durante la Primera Guerra Mundial parecen haber sido los alemanes, y la enfermedad empleada fue fundamentalmente el carbunco, que ya apareció al hablar de la teoría microbiana de la enfermedad, ya que su descubrimiento por Robert Koch en 1875 supuso el triunfo de esta teoría patogénica. El ser humano tardó unos cuarenta años en usar el descubrimiento para matar: a veces somos unos perezosos.
La principal ventaja del carbunco como agente biológico es que, aunque es una enfermedad bacteriana –la bacteria es Bacillus anthracis–, la bacteria se reproduce por esporas. Estas esporas pueden permanecer inactivas bastante tiempo, de modo que es posible transportarlas sin problemas largas distancias sin preocuparse de mantener vivo ningún microorganismo.
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Esporas de Bacillus anthracis [dominio público].
El Imperio Alemán tenía agentes en muchos países, enemigos y neutrales, a los que hizo llegar esporas de carbunco mediante valijas diplomáticas. Estos espías lo emplearon fundamentalmente para infectar caballos y mulas: en la Gran Guerra aún eran animales muy importantes.
Los alemanes también utilizaron otra enfermedad de la que no había oído hablar en mi vida hasta investigar para este artículo: el muermo, causado por una bacteria llamada Burkholderia mallei. Se trata una vez más de una enfermedad que afecta sobre todo a los equinos, aunque puede ser contraída por el ser humano y produce neumonía, necrosis de la piel e inflamación de los ganglios; puede provocar septicemia y la muerte.
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Carretas de suministro tiradas por mulas en Francia, 1918 [dominio público].
Una vez más, Alemania lo empleó sobre todo para acabar con mulas y caballos en el frente oriental contra el Imperio Ruso. Muchas piezas de artillería rusas eran transportadas por mulas, lo mismo que los carros de munición, de modo que en este caso no se trataba tanto de un intento de bajar la moral enemiga como de un ataque a las líneas de suministro y la movilidad del enemigo.
El responsable más probable del programa de “sabotaje bacteriológico” alemán fue un espía llamado Anton Dilger. Se trataba de un médico con doble nacionalidad germano-estadounidense, que nació en Estados Unidos de padres de origen alemán pero estudió en Alemania. Cuando estalló la Gran Guerra, Dilger probablemente diseñó el programa de uso de muermo y carbunco en diversos países, y luego él mismo se llevó ambas enfermedades a los Estados Unidos.
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Anton Dilger (1884-1918) [dominio público].
El país americano era por entonces neutral, pero Alemania temía que países como Estados Unidos o Argentina, aunque no lucharan, proporcionasen ayuda a sus enemigos. Dilger, por tanto, estableció un laboratorio clandestino en su casa y se puso a realizar cultivos de carbunco y de muermo, para contagiar animales en los puertos y así, si Estados Unidos proporcionaba ganado vacuno a Francia o Reino Unido, las vacas estarían infectadas por una de estas enfermedades.
Irónicamente, este “esparcidor de enfermedades” fue víctima de una de ellas. En 1918 se encontraba en Madrid cuanto contrajo la terrible epidemia de gripe que a veces se llama gripe española, ya que fue en ese país donde se describió por primera vez, y murió allí. ¿Justicia poética?
Al final de la Gran Guerra los países involucrados quedaron tan horrorizados por el uso de armas químicas que decidieron hacer algo al respecto; naturalmente no habían estado tan horrorizados mientras las usaban ellos mismos durante la guerra. Las armas biológicas se metieron en el mismo saco, aunque como hemos visto no fueron empleadas tanto para matar personas como animales, y a una escala mucho menor que las químicas. El acuerdo se puso por escrito en el Protocolo de Ginebra en 1925, y fue registrado en la Liga de Naciones –la precursora de las Naciones Unidas– en 1929.
El protocolo, que aún sigue vigente, prohibe el uso de gases asfixiantes y venenosos, además de las armas bacteriológicas y víricas. El primer país en firmarlo fue Francia, en 1926, y luego lo fueron haciendo muchos más, hasta los ciento treinta y ocho actuales. Sin embargo, no todos lo han firmado igual: algunos países, como la propia Francia, Canadá o Brasil, no tienen ningún tipo de provisión especial, pero otros, como China o Estados Unidos, se reservan el derecho de usar armas biológicas o químicas contra países que las usen a su vez (es decir, “seremos buenos si el enemigo es bueno”). Finalmente, hay países que nunca han ratificado el Protocolo de Ginebra, como Mauritania, Colombia o Myanmar.
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Firmantes del Protocolo de Ginebra: en verde sin reservas, en azul con reservas pasadas pero no presentes, en amarillo con reservas implícitas, en naranja con reservas explícitas y en rojo los no firmantes [dominio público].
Algo que el Protocolo de Ginebra no prohibía era la investigación, el almacenamiento o el transporte de agentes biológicos ni químicos –pero ahora mismo nos interesan los primeros–. Al principio no parece haber habido mucha experimentación, ya que la principal preocupación tras la Gran Guerra eran los bombardeos aéreos que podrían venir más adelante, y que efectivamente vinieron, pero con el tiempo empezaron a iniciarse programas de guerra biológica en varios países.
El pionero en esto fue el Reino Unido. A instigación, entre otros, de Winston Churchill, los británicos crearon unidades de investigación y producción de los clásicos –tularemia y carbunco– además de brucelosis y botulismo. Cierto es que estas armas nunca fueron usadas, y que había sido Alemania en la Gran Guerra quien había abierto la caja de Pandora. Estados Unidos hizo algo parecido, en gran medida a sugerencia de los británicos, pero tampoco utilizaron este tipo de armas cuando estalló la guerra –aunque emplearon otras todavía peores, claro–.
Irónicamente los alemanes, que bajo el Tercer Reich eran de una brutalidad y falta de escrúpulos tremenda, no parecen haber desarrollado un programa de armas biológicas. Como ves, la Segunda Guerra Mundial estuvo a punto de escapar del horror de la guerra bacteriológica – pero sólo estuvo a punto. Quedaba Japón, tan brutal como Alemania, aunque menos sofisticado.
El Imperio japonés fue responsable de horrores que ponen la carne de gallina. En primer lugar, el Emperador Hirohito creó una unidad secreta del Ejército Imperial, la Unidad 731, cuyo nombre público era, tócate las narices, Departamento de purificación de las aguas y prevención de epidemias. La Unidad 731 tenía su base en Manchuria, en una región controlada por los japoneses.
Esta unidad secreta realizó multitud de experimentos abominables con seres humanos –casi todos chinos, algunos rusos– para el desarrollo de armas biológicas y químicas. Japón había quedado enormemente impresionado con el uso de gases venenosos en la Batalla de Ypres, que mencionamos al hablar de Fritz Haber–. En esa batalla los aliados sufrieron unas quince mil muertes por armas químicas, lo que demostró su eficacia espantosa.
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Shirō Ishii, comandante de la Unidad 731 (1892-1959) [dominio público].
El general Shirō Ishii, con el apoyo del coronel Chikahiko Koizumi –que había presenciado la Batalla de Ypres–, fundó la Unidad 731 en 1930 y pronto comenzaron horrores que no puedo describir con gran detalle porque no tengo estómago, e imagino que tú tampoco. Los científicos de la 731 estaban interesados en conocer el efecto de diversas enfermedades sobre los diferentes órganos con la mayor precisión posible. Para ello infectaron a bebés, niños y adultos con diferentes enfermedades contagiosas y luego los viviseccionaron sin anestesia para ir comprobando el estado de sus órganos. Y esto ni siquiera es lo peor que hicieron con ellos. Creo que no debo seguir, ¿verdad?
Entre 3 000 y 12 000 personas murieron en el infierno de la Unidad 731, uno de los episodios de la especie humana que, en mi opinión, no debemos olvidar jamás, por más vergüenza que nos produzcan. Cuando alguien afirme que no somos capaces de hacer algo tan horrible, recuerda las palabras de uno de los cirujanos de la 731, Ken Yuasa:
"Durante mi primera vivisección tenía miedo, pero la segunda vez fue mucho más fácil. La tercera ya no me importó."
Escalofríos. Hipócrates hubiera llorado. Yo prefiero cagarme en la concha de su reputa madre.
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La Unidad 731 experimentando con seres humanos [dominio público].
El resultado de años de investigación sin el menor resquicio de humanidad fue el desarrollo de multitud de armas biológicas y químicas que el Imperio empleó en la Segunda Guerra Chino-Japonesa –que empezó un par de años antes que la Segunda Guerra Mundial y luego se convirtió en parte de ella–, contra los chinos y contra los rusos. Se trató, esta vez sí, del uso a gran escala por parte de una potencia con conocimiento científico para matar usando organismos patógenos, y Japón lo hizo con eficacia. Ya lo creo que sí.
Los aviones japoneses soltaron multitud de bombas con contenido bacteriológico y vírico sobre China. El propio Shirō Ishii había sugerido en 1938 el uso de bombas de cerámica con pulgas portadoras de Yersinia pestis –la bacteria responsable de la peste bubónica–, y otras con carbunco, botulismo o viruela. Algunas de estas bombas contenían Vibrio cholerae, una bacteria que conoces bien por los artículos sobre la teoría patogénica de la enfermedad, ya que es la responsable del cólera. Las bombas con Vibrio cholerae se dejaban caer, por ejemplo, sobre embalses de agua potable, de modo que miles de habitantes de las ciudades y pueblos cercanos contrajesen el cólera. La peste bubónica arrasó con pueblos enteros, lo mismo que la viruela.
Es cierto que muchas de estas enfermedades ya no eran tan terroríficas como antes, puesto que existían antibióticos contra ellas (aunque algunas, como la viruela, no eran bacterianas sino víricas), pero el país estaba envuelto en una guerra terrible con el Japón, y además el número de afectados en áreas rurales era tan descomunal que murió gente en masa. El objetivo era, como suele pasar con ataques de este tipo, doble: por una parte reducir la capacidad de reacción del gobierno, ya que era necesario emplear recursos para combatir las infecciones o dejar a la población morir –adivina qué tendió a hacer China–, y por otro sembrar el terror.
No es fácil estimar cuánta gente murió por las bombas biológicas de la Unidad 731, pero en un simposio celebrado en 2002 se dijo que podían rondar el medio millón. ¡Medio millón de personas! Una vez más, el problema de estos horrores es que funcionan: además de la muerte, el terror cundió entre las poblaciones que de pronto empezaban a sufrir terribles enfermedades infecciosas.
Puede que te consuele saber que Japón terminó perdiendo la guerra, y me encantaría contarte que entonces por fin se hizo justicia: que los monstruos de la 731, Shirō Ishii el primero, pagaron por sus horrendos crímenes. Desgraciadamente, no fue así, y por una razón muy sencilla: la experimentación con seres humanos desprovista del menor resquicio de misericordia funciona muy bien. La Unidad 731 disponía de científicos con una experiencia tremenda en la guerra biológica.
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Douglas MacArthur junto al Emperador Hirohito en 1945 [dominio público].
Dicho de otro modo, eran útiles para los vencedores. Casi todos fueron exonerados de sus crímenes –Shirō Ishii el primero–, y muchos de ellos terminaron trabajando en el desarrollo de armas biológicas en los Estados Unidos. Douglas MacArthur evitó que fueran juzgados, ya que consideró que era más provechoso para los intereses de su país utilizarlos que ejecutarlos. Desestimólas acusaciones de los rusos respecto al tema ( los sovieticos habian juzgado y ejecutado a más de una decena de criminales de la ! en la ciudad de Jávarosk y algunas victimas lanzaron una protesta, pero MA los descalificó tildandolos de propaganda comunista, nota de I )
Afortunadamente el caso de Japón no fue el comienzo de un nuevo y horrendo tipo de guerra: no han vuelto a emplearse armas biológicas a una escala tan grande desde entonces. Naturalmente, esto no fue por bondad: las grandes potencias simplemente habían encontrado un tipo de arma aún más espantosa, un horror que dejaba la tularemia o la peste como inocentes cuentos de niños: las armas atómicas.
Eso sí, durante la Guerra Fría todo el mundo siguió investigando sobre armas biológicas: Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética… todos ellos se centraron en los habituales: tularemia, peste y, sobre todo, carbunco –por las esporas–. Los años 50 y 60 supusieron grandes avances, aunque no tanto en el desarrollo de agentes patógenos como en el diseño de maneras más eficaces de dispersarlos que las primitivas bombas cerámicas japonesas.
Las nuevas bombas bacteriológicas eran metálicas y más sofisticadas que las de Ishii. Algunas simplemente tenían una carga explosiva que dispersaba el agente biológico. Otras, una vez lanzadas, según caían por el aire, abrían espitas que soltaban un chorro de agua contaminada en todas direcciones. La bomba iba girando mientras caía, dispersando así el agente patógeno por un área lo más extensa posible. En cualquier caso no se trataba de bombas independientes, sino de submuniciones que irían dentro de misiles, como el MGM-29 Sergeant, que podrían ir soltando estas pequeñas bombas dispersoras por una región aún mayor.
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MGM-29 Sergeant [dominio público].
Una sola bomba biológica M143, soltada por un MGM-29 Sergeant, podía extender la tularemia en un área de unos 18 km2 con un porcentaje de infección del 50%. Como he dicho otras veces, el ser humano es de una eficacia sorprendente cuando su objetivo es matar a otros seres humanos.
Sin embargo, las armas biológicas de los 50 y 60 no sólo estaban diseñadas para matar seres humanos. En el Laboratorio de Guerra Biológica de Fort Detrick, en Maryland, se desarrollaron también formas de matar cosechas y animales. Al fin y al cabo, en una guerra de larga duración con otra gran potencia el suministro de alimentos es fundamental, y acabar con la capacidad del enemigo de abastecerse puede ser tan eficaz como matar miles de personas.
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El Laboratorio de Guerra Biológica de Fort Detrick en Maryland, en los años 40 [dominio público].
Podrías pensar que el modo más lógico de acabar con cosechas enemigas es el uso de herbicidas normales y corrientes, y desde luego estaba en los planes de casi todo el mundo. Sin embargo, aquí también hay una ventaja en el uso de armas biológicas, aunque sea como complemento de las químicas: la superficie total afectada.
Si un escuadrón de aviones sueltan herbicidas sobre un cultivo y matan las plantas, el efecto será sobre la superficie de cultivos atacada. Pero si el mismo escuadrón utiliza hongos o bacterias patogénicos que atacan a las plantas, el efecto es diferente; por un lado es más lento, ya que hay un período de incubación y el desarrollo de la enfermedad requiere su tiempo. Pero, por otro lado, la enfermedad puede extenderse a otros cultivos. De este modo es posible, a medio plazo, destruir la agricultura de una región entera.
Lo mismo sucede con enfermedades que afecten a la ganadería. La Unión Soviética, por ejemplo, desarrolló un programa llamado Ecología (y luego dicen que no hay sentido del humor en la guerra) que hacía justamente esto. Aviones llevarían una mezcla de varias enfermedades en tanques que esparcirían los patógenos sobre las granjas. Para asegurarse de que el enemigo se quedaba sin nada que echarse a la boca, los tanques cargarían cuatro microorganismos diferentes:
El Aphthovirus responsable de la fiebre aftosa o glosopeda, una enfermedad altamente contagiosa que afecta a vacas, ovejas, cabras y cerdos.
El virus de la gripe porcina africana, que afecta a los cerdos.
El virus de la peste bovina, que afecta a las vacas.
La bacteria Chlamydophila psittaci, responsable de la psitacosis que afecta a muchas aves –su objetivo eran las gallinas, claro– y además también pueden adquirir los seres humanos.
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Ganado muerto por peste bovina en Sudáfrica, 1896 [dominio público].
Vamos, un cóctel delicioso. Afortunadamente los soviéticos nunca lo usaron contra nadie, pero puedes imaginar la cantidad de sufrimiento feroz que hubiese provocado en la población si hubiera habido una guerra. Sí, no es una bomba nuclear, pero sus efectos hubieran sido demoledores.
El final de los años 60 supuso también el ocaso en el desarrollo de armas biológicas. Sólo los británicos lo habían hecho antes: en 1956 el Reino Unido canceló de manera unilateral su programa de guerra biológica ofensiva. La Unión Soviética y los Estados Unidos siguieron unos trece años más.
En 1969 tanto el Pacto de Varsovia como el Reino Unido presentaron propuestas en las Naciones Unidas para la prohibición de armas biológicas. El mismo año de 1969 los Estados Unidos renunciaron a su programa bacteriológico y destruyeron su arsenal, y en 1972 las grandes potencias y muchos otros países firmaron una convención nueva, más explícita que el Protocolo de Ginebra. Se trataba de la Convención sobre armas biológicas (el nombre oficial es mucho más largo), y fue firmada por casi todos los países del mundo.
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Países firmantes de la convención de 1972: en verde los países que han firmado y ratificado la convención, en amarillo los que han firmado pero no la han ratificado y en rojo los no firmantes [Allstar86/CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
La convención de 1972 era más estricta que la de 1925, ya que no sólo prohibía el uso de este tipo de armas, sino su desarrollo y el almacenamiento de agentes patógenos con ese propósito. Y las grandes potencias lo firmaron muy probablemente por una razón de gran importancia: las armas biológicas no serían las que decidirían el destino del mundo, que era lo que ellas se estaban jugando.
Pero tal vez sea demasiado cínico. Es cierto que, al menos en parte, éramos más conscientes del horror de este tipo de guerra. Como hemos visto a lo largo del artículo, las armas biológicas no deciden batallas, porque son demasiado cortas. Además, afectan de un modo desproporcionado a los civiles, ya que no son fácilmente controlables. Sea como fuere, en 1972 por fin la cosa… ¿se detuvo?
No, por supuesto que no. La Unión Soviética siguió con su programa ofensivo llamado Biopreparat, durante toda su existencia como país. Este programa de armas biológicas disponía de unos 30 000 empleados y desarrolló multitud de armas bacteriológicas, sobre todo de carbunco, aunque gracias a Dios nunca fueron usadas en la guerra. En 1979, debido a un error en uno de los laboratorios cerca de Sverdlovsk (la moderna Ekaterimburgo), una cepa de carbunco escapó y mató a un centenar de personas.
No creo tampoco que la U.R.S.S. fuera la única entre las grandes potencias: simplemente estamos seguro de ello por el testimonio de científicos que trabajaron en el programa. Muy probablemente la moderna Rusia tiene algún tipo de programa secreto, lo mismo que EE. UU. y seguramente otros países. También estoy bastante seguro de que ninguno de los “grandes” empleará este tipo de armas en el futuro: simplemente no merece la pena.
Otra cosa diferente son países más pequeños y desesperados, lo mismo que grupos terroristas – recuerda que el terror psicológico que producen este tipo de armas es una de sus ventajas fundamentales. En muchos casos se trata de países sin recursos para tener acceso a armas nucleares, por ejemplo, y temerosos de que otros países los invadan o se inmiscuyan en sus propias invasiones. Disponer de armas espantosas puede ser disuasorio… o lo contrario, por supuesto. El caso es que después de 1972 las grandes potencias desaparecen del mapa en este asunto.
Durante la Guerra Civil de Rodesia entre 1964 y 1979, el gobierno autoproclamado de Rodesia contaminó ríos de la frontera con Mozambique con Vibrio cholerae, y extendió el carbunco entre los animales y la población. Su objetivo era debilitar al Ejército de Liberación Nacional Africana de Zimbabwe –que al final de la guerra era controlado por Robert Mugabe–, pero el efecto real fue el de casi siempre: el sufrimiento de la población local sin consecuencias de importancia para la guerra.
El Irak de Saddam Hussein también produjo grandes cantidades de armas biológicas que, por lo que sabemos, nunca utlizó. Antes de la Primera Guerra del Golfo Irak llegó a almacenar unos 19 000 litros de botulina, la toxina del botulismo. Muy probablemente también tenía armas biológicas en la Segunda Guerra del Golfo, y no está muy claro si las usó o no.
El uso más famoso de armas biológicas por parte de grupos terroristas se produjo poco después del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York. Varios periodistas y políticos recibieron cartas que contenían esporas de carbunco – una vez más, la utilidad de esta enfermedad bacteriana es precisamente su modo de reproducción por esporas.
Unas diecisiete personas se contagiaron de carbunco y cinco personas murieron. El efecto fundamental fue, como suele suceder, el pánico, que es como hemos visto uno de los efectos más deseados al emplear la guerra biológica. Las esporas de carbunco procedían todas de la misma cepa de bacterias, como se reveló al hacer un estudio genético. Esta cepa a su vez provenía de un laboratorio, el de Fort Detrick en Maryland –hay una foto del mismo laboratorio en los años 60 más arriba–.
Por lo tanto, los sospechosos principales fueron precisamente los científicos que trabajaban allí, ya que no sólo tenían acceso a la cepa empleada en los ataques como el conocimiento necesario para utilizarla de manera eficaz. Al principio se sospechó de uno de ellos llamado Steven Hatfill, pero en 2005 el cerco se cerró sobre Bruce Edwards Ivins, un científico de Fort Detrick que había sido uno de los expertos empleados por el FBI para analizar las esporas desde el principio… es lo que pasa cuando quienes saben lo suficiente para ayudarte son los mismos que saben lo suficiente para haber sido los responsables del crimen que investigas.
Ivins terminó suicidándose en julio de 2008, y no me ha quedado muy claro si su inestabilidad mental ya existía antes y fue la causa de que enviase cartas con esporas, o bien no tuvo nada que ver con el asunto y no pudo soportar la tensión debida a la investigación agresiva por parte del FBI. En cualquier caso me da la impresión de que, oficialmente, la investigación terminó con su muerte.
En lo que a nosotros respecta en este artículo, lo importante de estos ataques es que reflejan una vez más las características principales del uso de microorganismos: el pánico que producen, la impredicibilidad de sus efectos colaterales –ya que personas que no eran el objetivo de los sobres también se infectaron– y, generalmente, lo limitado de sus consecuencias a largo plazo.
De estas características, en mi opinión, hay dos que convierten a las armas biológicas en algo horrible. Entiendo que muchos lectores pueden considerar como horribles todas las armas, o como Fritz Haber pueden pensar que la muerte es muerte independientemente de su causa, pero tras haber leído este ladrillo en dos partes creo que puedo convencerte de que no todo es lo mismo.
En primer lugar, la muerte y el sufrimiento producidos por la guerra biológica son indiscriminados. Incluso si consideramos que a veces el uso de la fuerza y las armas es necesario –y yo así lo creo, aunque por supuesto puedo estar completamente equivocado–, en mi opinión debe ser del modo más limitado y certero posible. Pero las armas biológicas no son un bisturí, sino un mazo: se llevan por delante todo lo que se ponga en su camino.
Por lo tanto es casi seguro que este tipo de armas matan y hacen sufrir a un número desproporcionado de gente, que en muchos casos ni son combatientes ni nada parecido; la mayor parte de las veces su muerte ni siquiera altera el resultado de la guerra, pero es imposible restringir su efecto tan sólo a unos cuantos.
En segundo lugar, se trata de armas cuyo efecto es poco predecible. Con esto me refiero a que una vez arrancada una oleada de infecciones por un patógeno, es dificilísimo saber qué va a pasar a largo plazo. Un ataque químico, aunque también sea horrible, está limitado en el espacio y en el tiempo, porque el agente químico de que se trate no se reproduce ni se expande indefinidamente. ¡Pero una enfermedad vírica o bacteriana sí! De hecho, no sólo es esto horrible sino también ineficaz: es perfectamente posible emplear un arma bacteriológica contra alguien y que acaben muriendo los de tu propio bando. ¿Justicia poética?
Hablando de justicia poética, la misma humanidad que había usado el conocimiento científico para matar usando enfermedades como la viruela dedicó luego sus esfuerzos para erradicarla, y esa enfermedad fue la primera enfermedad infecciosa humana –y la única hasta el momento– en ser erradicada utilizando la ciencia.
Pero hablando de la viruela…
Para saber más:
Biological warfare at the 1346 siege of Caffa [cdc.gov]
Biological warfare before 1914 [webcache.googleusercontent.com]
Guerra biológica/History of biological warfare [wikipedia.org]
Unit 731
Posted by Pedro Gómez-Esteban 2014/05/20 Biología, Ciencia, Hablando de...
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Re: Guerra biológica: historia de una infamia
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