Nuevos mitos de la guerra contra el narco
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Nuevos mitos de la guerra contra el narco
Nuevos mitos de la guerra contra el narco
Joaquín Villalobos ( Ver todos sus artículos )
En el siguiente ensayo Joaquín Villalobos refuta las varias lecturas sobre la violencia que en los últimos años se han publicado en nexos. Para este analista, la violencia no es un problema generado por una estrategia gubernamental fallida. Es el indicador del aumento de la densidad criminal como producto de una “aversión al conflicto” que durante mucho tiempo llevó a administrar los problemas en vez de resolverlos. Villalobos confronta a quienes, tomando como bandera los altos niveles de violencia, exigen poner alto a la lucha contra el crimen organizado o solicitan cambios de estrategia a partir de argumentaciones que él considera endebles. Los puntos centrales del debate, afirma, no están en cómo administrar el crimen, sino en cómo construir Estado y ciudadanía
Pobreza analítica y populismo pacifista
México enfrenta cinco duras realidades con relación al tema de la lucha contra el crimen organizado y la inseguridad: 1. La violencia es inevitable. 2. Tomará bastante tiempo controlarla. 3. No hay atajo, salida fácil, ni solución rápida posible. 4. No existe un “culpable”, porque lo que se está viviendo es el resultado de un proceso histórico. 5. La violencia sólo se reducirá con un gran esfuerzo en dos aspectos: el fortalecimiento y transformación profunda de las instituciones de seguridad y justicia, y un cambio de los ciudadanos con respecto al valor que tienen la ley y el orden en una sociedad democrática. México tiene sobradas capacidades intelectuales y suficientes recursos materiales para resolver el problema, pero ha venido enfrentando dificultades para entender lo que está pasando.
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En general, en otros países, a los gobiernos se les exige eficiencia para controlar a los violentos o delincuentes porque la gente entiende que éstos son los que generan la violencia. En México, por el contrario, la demanda es que termine la violencia; y esto deriva en que hay sectores de la sociedad que exigen paz a toda costa, culpando al gobierno por la violencia y le piden que deje de perseguir a los violentos. Generándose lo que podemos calificar como “populismo pacifista”.
La realidad es que la violencia es simplemente una manifestación del problema; es un indicador de lo que Guillermo Valdés, ex director del CISEN, ha llamado crecimiento de la “densidad criminal”, y que consiste en la suma de: la existencia de organizaciones nacionales y regionales con amplia presencia territorial; el crecimiento de los brazos armados de los cárteles, hasta convertirse en “ejércitos privados”; la expansión de sus sistemas de información y la creciente disponibilidad de armas; la penetración, cooptación o intimidación de algunos sectores sociales, claves para la actividad criminal. Todo ello en un contexto de profunda debilidad institucional y un mercado de drogas —internacional y nacional— cambiante, que afecta sus ingresos.
Detrás de análisis supuestamente sofisticados para demandar el final urgente de la violencia, subyace la idea de que lo mejor hubiera sido evitarse el conflicto y continuar conviviendo con los grupos criminales. En otras palabras: administrar el problema en vez de resolverlo. A esto obedecen ideas como tregua o negociación.
En el fondo, lo que ocurre es que hay una distribución desigual de los riesgos que genera un escenario muy complejo. Para unos la violencia propicia un problema de percepción por el impacto de noticias atemorizantes; pero para otros lo principal son los delincuentes como parte de su realidad cotidiana, ante la cual viven sometidos y humillados. Obviamente, no es lo mismo hablar de convivir con criminales desde Santa Fe, Polanco o la Condesa, que soportarlos en Ciudad Juárez, Nuevo Laredo o Michoacán.
Esta realidad termina dividiendo a las elites del país sobre si era o no indispensable actuar. Un escenario de unidad sólo hubiese sido posible si la amenaza fuera percibida de igual manera por todos, pero esto hubiera implicado actuar hasta que el problema se agravara más, como ocurrió en Colombia.
En ese sentido, decirle a la sociedad que son necesarios sacrificios, tiempo y mucho trabajo para resolver el problema es nadar contra corriente. Lo más sencillo y rentable es sintonizarse con el auditorio, señalar un culpable y presentar ideas populistas sobre la paz que supuestamente resolverían la violencia rápido, con poco esfuerzo y sin mucho ruido. Por ello han tenido tanto éxito mediático enfoques analíticos evidentemente pobres.
Aversión al conflicto
Tiene razón mi amigo Jorge Castañeda cuando en su excelente libro Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos1 habla de un rasgo cultural de la sociedad que él llama “aversión al conflicto”. Dice Castañeda que este rasgo “resulta disfuncional para la incipiente democracia mexicana e impide su desarrollo”. La tesis de Castañeda de “aversión al conflicto” como rasgo cultural mexicano se ha visto reflejada en distintos hechos de los últimos años, como la decisión de no construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México porque un pequeño grupo de habitantes de una comunidad se opuso; también apareció cuando las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México permanecieron tomadas por una minoría de estudiantes durante un año; igual lo vimos cuando el gobierno de Oaxaca fue virtualmente derrocado y mantenido bajo control rebelde durante seis meses. No es casual que se diga que México es la ciudad con la mayor cantidad de protestas callejeras, plantones y ocupación de plazas (algunas durante años) en todo el planeta. Hay, en general, temor a poner orden, no importa cuánto se afecte el interés colectivo, con tal de “evitarse un pleito”.
Lo que Castañeda llama “aversión al conflicto” no es exclusivo de México, se trata en realidad de un rasgo cultural del subdesarrollo, común a otras sociedades. En Colombia, por ejemplo, se referían a ella como la “cultura del atajo”, que consiste en buscar un camino que evite enfrentar —y por tanto resolver— un problema. El Estado colombiano se tomó demasiado tiempo para asumir la responsabilidad de confrontar a las decenas de grupos armados que le disputaban autoridad en extensas zonas de su territorio. Igual que en México hubo quienes en su momento cuestionaron que se combatiera al crimen organizado porque decían que eso generaría violencia. Los costos para Colombia de haber atrasado la decisión de confrontar fue la expansión del problema, 30 años de guerra, más de 300 mil muertos y tres millones de desplazados.2
“Aversión al conflicto” significa administrar problemas en vez de resolverlos, lo que deriva en convivir con éstos hasta que exploten. Jorge Castañeda lo dice de forma más clara cuando dice que los mexicanos “son renuentes a elegir entre polares o binarios. En pocas palabras, queremos siempre ‘chiflar y comer pinole’, o ‘#$%!& y dar de topes’ ”.3 Los colombianos, al enfrentar mediante campañas mediáticas esta disfuncionalidad, la señalaban como “cinismo” que debía ser superado por el civismo. Es justamente este rasgo cultural lo que conduce a analizar el problema de la seguridad en México desde la lógica de los criminales, en vez de revisar y fortalecer las capacidades propias del Estado y los ciudadanos. Muchas de las tesis que se oponen a confrontar al crimen organizado intentan encontrar caminos para volver pacíficos a los criminales, en vez de fortalecer al Estado para que controle a los delincuentes. Lo primero les luce más confortable que lo segundo porque depende de los criminales, mientras que lo segundo requiere un gran esfuerzo propio. Sin embargo, lo que ocurrió en México es que se agotó la posibilidad de continuar con una seguridad basada en administrar el delito. El control social centralizado, que era el componente principal de ese modelo, se debilitó con la pluralidad que trajo la democracia.
El viejo modelo de administración de los conflictos en su momento fue muy exitoso. México tiene en su historia reciente niveles de represión política comparativamente muy bajos con respecto al resto de Latinoamérica. La cooptación como primer recurso para enfrentar protestas sociales o grupos rebeldes funcionó muy bien y dejó un valioso legado de tolerancia. Mientras los sindicalistas mexicanos se volvían millonarios, los de Centroamérica y Sudamérica eran asesinados. Sin embargo, la cooptación creó redes clientelares, desnaturalizó los movimientos sociales, fomentó la corrupción y volvió caótica la capital y otras ciudades del país. La cultura de movilizaciones y protestas pagadas acabó con su carácter de recurso espontáneo de excepción. Al punto que éstas se han deslegitimado y convertido en un ejercicio clientelar sin ningún valor de presión. La disfuncionalidad de los movimientos sociales y sindicatos estratégicos tendrá que ser enfrentada y resuelta tarde o temprano.
Igualmente, el viejo modelo de seguridad está en una profunda crisis y por ello hay tanta violencia. México necesita mandar al baúl de los recuerdos su viejo sistema de creencias sobre “caudillos que controlaban todo”; “delincuentes armados que eran sólo unos contrabandistas pacíficos” y “policías mal pagadas, poco educadas, corruptas y abusivas que funcionaban”. Ya no queda más opción que sustituir esas ideas, ahora reaccionarias, por un ideario progresista y modernizante sobre lo que implican la seguridad y la justicia en una sociedad democrática. El éxito del documental Presunto culpable es una señal de esa demanda de modernización. Historias similares podrían documentarse sobre las policías, las prisiones, la corrupción, o sobre la complicidad y tolerancia social al delito.
10 argumentos para evadir el conflicto
Han tomado carta de naturalidad en el debate público mexicano al menos 10 argumentos para evadir el conflicto, argumentos de aversión al riesgo y cultura del atajo. Son los siguientes.
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1. Primero debió prepararse la fuerza. El crimen organizado es un enemigo que se come al Estado por dentro. En México ya dominaba algunas ciudades y zonas del país, controlaba el Aeropuerto Internacional de la capital, otros aeropuertos, puertos, prisiones, y había penetrado a las instituciones municipales, estatales y federales de seguridad y justicia. Postergar la decisión de actuar por evadir el conflicto era permitirle que siguiera creciendo. En una situación así la determinación para contener es mucho más importante que esperar hasta poder hacerlo en un escenario perfecto. La primera medida es expulsar al enemigo de los puntos vitales, después hay que organizarse sobre la marcha e ir a buscarlo a las zonas donde éste es más fuerte. En realidad, decir “primero debimos prepararnos” es decir de forma indirecta que “no debimos actuar”.
2. Se debe priorizar la prevención. La prevención supone actuar antes de una emergencia, no se puede aplicar una política preventiva para evitar lo que ya está pasando. El dilema entre prevención o represión es normalmente presentado como si se tratara de alternativas separadas, cuando en realidad ambas son indispensables para la seguridad. La dosis de una u otra depende del nivel de desarrollo que tenga la amenaza que se está enfrentando. Las políticas sociales no pueden reducir la densidad criminal ya existente y tampoco pueden transformar en buenas personas a los miles de asesinos que ya están matando en las calles. En una situación como la que enfrenta México es tan importante tener suficientes escuelas y maestros para garantizar seguridad en el futuro, como tener suficientes prisiones y policías para garantizar la seguridad en el presente. En otras palabras, no hay manera de evadir el conflicto y evitar la necesidad de reprimir a los delincuentes.
3. Se debe usar más la inteligencia. Lo que la mayoría de la gente sabe de inteligencia viene del imaginario que se construyó con la propaganda de la época de la Guerra Fría. Así que cuando se habla de inteligencia se piensa en superhombres expertos en todo que se infiltran en las filas enemigas. La realidad es, en sentido práctico, bastante más sencilla y, en sentido social, bastante más compleja. La base de la inteligencia es el control social y territorial. Esto es lo que permite contar con redes de informantes y reclutar personas que pueden infiltrarse de forma natural en las filas enemigas, sin necesidad de ser superhombres. Una vez que se tiene ese dominio se producen capturas que permiten reclutar criminales y convertirlos en informantes. Estados Unidos suele tener mucho éxito con los criminales extraditados que al arribar a su territorio se desmoralizan al saber que allí no serán dueños de la prisión. Esto los lleva rápidamente a confesar y colaborar. Pero en México eran los criminales quienes dominaban socialmente en sus zonas y quienes habían reclutado a policías y funcionarios. Con esto podían anticiparse a los movimientos de la autoridad y realizar sus actividades con seguridad. Cuando las fuerzas federales empezaron a disputarles el control territorial y comenzaron a realizarse capturas que permitieron obtener más información para lograr nuevas capturas, se abrió un ciclo ascendente de resultados que ha llevado a capturar a 20 de los 37 capos más buscados. Es indispensable usar más inteligencia, pero la inteligencia no se construye en el imaginario, ni surge sólo de una reforma administrativa o legal, o gastando más dinero. La inteligencia no es un instrumento mágico que permite evadir el conflicto y resolver el problema con acciones quirúrgicas rápidas y fáciles, como en las películas. Para tener el dominio de inteligencia, entre otras cosas, hay que recuperar autoridad en el terreno, depurar las corporaciones propias y controlar de verdad las prisiones.
4. Hay que negociar o acordar una tregua. Ésta es una de las formas más ingenuas, directas y desesperadas de pretender evadir el conflicto. Comenzó como una idea pragmática de sectores conservadores, pero ahora ha sido asumida incluso por algunos sectores de la izquierda. Más allá de las dificultades legales que implica, es impracticable. Lo que existe es, esencialmente, una guerra entre cárteles, por lo tanto el Estado tendría que convertirse en mediador y reconciliador de los criminales. Proponerse una negociación implica responderse estas preguntas: ¿cómo se negociaría?, ¿quiénes representarían al Estado y quiénes a los criminales?, ¿qué se negociaría?, y ¿cuáles serían las garantías para que unos tipos que decapitan, descuartizan y masacran cumplan su palabra? Cuando se habla de negociar se está confesando debilidad propia y se está reconociendo legitimidad a los criminales. Esa legitimidad criminal se convierte en autorización para que funcionarios y agentes de las instituciones de seguridad y justicia acepten colaborar con los delincuentes por temor o por dinero. Si “El Chapo” es como “Marcos” y el “Cártel de Sinaloa” es como los “zapatistas” no hay problema.
5. Hay que utilizar las tácticas disuasivas que utiliza Estados Unidos. Esta otra forma de evadir el conflicto está fundada en las ideas del académico Mark Kleiman, cuyas propuestas están basadas en el uso quirúrgico de la coerción contra los grupos más violentos. Estas ideas han servido para desarrollar diversos programas de seguridad por parte de académicos e instituciones policiacas en varias regiones de Estados Unidos y han tenido éxito en algunos casos, como en Boston (Boston Gun Project or Operation Ceasefire) y en St. Louis (Knock and Talk-Consenttosearch Project). Sin embargo, otros proyectos fundados en los mismos principios no pudieron demostrar su éxito —como fue el caso de programas similares en Los Ángeles y Atlanta—. Todos estos programas fueron desarrollados para aplicarse en zonas pequeñas y buscan el control del uso de armas de fuego por parte de jóvenes involucrados con pandillas, y no para el control de la violencia ejercida por organizaciones criminales regionales o nacionales, con “ejércitos” de sicarios fuertemente armados. Kleiman desarrolló su teoría con base a la realidad de Estados Unidos, donde existen instituciones fuertes y sólidas y donde no hay territorios en los cuales la soberanía del Estado esté cuestionada por los delincuentes. Estados Unidos es, además, la primera potencia policial y militar del planeta, posee un poder judicial que funciona, un sistema de prisiones que no está bajo control criminal y una elevada cultura de legalidad en los ciudadanos. En otras palabras, ni los programas experimentales ni las teorías que los sustentan fueron pensados para las selvas colombianas, las favelas brasileñas, el Petén de Guatemala, las maras de San Salvador, los barrios de Ciudad Juárez o los dominios del Chapo Guzmán en el triángulo dorado. Entre Estados Unidos y México existe un claro escenario asimétrico, México tiene más pobreza, menos fortaleza institucional, más corrupción, elevados niveles de complicidad social con los delincuentes y un sistema judicial particularmente débil y corrupto. El problema de Estados Unidos son las drogas y el de México es su propia seguridad. En algunas zonas de México los criminales están en tal ventaja que sin teorizar mucho han inventado una eficaz táctica disuasiva a la que llaman: “plata o plomo”.
6. Se debe perseguir sólo a los cárteles violentos. Esta premisa está de hecho cumplida en la realidad porque el gobierno actúa concentrando fuerzas sobre un grupo, avanza por partes y busca evitar combatir en muchos frentes al mismo tiempo; todos ellos son principios tácticos básicos de un plan, pero no son la estrategia. La meta estratégica es siempre desmantelar a todas las organizaciones criminales. Sería un error grave que por evadir el conflicto se combata sólo a una, mientras se deja funcionar a otras porque se las supone más “pacíficas”. A las organizaciones criminales se las puede dividir en dos grupos: las que son más violentas que corruptoras; y las que son más corruptoras que violentas. En Colombia consideraron que el cártel más peligroso no era el más violento de Pablo Escobar en Medellín, sino el de Cali porque era el que había penetrado más a las instituciones de seguridad. No existen organizaciones criminales pacíficas. Por lo tanto, la única diferencia entre estos grupos es cómo usan la violencia. Los violentos la usan de forma reactiva y son más visibles; los corruptores, por el contrario, la usan de forma más selectiva y tratan de ser menos visibles. Los segundos acumulan más fuerza y debilitan más al Estado, por lo tanto su violencia tiene más poder de intimidación.
7. Es un error fragmentar a los cárteles. En primer lugar, la fragmentación de los cárteles viene ocurriendo desde hace más de 15 años como resultado de sus propios conflictos y los cambios en el mercado internacional de drogas, y no sólo por los golpes que les han asestado los distintos gobiernos. Hace 30 años existían sólo dos grandes cárteles, ahora hay más de una docena con distintas capacidades. Todos han sido debilitados por la acción del Estado y, efectivamente, esto los empuja a fragmentarse más. Debemos suponer que quienes argumentan que su fragmentación es un error, consideran que es preferible que existan en México organizaciones criminales grandes, fuertes y monopólicas. Suena absurdo, pero así es. Por lo tanto, piensan que una amenaza a la seguridad nacional, que pone en riesgo la capacidad del Estado de proteger a la sociedad, es un peligro menor frente a un problema de seguridad pública. La fragmentación trae consecuencias, pero éstas son temporales y es una etapa inevitable para mejorar la seguridad. Es menos difícil perseguir pequeñas pandillas desde el ámbito local que combatir contra cárteles nacionales que poseen territorio, fuerza social, mucho dinero y miles de hombres armados. La conclusión de quienes sostienen que la fragmentación es un problema, lo digan o no, es que debió evadirse el conflicto y que lo mejor era no hacer nada.
8. Hay que legalizar las drogas. Bajo esta idea las drogas son la explicación al problema de seguridad que padece México, y en ese sentido el esfuerzo principal no debería ser el uso de la fuerza del Estado contra los narcotraficantes, sino la diplomacia contra los países consumidores. Es posible que dentro de una década se termine legalizando la marihuana, pero la legalización de la cocaína y las drogas duras con suerte quizás ocurra dentro de muchas décadas. Esto será así porque los países consumidores tienen instituciones fuertes, economías potentes y ciudadanos que creen en la ley y el orden, por lo tanto las drogas son un problema marginal para ellos. Los políticos de los países consumidores no arriesgarán jamás sus puestos frente a electores que en su mayoría rechazan las drogas, por muy racionales, lúcidos y morales que sean los argumentos sobre la legalización. Sin duda, ésta es una muy buena causa para organismos no gubernamentales, pero no para gobiernos. Además, la lucha diplomática no sirve para atender la emergencia de seguridad ni para reducir la densidad criminal y tampoco para resolver el problema de policías e instituciones de justicia corruptas e ineficaces. Sin resolver esos problemas ningún país puede aspirar a la consolidación de su democracia y su Estado de derecho. Sin embargo, proponer la legalización de las drogas es un buen argumento para evadir el conflicto.
9. Hay que priorizar el combate a otros delitos, no al narcotráfico. La base de esta otra idea para evitar el conflicto con el crimen organizado se sustenta en que el narcotráfico no le afecta a los ciudadanos; lo que sí padecen son los asaltos, los secuestros, las extorsiones, el robo de coches, etcétera. Lo que no se acepta es que todos estos delitos están vinculados al problema del narcotráfico ya que el crimen organizado debilita al Estado, corrompe a las policías y a la justicia, intimida a la autoridad local, crea poderes armados paralelos, empodera a los capos y crea una cultura criminal que se expande entre los jóvenes. El debilitamiento del Estado deriva, tarde o temprano, en incapacidad de éste para proteger a la gente. El narcotráfico destruye el sistema institucional que tiene a cargo la defensa de la sociedad. Esto implica que en última instancia los ciudadanos tendrían que aceptar a policías delincuentes (tal como ya había ocurrido) y que sus demandas sobre seguridad y justicia sólo las podrían resolver mediante arreglos con los capos y no a través de instituciones.
10. En todas partes hay policías corruptas y grupos armados. Efectivamente, en todos lados hay policías corruptos y gente armada, incluso criminales, pero, en este caso, el tamaño sí importa. No hay un Chapo Guzmán en Estados Unidos que aparezca en la revista Forbes; no hay más de 100 mil armas en manos de criminales en Reino Unido; no hay grupos armados ilegales en Holanda con el poder y el tamaño de los mexicanos y no hay policías de Nueva York, París o Madrid que tengan entre sus responsabilidades organizar el comercio ilegal de drogas y otros productos ilícitos. Incluso en países más pobres que México, como Nicaragua, que tiene una de las policías peor pagadas del continente —junto a su pequeño ejército— las autoridades no han permitido que ningún grupo criminal armado levante cabeza y les quite autoridad sobre el territorio. En efecto, hay corrupción en muchas partes, pero sólo en algunos países del mundo subdesarrollado la corrupción es considerada un valor funcional del sistema y se castiga muy poco. Lo que está en juego en este argumento es si México quiere seguir en el atraso reaccionario de su vieja cultura sobre la legalidad y la política, o si está dispuesto a enfrentar el conflicto que implica fortalecer a las instituciones y acabar con la cultura de la ilegalidad, para llegar a la modernidad y el progreso.
Necesidad de un culpable
y la teoría del avispero
En una sociedad basada en la desconfianza la primera pregunta no es ¿qué pasó?, sino ¿quién fue? En el debate sobre la seguridad en México hay algo de esto. La primera reacción de los analistas y estudiosos del fenómeno fue tratar de señalar un culpable, en lugar de tratar de explicar lo que estaba pasando. Es impresionante cómo tomó fuerza una idea intelectualmente tan pobre como la que estableció una relación de causa-efecto entre los operativos del gobierno federal y las capturas de capos con la violencia. La culpa del gobierno cobró carácter de verdad científica, con sólo presentar una relación mecánica entre algunos despliegues de las fuerzas federales o capturas de uno u otro criminal, con el aumento de la violencia en algunas zonas. Que la violencia aumente o se expanda cuando las fuerzas del Estado se hacen presentes en un lugar que tiene alta presencia criminal es lógico pero no se puede inferir de ello que el gobierno es el responsable del aumento de la violencia y, mucho menos, suponer que si no se hubiese hecho nada al respecto la sociedad estaría más segura. Por ejemplo, si hay una gran pelea en un bar y llega la policía, es probable que la violencia aumente por un momento hasta que la autoridad logre controlar el problema, lo que dependerá de muchos factores: cuánto tiempo llevaban peleando, qué armas tienen los violentos, qué tan profundos son los agravios, etcétera.
Señalar la relación causa-efecto en este caso sería una descripción y no un análisis. Si aceptamos como válida la relación operativos-capturas-violencia tendríamos que concluir, absurdamente, que si las fuerzas federales se retiraran de las zonas críticas y se dejara de capturar delincuentes la violencia terminaría. No se necesita ser muy sabio para concluir que la consecuencia de una retirada sería lo contrario, la violencia y el poder de los criminales crecerían.
Pero, además, la relación causa-efecto con que se ha intentado explicar la violencia no concuerda con la realidad, ya que en algunos casos de intervención efectivamente aumentó la violencia y ha mostrado resistencia a disminuir, en otros sólo aumentó temporalmente y luego descendió o se mantuvo con la misma tendencia, y en otros se redujo muy rápidamente. Por ejemplo, las intervenciones federales en Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Tijuana, Monterrey y Guerrero han generado una reducción de la violencia y los delitos. En Ciudad Juárez el resultado tomó años, en Monterrey varios meses y en Guerrero sólo unos pocos días, luego de iniciarse el operativo en octubre de 2011 (ver gráfica 1).
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Lo mismo ocurre con las capturas de capos: no todas produjeron violencia. Los casos de Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén Tony Tormenta y Nazario Moreno González El Chayo, son asuntos donde, posterior al abatimiento, se presentó un ligero incremento en la tendencia de los homicidios. La detención de Vicente Carrillo Leyva El Ingeniero sí generó un incremento importante en la tendencia de los homicidios posterior a la detención. Pero la detención de Eduardo Arellano Félix El Doctor, o el fallecimiento por ajuste de cuentas de Alberto Pineda Villa El Borrado, disminuyeron la tendencia de homicidios en sus respectivas zonas de influencia; y en los abatimientos de Arturo Beltrán Leyva El Barbas e Ignacio Coronel Villarreal Nacho Coronel la tendencia creciente de los homicidios no se mantuvo en cada caso.4 En el caso del abatimiento de Nacho Coronel la tendencia prácticamente se estancó después de este hecho (ver gráfica 2).5
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En tres casos más —el de Teodoro García Simental El Teo, el de Édgar Valdez Villarreal La Barbie y el de Flavio Méndez Santiago El Amarillo— no puede concluirse efecto alguno tras las detenciones.
Lo que genera y explica la violencia no es la intervención del gobierno federal, sino la dimensión que tiene el fenómeno criminal. A mayor densidad criminal corresponderá, lógicamente, un mayor tiempo de persistencia de la violencia frente a los esfuerzos del Estado para restablecer el orden. Si capturamos a un capo que maneja una gran organización criminal existe la posibilidad de que su organización se fragmente y esto provoque violencia. Obviamente, esto quiere decir que el Estado necesita seguir atacando a los fragmentos que quedan y esto requiere más tiempo. Sería absurdo concluir que si capturar criminales poderosos genera violencia, lo mejor es sólo capturar delincuentes de poca monta. Conforme a esta teoría El Chapo Guzmán no debería ser un blanco de la justicia, y si por el azar fuese capturado tendría que ser liberado de inmediato para evitar problemas.
Es contradictorio pedir una solución integral a un problema que se reconoce como complejo y, al momento de explicarlo, caer en la simplificación analítica de que “la violencia la provocó o exacerbó el gobierno”. Los operativos del gobierno federal sólo destaparon una cloaca, el problema ya estaba ahí. Dejar de actuar porque habrá consecuencias en el corto plazo de nuevo nos conecta con la “aversión al conflicto”. Colombia enfrentó ascensos persistentes, pero temporales, de violencia resultado de operativos del Estado y de los arrestos de capos, pero sus gobiernos no retrocedieron y ahora su seguridad ha mejorado.
En sentido estricto, lo que el gobierno federal hizo fue “reaccionar” frente a los focos de violencia que iban apareciendo. Nunca decidió combatir en todas partes ni perseguir a todos los cárteles al mismo tiempo, simple y sencillamente porque no había capacidad para hacerlo. Las intervenciones de la Policía Federal y del Ejército fueron, en ese sentido, escalonadas y determinadas por lo que los criminales hacían. En conclusión, la idea de que el gobierno “alborotó el avispero” no hace sentido desde el punto de vista analítico y más bien parece un esfuerzo por buscar un culpable de cara a una opinión pública desconfiada. La violencia era inevitable por la existencia de una alta densidad criminal que desbordó en la violencia actual. En ese sentido, cualquier autoridad gobernante podría haber sido declarada culpable de actuar o de no actuar.
La guerra es esencialmente entre grupos criminales
El enfrentamiento principal —y el más violento— no es entre el Estado y los criminales, sino entre los mismos grupos del crimen organizado. Existen nueve guerras entre los distintos cárteles que están produciendo violencia en diferentes lugares del país. Esas guerras produjeron más de 45 mil muertes desde diciembre de 2006 hasta la fecha. De este total, casi 90% se cometen entre delincuentes, sin que la autoridad esté involucrada.
Los opositores a la política de confrontar al crimen organizado han llamado peyorativamente a ésta “la guerra de Calderón”. Pero como dijimos anteriormente, en sentido estricto, el gobierno lo que hizo fue reaccionar sobre una violencia que comenzó en los estados de Tamaulipas, Michoacán y Guerrero y que luego se extendió hacia Chihuahua, Sinaloa, Durango, Nuevo León, Baja California y otros estados.
El uso del término guerra es técnicamente correcto conforme a las nuevas teorías sobre conflictos,6 pero para la condición de México resulta políticamente inconveniente utilizarlo, ya que a partir del enfoque comunicacional del gobierno, del uso temporal del concepto guerra y de la extensión que cobró la violencia, los opositores y los medios dieron vida política a la “guerra de Calderón” y a la “guerra fallida”, muy a pesar de que, como ya señalamos, la mayor parte de la violencia no responde a una confrontación Estado vs. criminales, sino a grupos criminales entre sí. Human Rights Watch (HRW) cuestionó recientemente los datos sobre homicidios atribuidos a criminales. Con un argumento intelectualmente correcto, pero débil, sostiene que no se puede afirmar que el 90% de los homicidios han sido cometidos por criminales porque las instituciones no han realizado investigaciones judiciales que identifiquen a las víctimas y sustenten esta afirmación. Entonces la pregunta sería ¿quién cometió esos 45 mil asesinatos? Tenemos cuatro sospechosos: el crimen organizado, el Estado, la delincuencia común y los ciudadanos como resultado de violencia social.
Joaquín Villalobos ( Ver todos sus artículos )
En el siguiente ensayo Joaquín Villalobos refuta las varias lecturas sobre la violencia que en los últimos años se han publicado en nexos. Para este analista, la violencia no es un problema generado por una estrategia gubernamental fallida. Es el indicador del aumento de la densidad criminal como producto de una “aversión al conflicto” que durante mucho tiempo llevó a administrar los problemas en vez de resolverlos. Villalobos confronta a quienes, tomando como bandera los altos niveles de violencia, exigen poner alto a la lucha contra el crimen organizado o solicitan cambios de estrategia a partir de argumentaciones que él considera endebles. Los puntos centrales del debate, afirma, no están en cómo administrar el crimen, sino en cómo construir Estado y ciudadanía
Pobreza analítica y populismo pacifista
México enfrenta cinco duras realidades con relación al tema de la lucha contra el crimen organizado y la inseguridad: 1. La violencia es inevitable. 2. Tomará bastante tiempo controlarla. 3. No hay atajo, salida fácil, ni solución rápida posible. 4. No existe un “culpable”, porque lo que se está viviendo es el resultado de un proceso histórico. 5. La violencia sólo se reducirá con un gran esfuerzo en dos aspectos: el fortalecimiento y transformación profunda de las instituciones de seguridad y justicia, y un cambio de los ciudadanos con respecto al valor que tienen la ley y el orden en una sociedad democrática. México tiene sobradas capacidades intelectuales y suficientes recursos materiales para resolver el problema, pero ha venido enfrentando dificultades para entender lo que está pasando.
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En general, en otros países, a los gobiernos se les exige eficiencia para controlar a los violentos o delincuentes porque la gente entiende que éstos son los que generan la violencia. En México, por el contrario, la demanda es que termine la violencia; y esto deriva en que hay sectores de la sociedad que exigen paz a toda costa, culpando al gobierno por la violencia y le piden que deje de perseguir a los violentos. Generándose lo que podemos calificar como “populismo pacifista”.
La realidad es que la violencia es simplemente una manifestación del problema; es un indicador de lo que Guillermo Valdés, ex director del CISEN, ha llamado crecimiento de la “densidad criminal”, y que consiste en la suma de: la existencia de organizaciones nacionales y regionales con amplia presencia territorial; el crecimiento de los brazos armados de los cárteles, hasta convertirse en “ejércitos privados”; la expansión de sus sistemas de información y la creciente disponibilidad de armas; la penetración, cooptación o intimidación de algunos sectores sociales, claves para la actividad criminal. Todo ello en un contexto de profunda debilidad institucional y un mercado de drogas —internacional y nacional— cambiante, que afecta sus ingresos.
Detrás de análisis supuestamente sofisticados para demandar el final urgente de la violencia, subyace la idea de que lo mejor hubiera sido evitarse el conflicto y continuar conviviendo con los grupos criminales. En otras palabras: administrar el problema en vez de resolverlo. A esto obedecen ideas como tregua o negociación.
En el fondo, lo que ocurre es que hay una distribución desigual de los riesgos que genera un escenario muy complejo. Para unos la violencia propicia un problema de percepción por el impacto de noticias atemorizantes; pero para otros lo principal son los delincuentes como parte de su realidad cotidiana, ante la cual viven sometidos y humillados. Obviamente, no es lo mismo hablar de convivir con criminales desde Santa Fe, Polanco o la Condesa, que soportarlos en Ciudad Juárez, Nuevo Laredo o Michoacán.
Esta realidad termina dividiendo a las elites del país sobre si era o no indispensable actuar. Un escenario de unidad sólo hubiese sido posible si la amenaza fuera percibida de igual manera por todos, pero esto hubiera implicado actuar hasta que el problema se agravara más, como ocurrió en Colombia.
En ese sentido, decirle a la sociedad que son necesarios sacrificios, tiempo y mucho trabajo para resolver el problema es nadar contra corriente. Lo más sencillo y rentable es sintonizarse con el auditorio, señalar un culpable y presentar ideas populistas sobre la paz que supuestamente resolverían la violencia rápido, con poco esfuerzo y sin mucho ruido. Por ello han tenido tanto éxito mediático enfoques analíticos evidentemente pobres.
Aversión al conflicto
Tiene razón mi amigo Jorge Castañeda cuando en su excelente libro Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos1 habla de un rasgo cultural de la sociedad que él llama “aversión al conflicto”. Dice Castañeda que este rasgo “resulta disfuncional para la incipiente democracia mexicana e impide su desarrollo”. La tesis de Castañeda de “aversión al conflicto” como rasgo cultural mexicano se ha visto reflejada en distintos hechos de los últimos años, como la decisión de no construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México porque un pequeño grupo de habitantes de una comunidad se opuso; también apareció cuando las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México permanecieron tomadas por una minoría de estudiantes durante un año; igual lo vimos cuando el gobierno de Oaxaca fue virtualmente derrocado y mantenido bajo control rebelde durante seis meses. No es casual que se diga que México es la ciudad con la mayor cantidad de protestas callejeras, plantones y ocupación de plazas (algunas durante años) en todo el planeta. Hay, en general, temor a poner orden, no importa cuánto se afecte el interés colectivo, con tal de “evitarse un pleito”.
Lo que Castañeda llama “aversión al conflicto” no es exclusivo de México, se trata en realidad de un rasgo cultural del subdesarrollo, común a otras sociedades. En Colombia, por ejemplo, se referían a ella como la “cultura del atajo”, que consiste en buscar un camino que evite enfrentar —y por tanto resolver— un problema. El Estado colombiano se tomó demasiado tiempo para asumir la responsabilidad de confrontar a las decenas de grupos armados que le disputaban autoridad en extensas zonas de su territorio. Igual que en México hubo quienes en su momento cuestionaron que se combatiera al crimen organizado porque decían que eso generaría violencia. Los costos para Colombia de haber atrasado la decisión de confrontar fue la expansión del problema, 30 años de guerra, más de 300 mil muertos y tres millones de desplazados.2
“Aversión al conflicto” significa administrar problemas en vez de resolverlos, lo que deriva en convivir con éstos hasta que exploten. Jorge Castañeda lo dice de forma más clara cuando dice que los mexicanos “son renuentes a elegir entre polares o binarios. En pocas palabras, queremos siempre ‘chiflar y comer pinole’, o ‘#$%!& y dar de topes’ ”.3 Los colombianos, al enfrentar mediante campañas mediáticas esta disfuncionalidad, la señalaban como “cinismo” que debía ser superado por el civismo. Es justamente este rasgo cultural lo que conduce a analizar el problema de la seguridad en México desde la lógica de los criminales, en vez de revisar y fortalecer las capacidades propias del Estado y los ciudadanos. Muchas de las tesis que se oponen a confrontar al crimen organizado intentan encontrar caminos para volver pacíficos a los criminales, en vez de fortalecer al Estado para que controle a los delincuentes. Lo primero les luce más confortable que lo segundo porque depende de los criminales, mientras que lo segundo requiere un gran esfuerzo propio. Sin embargo, lo que ocurrió en México es que se agotó la posibilidad de continuar con una seguridad basada en administrar el delito. El control social centralizado, que era el componente principal de ese modelo, se debilitó con la pluralidad que trajo la democracia.
El viejo modelo de administración de los conflictos en su momento fue muy exitoso. México tiene en su historia reciente niveles de represión política comparativamente muy bajos con respecto al resto de Latinoamérica. La cooptación como primer recurso para enfrentar protestas sociales o grupos rebeldes funcionó muy bien y dejó un valioso legado de tolerancia. Mientras los sindicalistas mexicanos se volvían millonarios, los de Centroamérica y Sudamérica eran asesinados. Sin embargo, la cooptación creó redes clientelares, desnaturalizó los movimientos sociales, fomentó la corrupción y volvió caótica la capital y otras ciudades del país. La cultura de movilizaciones y protestas pagadas acabó con su carácter de recurso espontáneo de excepción. Al punto que éstas se han deslegitimado y convertido en un ejercicio clientelar sin ningún valor de presión. La disfuncionalidad de los movimientos sociales y sindicatos estratégicos tendrá que ser enfrentada y resuelta tarde o temprano.
Igualmente, el viejo modelo de seguridad está en una profunda crisis y por ello hay tanta violencia. México necesita mandar al baúl de los recuerdos su viejo sistema de creencias sobre “caudillos que controlaban todo”; “delincuentes armados que eran sólo unos contrabandistas pacíficos” y “policías mal pagadas, poco educadas, corruptas y abusivas que funcionaban”. Ya no queda más opción que sustituir esas ideas, ahora reaccionarias, por un ideario progresista y modernizante sobre lo que implican la seguridad y la justicia en una sociedad democrática. El éxito del documental Presunto culpable es una señal de esa demanda de modernización. Historias similares podrían documentarse sobre las policías, las prisiones, la corrupción, o sobre la complicidad y tolerancia social al delito.
10 argumentos para evadir el conflicto
Han tomado carta de naturalidad en el debate público mexicano al menos 10 argumentos para evadir el conflicto, argumentos de aversión al riesgo y cultura del atajo. Son los siguientes.
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1. Primero debió prepararse la fuerza. El crimen organizado es un enemigo que se come al Estado por dentro. En México ya dominaba algunas ciudades y zonas del país, controlaba el Aeropuerto Internacional de la capital, otros aeropuertos, puertos, prisiones, y había penetrado a las instituciones municipales, estatales y federales de seguridad y justicia. Postergar la decisión de actuar por evadir el conflicto era permitirle que siguiera creciendo. En una situación así la determinación para contener es mucho más importante que esperar hasta poder hacerlo en un escenario perfecto. La primera medida es expulsar al enemigo de los puntos vitales, después hay que organizarse sobre la marcha e ir a buscarlo a las zonas donde éste es más fuerte. En realidad, decir “primero debimos prepararnos” es decir de forma indirecta que “no debimos actuar”.
2. Se debe priorizar la prevención. La prevención supone actuar antes de una emergencia, no se puede aplicar una política preventiva para evitar lo que ya está pasando. El dilema entre prevención o represión es normalmente presentado como si se tratara de alternativas separadas, cuando en realidad ambas son indispensables para la seguridad. La dosis de una u otra depende del nivel de desarrollo que tenga la amenaza que se está enfrentando. Las políticas sociales no pueden reducir la densidad criminal ya existente y tampoco pueden transformar en buenas personas a los miles de asesinos que ya están matando en las calles. En una situación como la que enfrenta México es tan importante tener suficientes escuelas y maestros para garantizar seguridad en el futuro, como tener suficientes prisiones y policías para garantizar la seguridad en el presente. En otras palabras, no hay manera de evadir el conflicto y evitar la necesidad de reprimir a los delincuentes.
3. Se debe usar más la inteligencia. Lo que la mayoría de la gente sabe de inteligencia viene del imaginario que se construyó con la propaganda de la época de la Guerra Fría. Así que cuando se habla de inteligencia se piensa en superhombres expertos en todo que se infiltran en las filas enemigas. La realidad es, en sentido práctico, bastante más sencilla y, en sentido social, bastante más compleja. La base de la inteligencia es el control social y territorial. Esto es lo que permite contar con redes de informantes y reclutar personas que pueden infiltrarse de forma natural en las filas enemigas, sin necesidad de ser superhombres. Una vez que se tiene ese dominio se producen capturas que permiten reclutar criminales y convertirlos en informantes. Estados Unidos suele tener mucho éxito con los criminales extraditados que al arribar a su territorio se desmoralizan al saber que allí no serán dueños de la prisión. Esto los lleva rápidamente a confesar y colaborar. Pero en México eran los criminales quienes dominaban socialmente en sus zonas y quienes habían reclutado a policías y funcionarios. Con esto podían anticiparse a los movimientos de la autoridad y realizar sus actividades con seguridad. Cuando las fuerzas federales empezaron a disputarles el control territorial y comenzaron a realizarse capturas que permitieron obtener más información para lograr nuevas capturas, se abrió un ciclo ascendente de resultados que ha llevado a capturar a 20 de los 37 capos más buscados. Es indispensable usar más inteligencia, pero la inteligencia no se construye en el imaginario, ni surge sólo de una reforma administrativa o legal, o gastando más dinero. La inteligencia no es un instrumento mágico que permite evadir el conflicto y resolver el problema con acciones quirúrgicas rápidas y fáciles, como en las películas. Para tener el dominio de inteligencia, entre otras cosas, hay que recuperar autoridad en el terreno, depurar las corporaciones propias y controlar de verdad las prisiones.
4. Hay que negociar o acordar una tregua. Ésta es una de las formas más ingenuas, directas y desesperadas de pretender evadir el conflicto. Comenzó como una idea pragmática de sectores conservadores, pero ahora ha sido asumida incluso por algunos sectores de la izquierda. Más allá de las dificultades legales que implica, es impracticable. Lo que existe es, esencialmente, una guerra entre cárteles, por lo tanto el Estado tendría que convertirse en mediador y reconciliador de los criminales. Proponerse una negociación implica responderse estas preguntas: ¿cómo se negociaría?, ¿quiénes representarían al Estado y quiénes a los criminales?, ¿qué se negociaría?, y ¿cuáles serían las garantías para que unos tipos que decapitan, descuartizan y masacran cumplan su palabra? Cuando se habla de negociar se está confesando debilidad propia y se está reconociendo legitimidad a los criminales. Esa legitimidad criminal se convierte en autorización para que funcionarios y agentes de las instituciones de seguridad y justicia acepten colaborar con los delincuentes por temor o por dinero. Si “El Chapo” es como “Marcos” y el “Cártel de Sinaloa” es como los “zapatistas” no hay problema.
5. Hay que utilizar las tácticas disuasivas que utiliza Estados Unidos. Esta otra forma de evadir el conflicto está fundada en las ideas del académico Mark Kleiman, cuyas propuestas están basadas en el uso quirúrgico de la coerción contra los grupos más violentos. Estas ideas han servido para desarrollar diversos programas de seguridad por parte de académicos e instituciones policiacas en varias regiones de Estados Unidos y han tenido éxito en algunos casos, como en Boston (Boston Gun Project or Operation Ceasefire) y en St. Louis (Knock and Talk-Consenttosearch Project). Sin embargo, otros proyectos fundados en los mismos principios no pudieron demostrar su éxito —como fue el caso de programas similares en Los Ángeles y Atlanta—. Todos estos programas fueron desarrollados para aplicarse en zonas pequeñas y buscan el control del uso de armas de fuego por parte de jóvenes involucrados con pandillas, y no para el control de la violencia ejercida por organizaciones criminales regionales o nacionales, con “ejércitos” de sicarios fuertemente armados. Kleiman desarrolló su teoría con base a la realidad de Estados Unidos, donde existen instituciones fuertes y sólidas y donde no hay territorios en los cuales la soberanía del Estado esté cuestionada por los delincuentes. Estados Unidos es, además, la primera potencia policial y militar del planeta, posee un poder judicial que funciona, un sistema de prisiones que no está bajo control criminal y una elevada cultura de legalidad en los ciudadanos. En otras palabras, ni los programas experimentales ni las teorías que los sustentan fueron pensados para las selvas colombianas, las favelas brasileñas, el Petén de Guatemala, las maras de San Salvador, los barrios de Ciudad Juárez o los dominios del Chapo Guzmán en el triángulo dorado. Entre Estados Unidos y México existe un claro escenario asimétrico, México tiene más pobreza, menos fortaleza institucional, más corrupción, elevados niveles de complicidad social con los delincuentes y un sistema judicial particularmente débil y corrupto. El problema de Estados Unidos son las drogas y el de México es su propia seguridad. En algunas zonas de México los criminales están en tal ventaja que sin teorizar mucho han inventado una eficaz táctica disuasiva a la que llaman: “plata o plomo”.
6. Se debe perseguir sólo a los cárteles violentos. Esta premisa está de hecho cumplida en la realidad porque el gobierno actúa concentrando fuerzas sobre un grupo, avanza por partes y busca evitar combatir en muchos frentes al mismo tiempo; todos ellos son principios tácticos básicos de un plan, pero no son la estrategia. La meta estratégica es siempre desmantelar a todas las organizaciones criminales. Sería un error grave que por evadir el conflicto se combata sólo a una, mientras se deja funcionar a otras porque se las supone más “pacíficas”. A las organizaciones criminales se las puede dividir en dos grupos: las que son más violentas que corruptoras; y las que son más corruptoras que violentas. En Colombia consideraron que el cártel más peligroso no era el más violento de Pablo Escobar en Medellín, sino el de Cali porque era el que había penetrado más a las instituciones de seguridad. No existen organizaciones criminales pacíficas. Por lo tanto, la única diferencia entre estos grupos es cómo usan la violencia. Los violentos la usan de forma reactiva y son más visibles; los corruptores, por el contrario, la usan de forma más selectiva y tratan de ser menos visibles. Los segundos acumulan más fuerza y debilitan más al Estado, por lo tanto su violencia tiene más poder de intimidación.
7. Es un error fragmentar a los cárteles. En primer lugar, la fragmentación de los cárteles viene ocurriendo desde hace más de 15 años como resultado de sus propios conflictos y los cambios en el mercado internacional de drogas, y no sólo por los golpes que les han asestado los distintos gobiernos. Hace 30 años existían sólo dos grandes cárteles, ahora hay más de una docena con distintas capacidades. Todos han sido debilitados por la acción del Estado y, efectivamente, esto los empuja a fragmentarse más. Debemos suponer que quienes argumentan que su fragmentación es un error, consideran que es preferible que existan en México organizaciones criminales grandes, fuertes y monopólicas. Suena absurdo, pero así es. Por lo tanto, piensan que una amenaza a la seguridad nacional, que pone en riesgo la capacidad del Estado de proteger a la sociedad, es un peligro menor frente a un problema de seguridad pública. La fragmentación trae consecuencias, pero éstas son temporales y es una etapa inevitable para mejorar la seguridad. Es menos difícil perseguir pequeñas pandillas desde el ámbito local que combatir contra cárteles nacionales que poseen territorio, fuerza social, mucho dinero y miles de hombres armados. La conclusión de quienes sostienen que la fragmentación es un problema, lo digan o no, es que debió evadirse el conflicto y que lo mejor era no hacer nada.
8. Hay que legalizar las drogas. Bajo esta idea las drogas son la explicación al problema de seguridad que padece México, y en ese sentido el esfuerzo principal no debería ser el uso de la fuerza del Estado contra los narcotraficantes, sino la diplomacia contra los países consumidores. Es posible que dentro de una década se termine legalizando la marihuana, pero la legalización de la cocaína y las drogas duras con suerte quizás ocurra dentro de muchas décadas. Esto será así porque los países consumidores tienen instituciones fuertes, economías potentes y ciudadanos que creen en la ley y el orden, por lo tanto las drogas son un problema marginal para ellos. Los políticos de los países consumidores no arriesgarán jamás sus puestos frente a electores que en su mayoría rechazan las drogas, por muy racionales, lúcidos y morales que sean los argumentos sobre la legalización. Sin duda, ésta es una muy buena causa para organismos no gubernamentales, pero no para gobiernos. Además, la lucha diplomática no sirve para atender la emergencia de seguridad ni para reducir la densidad criminal y tampoco para resolver el problema de policías e instituciones de justicia corruptas e ineficaces. Sin resolver esos problemas ningún país puede aspirar a la consolidación de su democracia y su Estado de derecho. Sin embargo, proponer la legalización de las drogas es un buen argumento para evadir el conflicto.
9. Hay que priorizar el combate a otros delitos, no al narcotráfico. La base de esta otra idea para evitar el conflicto con el crimen organizado se sustenta en que el narcotráfico no le afecta a los ciudadanos; lo que sí padecen son los asaltos, los secuestros, las extorsiones, el robo de coches, etcétera. Lo que no se acepta es que todos estos delitos están vinculados al problema del narcotráfico ya que el crimen organizado debilita al Estado, corrompe a las policías y a la justicia, intimida a la autoridad local, crea poderes armados paralelos, empodera a los capos y crea una cultura criminal que se expande entre los jóvenes. El debilitamiento del Estado deriva, tarde o temprano, en incapacidad de éste para proteger a la gente. El narcotráfico destruye el sistema institucional que tiene a cargo la defensa de la sociedad. Esto implica que en última instancia los ciudadanos tendrían que aceptar a policías delincuentes (tal como ya había ocurrido) y que sus demandas sobre seguridad y justicia sólo las podrían resolver mediante arreglos con los capos y no a través de instituciones.
10. En todas partes hay policías corruptas y grupos armados. Efectivamente, en todos lados hay policías corruptos y gente armada, incluso criminales, pero, en este caso, el tamaño sí importa. No hay un Chapo Guzmán en Estados Unidos que aparezca en la revista Forbes; no hay más de 100 mil armas en manos de criminales en Reino Unido; no hay grupos armados ilegales en Holanda con el poder y el tamaño de los mexicanos y no hay policías de Nueva York, París o Madrid que tengan entre sus responsabilidades organizar el comercio ilegal de drogas y otros productos ilícitos. Incluso en países más pobres que México, como Nicaragua, que tiene una de las policías peor pagadas del continente —junto a su pequeño ejército— las autoridades no han permitido que ningún grupo criminal armado levante cabeza y les quite autoridad sobre el territorio. En efecto, hay corrupción en muchas partes, pero sólo en algunos países del mundo subdesarrollado la corrupción es considerada un valor funcional del sistema y se castiga muy poco. Lo que está en juego en este argumento es si México quiere seguir en el atraso reaccionario de su vieja cultura sobre la legalidad y la política, o si está dispuesto a enfrentar el conflicto que implica fortalecer a las instituciones y acabar con la cultura de la ilegalidad, para llegar a la modernidad y el progreso.
Necesidad de un culpable
y la teoría del avispero
En una sociedad basada en la desconfianza la primera pregunta no es ¿qué pasó?, sino ¿quién fue? En el debate sobre la seguridad en México hay algo de esto. La primera reacción de los analistas y estudiosos del fenómeno fue tratar de señalar un culpable, en lugar de tratar de explicar lo que estaba pasando. Es impresionante cómo tomó fuerza una idea intelectualmente tan pobre como la que estableció una relación de causa-efecto entre los operativos del gobierno federal y las capturas de capos con la violencia. La culpa del gobierno cobró carácter de verdad científica, con sólo presentar una relación mecánica entre algunos despliegues de las fuerzas federales o capturas de uno u otro criminal, con el aumento de la violencia en algunas zonas. Que la violencia aumente o se expanda cuando las fuerzas del Estado se hacen presentes en un lugar que tiene alta presencia criminal es lógico pero no se puede inferir de ello que el gobierno es el responsable del aumento de la violencia y, mucho menos, suponer que si no se hubiese hecho nada al respecto la sociedad estaría más segura. Por ejemplo, si hay una gran pelea en un bar y llega la policía, es probable que la violencia aumente por un momento hasta que la autoridad logre controlar el problema, lo que dependerá de muchos factores: cuánto tiempo llevaban peleando, qué armas tienen los violentos, qué tan profundos son los agravios, etcétera.
Señalar la relación causa-efecto en este caso sería una descripción y no un análisis. Si aceptamos como válida la relación operativos-capturas-violencia tendríamos que concluir, absurdamente, que si las fuerzas federales se retiraran de las zonas críticas y se dejara de capturar delincuentes la violencia terminaría. No se necesita ser muy sabio para concluir que la consecuencia de una retirada sería lo contrario, la violencia y el poder de los criminales crecerían.
Pero, además, la relación causa-efecto con que se ha intentado explicar la violencia no concuerda con la realidad, ya que en algunos casos de intervención efectivamente aumentó la violencia y ha mostrado resistencia a disminuir, en otros sólo aumentó temporalmente y luego descendió o se mantuvo con la misma tendencia, y en otros se redujo muy rápidamente. Por ejemplo, las intervenciones federales en Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Tijuana, Monterrey y Guerrero han generado una reducción de la violencia y los delitos. En Ciudad Juárez el resultado tomó años, en Monterrey varios meses y en Guerrero sólo unos pocos días, luego de iniciarse el operativo en octubre de 2011 (ver gráfica 1).
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Lo mismo ocurre con las capturas de capos: no todas produjeron violencia. Los casos de Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén Tony Tormenta y Nazario Moreno González El Chayo, son asuntos donde, posterior al abatimiento, se presentó un ligero incremento en la tendencia de los homicidios. La detención de Vicente Carrillo Leyva El Ingeniero sí generó un incremento importante en la tendencia de los homicidios posterior a la detención. Pero la detención de Eduardo Arellano Félix El Doctor, o el fallecimiento por ajuste de cuentas de Alberto Pineda Villa El Borrado, disminuyeron la tendencia de homicidios en sus respectivas zonas de influencia; y en los abatimientos de Arturo Beltrán Leyva El Barbas e Ignacio Coronel Villarreal Nacho Coronel la tendencia creciente de los homicidios no se mantuvo en cada caso.4 En el caso del abatimiento de Nacho Coronel la tendencia prácticamente se estancó después de este hecho (ver gráfica 2).5
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En tres casos más —el de Teodoro García Simental El Teo, el de Édgar Valdez Villarreal La Barbie y el de Flavio Méndez Santiago El Amarillo— no puede concluirse efecto alguno tras las detenciones.
Lo que genera y explica la violencia no es la intervención del gobierno federal, sino la dimensión que tiene el fenómeno criminal. A mayor densidad criminal corresponderá, lógicamente, un mayor tiempo de persistencia de la violencia frente a los esfuerzos del Estado para restablecer el orden. Si capturamos a un capo que maneja una gran organización criminal existe la posibilidad de que su organización se fragmente y esto provoque violencia. Obviamente, esto quiere decir que el Estado necesita seguir atacando a los fragmentos que quedan y esto requiere más tiempo. Sería absurdo concluir que si capturar criminales poderosos genera violencia, lo mejor es sólo capturar delincuentes de poca monta. Conforme a esta teoría El Chapo Guzmán no debería ser un blanco de la justicia, y si por el azar fuese capturado tendría que ser liberado de inmediato para evitar problemas.
Es contradictorio pedir una solución integral a un problema que se reconoce como complejo y, al momento de explicarlo, caer en la simplificación analítica de que “la violencia la provocó o exacerbó el gobierno”. Los operativos del gobierno federal sólo destaparon una cloaca, el problema ya estaba ahí. Dejar de actuar porque habrá consecuencias en el corto plazo de nuevo nos conecta con la “aversión al conflicto”. Colombia enfrentó ascensos persistentes, pero temporales, de violencia resultado de operativos del Estado y de los arrestos de capos, pero sus gobiernos no retrocedieron y ahora su seguridad ha mejorado.
En sentido estricto, lo que el gobierno federal hizo fue “reaccionar” frente a los focos de violencia que iban apareciendo. Nunca decidió combatir en todas partes ni perseguir a todos los cárteles al mismo tiempo, simple y sencillamente porque no había capacidad para hacerlo. Las intervenciones de la Policía Federal y del Ejército fueron, en ese sentido, escalonadas y determinadas por lo que los criminales hacían. En conclusión, la idea de que el gobierno “alborotó el avispero” no hace sentido desde el punto de vista analítico y más bien parece un esfuerzo por buscar un culpable de cara a una opinión pública desconfiada. La violencia era inevitable por la existencia de una alta densidad criminal que desbordó en la violencia actual. En ese sentido, cualquier autoridad gobernante podría haber sido declarada culpable de actuar o de no actuar.
La guerra es esencialmente entre grupos criminales
El enfrentamiento principal —y el más violento— no es entre el Estado y los criminales, sino entre los mismos grupos del crimen organizado. Existen nueve guerras entre los distintos cárteles que están produciendo violencia en diferentes lugares del país. Esas guerras produjeron más de 45 mil muertes desde diciembre de 2006 hasta la fecha. De este total, casi 90% se cometen entre delincuentes, sin que la autoridad esté involucrada.
Los opositores a la política de confrontar al crimen organizado han llamado peyorativamente a ésta “la guerra de Calderón”. Pero como dijimos anteriormente, en sentido estricto, el gobierno lo que hizo fue reaccionar sobre una violencia que comenzó en los estados de Tamaulipas, Michoacán y Guerrero y que luego se extendió hacia Chihuahua, Sinaloa, Durango, Nuevo León, Baja California y otros estados.
El uso del término guerra es técnicamente correcto conforme a las nuevas teorías sobre conflictos,6 pero para la condición de México resulta políticamente inconveniente utilizarlo, ya que a partir del enfoque comunicacional del gobierno, del uso temporal del concepto guerra y de la extensión que cobró la violencia, los opositores y los medios dieron vida política a la “guerra de Calderón” y a la “guerra fallida”, muy a pesar de que, como ya señalamos, la mayor parte de la violencia no responde a una confrontación Estado vs. criminales, sino a grupos criminales entre sí. Human Rights Watch (HRW) cuestionó recientemente los datos sobre homicidios atribuidos a criminales. Con un argumento intelectualmente correcto, pero débil, sostiene que no se puede afirmar que el 90% de los homicidios han sido cometidos por criminales porque las instituciones no han realizado investigaciones judiciales que identifiquen a las víctimas y sustenten esta afirmación. Entonces la pregunta sería ¿quién cometió esos 45 mil asesinatos? Tenemos cuatro sospechosos: el crimen organizado, el Estado, la delincuencia común y los ciudadanos como resultado de violencia social.
Re: Nuevos mitos de la guerra contra el narco
Segunda parte:
Si bien no hay sustento judicial en los datos, y el gobierno deberá corregir esto en la medida en que se logre el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y justicia, tampoco es aceptable el juicio político que esconde el informe de HRW al poner en duda cuál es el epicentro del conflicto en México. Cuestionar que se trata de una guerra entre criminales le daría base a la idea de que la violencia la generó el gobierno y por lo tanto daría lugar al juicio de la “guerra de Calderón”. En primer lugar, es importante señalar que estamos frente a un escenario que está produciendo una cantidad y calidad anormal de homicidios, por lo tanto no es fácil investigar todos los casos, como si estuviéramos investigando homicidios en Suecia, o con unas instituciones de policía y justicia como las británicas. Estamos hablando de un promedio de 800 homicidios por mes y casi 30 al día, en un país con graves deficiencias en sus instituciones. Si a esto agregamos que casi el 40% de éstos se concentra en tres estados y más del 60% en otros siete, el problema se complica mucho más.
En diciembre de 2009 HRW acusó a las policías de Sao Paulo y Río de Janeiro en Brasil de haber cometido 11 mil asesinatos en sólo cinco años (2003-2008). En 2010 denunció que los primeros seis meses de ese año estaban ocurriendo tres ejecuciones diarias en Brasil. En México no hay suficiente sustento para culpar al gobierno de un volumen similar al de Brasil. HRW documentó 24 ejecuciones extrajudiciales en México en cinco años. Esto es muy grave porque el Estado democrático debe evitar que estos casos existan y porque atenta, además, contra la propia estrategia de seguridad del gobierno y complica seriamente el trabajo de los policías y militares. Sin embargo, el dato tiene valor para establecer que HRW no encontró evidencias que le permitieran acusar al gobierno de México de tener relación con la inmensa mayoría de los 45 mil homicidios. Con que existieran unos cuantos cientos de ejecuciones extrajudiciales, se habrían filtrado muchas evidencias y el gobierno estaría siendo blanco, justificadamente, de un demoledor juicio político de la prensa, la oposición política y las organizaciones de la sociedad civil. Eso no está ocurriendo; lo responsabilizan de exacerbar la violencia, de abusos y violaciones aisladas a los derechos humanos, pero nadie se atreve a afirmar que las instituciones de seguridad estén matando miles de personas de forma sistemática como en Brasil.
¿Cómo podemos identificar que los homicidios responden a los conflictos entre criminales? Hay factores que pueden ser muy útiles como la reacción social, la forma de los homicidios, la localización, la sistematicidad, etcétera. De hecho, una parte considerable de las víctimas no son ni buscadas ni reconocidas por nadie. No hay datos confirmados, pero se habla de más del 40%. Con total certeza hay inocentes entre las víctimas, pero si lo dominante fueran personas inocentes la convulsión política y social por esas muertes sería de grandes proporciones. En una guerra los muertos que representan a los bandos no producen reacción social, pero la muerte sistemática de inocentes sí. Por ejemplo, cuando se encontraron las fosas de San Fernando donde fueron masacrados emigrantes por grupos criminales hubo una fuerte reacción social y política. En Colombia, muy a pesar del enorme apoyo que tiene el Ejército, se produjo el escándalo llamado de los “falsos positivos” por el asesinato de mil 741 inocentes que fueron presentados como guerrilleros. Los procesos judiciales abiertos involucran a más de tres mil miembros del Ejército.7 En democracia estos crímenes terminan, tarde o temprano, en un tribunal.
En México una parte de los homicidios son cometidos con un alto nivel de brutalidad y las ejecuciones representan el 80% de todas las muertes. La “muerte ejemplar” (decapitar, descuartizar y exhibir) es un código mafioso que utilizaron en el pasado policías, militares y escuadrones de la muerte en Centroamérica y Sudamérica, pero no hay antecedentes de ese nivel de brutalidad en México y tampoco hay antecedentes de “limpiezas sociales” con asesinatos sistemáticos a la escala que están ocurriendo ahora. El “exhibicionismo mortal” responde claramente al interés intimidatorio de los criminales.
Otro dato importante es que los homicidios y masacres están ocurriendo, precisamente, donde hay disputas por plazas y rutas entre bandas criminales, y esas guerras comenzaron antes de que tuviera más presencia la autoridad. En conclusión, no hay razones para pensar que el Estado sea el responsable de la mayoría de los homicidios. La evidencia judicial y la identificación de las víctimas es indispensable y debe demandarse, pero de ahí a concluir que dada la debilidad de las instituciones de justicia el sospechoso de los asesinatos podría ser el gobierno, hay un largo trecho por recorrer.
Teniendo en cuenta lo anterior, y dado que es difícil que una esposa celosa decapite al marido, que un asaltante descuartice a su víctima para robarle la billetera, que una pelea de borrachos acabe con uno de ellos colgado bajo un puente con una manta firmada por su enemigo, o que rivalidades deportivas o comunitarias se estén convirtiendo en homicidios sistemáticos, debemos concluir que el principal sospechoso de todas esas muertes sigue siendo el crimen organizado, independientemente de lo que diga HRW.
En conclusión, en México hay una cruenta guerra entre más de una docena de grupos criminales que se disputan rutas y plazas, en la cual el Estado se vio obligado a intervenir.
¿Son pacíficos los mexicanos?
¿Por qué miles de mexicanos decidieron armarse y enfrentarse contra otros mexicanos? ¿Cómo pudieron decidirse tan fácilmente a matar o morir? ¿De dónde surge esta violencia tan grande? No estamos hablando de volverse ladrones comunes, sino de construir o ser miembros de extensos aparatos criminales que tienen la violencia como eje de acción. No todas las sociedades tienen la violencia como primera opción de sus ciudadanos para dirimir conflictos o realizar “negocios”, incluso tratándose de criminales. Resolver diferencias personales, políticas, comerciales, comunitarias, familiares o de cualquier tipo usando la violencia es una característica cultural que precede a la formación de organizaciones criminales. Éstas sólo multiplican ese rasgo de la sociedad.
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Jorge Castañeda sostiene en su libro que derivado de la “aversión al conflicto” los mexicanos tienen “la agresividad como último recurso y emerge sólo al fracasar otras opciones”, lo cual es una manera de decir que México es un país culturalmente pacífico. Desde mi perspectiva, hay fundadas razones para dudar de esta afirmación y “aversión al conflicto” no implica necesariamente aversión a la violencia. México es un país muy grande, y como ocurre con otros de igual o mayor tamaño, las regiones o estados que lo componen tienen historias distintas y poseen imaginarios culturales diferentes, incluso en lo que se refiere a la percepción sobre la utilidad o inutilidad de la violencia.
En otro buen libro titulado Tráfico de armas en México, de Magda Coss Nogueda,8 se aborda el tema de la cultura de la violencia en México. En el prólogo, escrito por Leonardo Curzio, me enteré de que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, los maestros Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. En el mismo libro Magda Coss sostiene que “… en el México de los cuarenta, políticos y diputados no sólo cargaban pistola en la cintura para andar por las calles, sino que exhibían sus revólveres y en las sesiones legislativas las diferencias se subrayaban con un par de balazos”.9
La predisposición a la violencia no puede surgir de forma espontánea y no se puede explicar ni por la pobreza ni por las drogas ni por las armas, mucho menos por unos operativos de emergencia del gobierno. La disposición a la violencia es una construcción cultural histórica. Al respecto, Magda Coss nos dice: “Cuando la pérdida de vidas de manera violenta se convierte en algo usual, a menudo responde a una situación de repetida violencia estructural y cotidiana. La falta de posibilidades de desarrollo y de opciones no violentas para alcanzar posiciones o reconocimientos permiten que subculturas violentas como la del narcotráfico, las pandillas o el acoso escolar, ganen terreno y comiencen a verse como normales. Mientras la violencia no alcance desenlaces fatales, es tolerada e ignorada”.10 Posiblemente esto explique por qué comunidades enteras en distintas regiones de México han convivido durante décadas con organizaciones criminales armadas y altas tasas de homicidios.
Centroamérica es un ejemplo más claro de lo expuesto. El Salvador, Guatemala y Honduras forman la región más violenta del planeta, lo que contrasta con Nicaragua que es igualmente pobre y políticamente inestable, pero mucho menos violenta. La diferencia es que las tres primeras son sociedades con una cultura de violencia fuertemente arraigada, resultado de una historia de paramilitarismo, escuadrones de la muerte y formas privadas de violencia que el propio Estado promovía. En Nicaragua, por el contrario, el Estado no utilizó formas privadas de violencia, incluso durante la dictadura de Somoza. En los tres primeros países el Estado, al no establecer el monopolio de la violencia legítima, activó la violencia entre los ciudadanos y esto terminó convertido en rasgo cultural. En la ruta de la cocaína hay más de una decena de países desde Colombia hasta México. Cabe preguntarse por qué la violencia vinculada al crimen organizado sólo se vuelve brutalmente extrema en Colombia, México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Igualmente, al mirar hacia más al sur, Perú y Bolivia producían cocaína antes que Colombia, pero la violencia ha sido más persistente en Colombia.
Para entender lo que está pasando en México es indispensable estudiar el mapa cultural de la violencia en el país. Es importante saber cuáles han sido los niveles de violencia social y delictiva de las zonas críticas a lo largo de la historia, cómo y en cuánto tiempo se gestaron las capacidades operacionales, organizacionales, materiales y, sobre todo, las morales de actores tan violentos. Esto nos llevaría a otras preguntas fundamentales: ¿Era posible continuar conviviendo con esa violencia potencial en un escenario de paz tan frágil? ¿A dónde hubiesen llevado la pasividad y la inacción? Es ingenuo pensar que organizaciones criminales con ingresos tan elevados y decenas de miles de armas podían convivir pacíficamente entre ellos y con el Estado si la autoridad se hacía de la vista gorda y no los molestaba. Lo que está pasando parece mostrar que ha llegado la hora de domar al “México bronco”, de educarlo para la paz y de acotar su violencia con la fuerza del Estado.
Factores que explican la violencia
Tal como señalamos al inicio, la violencia responde a un contexto donde se han combinado una multiplicidad de causas. Éstas coincidieron y produjeron una detonación que le tocó en suerte al actual gobierno, pero cualquiera que hubiera sido el presidente o el partido en el gobierno habría tenido que enfrentar esta crisis. Éste no es un problema de un gobierno, sino del Estado mexicano a todos sus niveles, incluyendo a toda la clase política y la sociedad civil en su conjunto. Algunos de los más importantes factores que se conjugaron en el tiempo y el espacio para producir el estallido de violencia fueron:
Colapso del modelo de seguridad anterior. La llegada de la democracia extinguió el modelo corporativo de “partido de Estado” que mantenía la seguridad a partir de un efectivo control social. Éste no requería de instituciones de seguridad y justicia fuertes y eficaces porque el control social producía mucha inteligencia y permitía actuar de forma preventiva. El fin del modelo trajo la pluralidad política, la independencia de los poderes, la división del antiguo PRI, el empoderamiento y la creciente autonomía de las organizaciones de la sociedad civil, la libertad de expresión, el poder de fiscalización de los medios y el fin del poder casi absoluto del presidencialismo. Estos factores crearon una sociedad completamente distinta que necesitaba de mayor fortaleza institucional, pero durante la transición el vacío de poder que dejó el viejo sistema en materia de seguridad fue llenado, en algunas zonas del país, por organizaciones criminales.
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Alta densidad criminal. Los arrestos de delincuentes, el descubrimiento o destrucción de infraestructuras de apoyo para la operación de los negocios ilícitos, los miles de presuntos de criminales muertos en sus propias luchas y los decomisos de armas, dinero, drogas y medios de transporte realizados por las autoridades son los mejores datos para confirmar que, efectivamente, México enfrenta un problema de elevada densidad criminal. Según datos que han hecho públicos distintas autoridades federales, en cinco años se han decomisado a grupos criminales más de 120 mil armas, 61 mil vehículos, 550 aviones, 400 embarcaciones marinas, 900 millones de dólares, 500 millones de pesos, 110 mil kilogramos de cocaína, nueve millones de kilogramos de marihuana, 60 mil kilogramos de precursores para metanfetaminas. Se han capturado a más de 150 mil delincuentes nacionales y más de mil 900 extranjeros, y se han destruido más de 600 laboratorios. Se les han decomisado, también, alrededor de una decena de tanques de combate artesanales, éstos son una muestra del nivel de estabilidad e impunidad cínica que habían alcanzado. No hay estudios serios sobre la dimensión del fenómeno criminal, pero estos datos bastan para demostrar el tamaño del “monstruo” y entender por qué tomará tiempo controlarlo.
Extrema debilidad institucional. En 2006 la Policía Federal contaba con sólo 12 mil efectivos para un país de 112 millones de habitantes, en otras palabras, el Estado central no tenía un poder coercitivo con la fuerza y calidad suficientes para atender la emergencia. Las policías estatales y municipales no sólo no eran una solución, sino que constituían una buena parte del problema, ya fuera por corrupción estructural, cooptación criminal o simplemente por las debilidades estructurales que se reflejaban en insuficiencia numérica, malos salarios, falta de formación y de equipamiento adecuado, deficientes sistemas de inteligencia y ausencia total de confianza y reconocimiento social. A lo anterior hay que sumar una reducida capacidad investigadora del Ministerio Público, una elevada tasa de impunidad, inoperancia del sistema de justicia penal, enorme rezago en los juzgados, así como las carencias del sistema penitenciario federal y estatal, que tiene una enorme sobrepoblación y problemas serios de corrupción. El resultado de la combinación de todos los factores hasta ahora es, por un lado, un ambiente permisivo para las organizaciones criminales y, por el otro, de indefensión casi total de la sociedad frente a la delincuencia. Los intentos y propuestas previos a 2006 para fortalecer estas instituciones fueron siempre parciales, aislados, de breve duración y sin respaldo presupuestal adecuado. Por lo tanto, la velocidad de fortalecimiento de las organizaciones criminales rebasó, por mucho, la de los dispersos e insuficientes cambios en el entramado institucional.
Cultura de violencia y disponibilidad de armas. No basta que haya disponibilidad de armas, lo fundamental es que esa disponibilidad se combine con ciudadanos determinados a utilizarlas, para delinquir, para defenderse, para resolver diferencias o, simplemente, como símbolo de respeto. Magda Coss nos dice que “en el año 2004 se cometieron en México 11 millones 810 mil 65 delitos; en el 40% de ellos el delincuente portaba un arma de fuego, mientras en el 31% de los casos la víctima fue agredida con un arma”.11 También cita Coss un reportaje del periódico El Universal de noviembre de 2008 donde dice que “el 55% de los alumnos de bachillerato a nivel nacional aseguraron que en sus escuelas al menos uno de sus compañeros ha llevado armas a la escuela”,12 y ese dato aumenta en los estados con mayor violencia. Agreguemos a esto la facilidad con que a partir de 2004 fue posible adquirir en Estados Unidos armas de guerra y el resultado será tal como lo señala Coss: “un cambio en los códigos de conducta y en los hábitos de los integrantes del crimen organizado”.13 Esas armas más poderosas los volvieron más peligrosos, más amenazantes y más violentos.
Elevado nivel de complicidad social. Esto ocurre como resultado de dos factores: la fortaleza de la economía ilegal frente a la debilidad de la economía formal en determinados lugares, y la poca importancia que los ciudadanos le asignan a la ley. Malcolm Beith en el prólogo de su libro El último narco,14 hablando sobre Badiraguato, la tierra del Chapo Guzmán, dice que allí “cerca del 97% de los residentes en el campo trabajan en el tráfico de drogas de una u otra manera. Desde los campesinos y sus familias —incluso niños— que cultivan marihuana y amapola para el opio, hasta los jóvenes armados que se encargan de tareas desagradables, los conductores y los pilotos que transportan el producto así como los políticos y policías locales: casi todo mundo está involucrado”.15 Esta descripción de Beith se repite en muchos otros lugares. Otra modalidad de complicidad social muy común son las empresas y/o personas que aceptan pagos de grandes sumas en efectivo por propiedades, vehículos, aviones y artículos de lujo. Unos se involucran por codicia, otros por temor, otros por necesidad y otros porque no conocen otra ley que no sea la de los criminales.
Cambios en el mercado de drogas. Tres factores han tenido incidencia sobre el aumento de la violencia desde el punto de vista del mercado: en primer lugar, el cambio de ruta de la cocaína, que dejó de transitar desde Colombia a Estados Unidos por el Caribe, y comenzó a moverse hacia el norte vía Centroamérica y México. En segundo lugar, la reducción en el consumo de cocaína en Estados Unidos y el aumento de la producción de marihuana en ese país; y, en tercer lugar, el aumento del consumo de drogas en México y la consiguiente aparición de redes de narcomenudeo. El cambio de ruta convirtió el narcotráfico mexicano en un negocio multimillonario, esto atrajo nuevos jugadores y abrió una competencia salvaje que se agudizó con los cambios en el mercado de la marihuana y cocaína en Estados Unidos. A este ya agravado escenario se agregó una nueva y también brutal lucha por algunas plazas de narcomenudeo.
La seguridad depende del monopolio
de la violencia legítima
Son fuertes, sólidas y universalmente reconocidas las corrientes académicas que sostienen que para que haya Estado la primera y más importante condición es que exista el monopolio y control de los instrumentos de coerción dentro de las fronteras de un país (Weber, Tilly, Guidens, Fukuyama y muchos otros). Es decir, que en última instancia la autoridad del Estado descansa en la capacidad de usar la violencia legítima. El monopolio de la violencia es la principal característica del Estado moderno. Conforme al estudio de Janice Thomson, Mercenarios, piratas y soberanos, fue “el desarme de actores transnacionales no estatales lo que marcó la transición de la heteronomía hacia la soberanía y la transformación de los Estados en sistemas estatales nacionales”.16 Durante la era medieval, dice Thomson, la violencia estaba “democratizada, comercializada e internacionalizada”,17 existían múltiples actores no estatales que ejercían la violencia guiados por intereses propios dentro y afuera de las fronteras de los países. Los soberanos contrataban piratas, corsarios y mercenarios para llevar adelante las guerras y dominar territorios y mares.
En la actualidad, la existencia de múltiples actores capaces de ejercer autoridad usando la violencia dentro de un territorio supone la existencia de un Estado débil. Ésa es la situación en algunos países africanos como la República del Congo, Somalia, Sudán, Angola, Sierra Leona, Liberia y otros. Esto es lo que estaba y está presente en Afganistán y por ello Al Qaeda pudo establecer allí su principal base. La debilidad de un Estado en el ejercicio de la autoridad sobre su territorio deja en manos de grupos armados recursos estratégicos y facilita la realización de negocios ilícitos, abriendo las puertas a la formación de potentes organizaciones criminales, al desarrollo de persistentes guerras internas y al posible surgimiento del terrorismo, en suma, a una violencia e inestabilidad crónicas y al riesgo de convertirse en un Estado fallido. Cuando el Estado central es débil, la competencia por el monopolio de la coerción entre distintos grupos armados criminales, nacionalistas, religiosos o insurgentes termina volviéndose inevitable.
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Ocho características esenciales del crimen organizado:
1. Poder financiero. Resultado del control de uno o varios negocios ilícitos, ya sean armas, drogas, trata de personas, productos piratas, gasolina, vehículos robados, entre otros.
2. Fuerza social. A partir de que emplea personas para sus negocios ilícitos y las convierte en redes de colaboradores para sus actividades delictivas.
3. Cooptación, penetración o sustitución del Estado. La combinación de los dos factores anteriores le permite tomar control de la autoridad local a través de dinero o intimidación.
4. Dominio territorial. En tanto sus actividades requieren del control de rutas, plazas, retaguardias o áreas de producción, el dominio del territorio se vuelve indispensable. Las prisiones, los aeropuertos, las fronteras y otros lugares estratégicos también son parte de sus objetivos a dominar.
5. Poder armado. Dado que no puede dirimir diferendos en tribunales, necesita crear un poder armado para intimidar en su espacio de control y para defenderse de otros grupos criminales y del Estado.
6. Interconexión global. El poder financiero proviene de estar conectado con mercados externos que le permiten tener una muy alta rentabilidad en sus negocios ilícitos. Por ejemplo, las metanfetaminas producen ganancias del 1000%.
7. Empoderamiento cultural. Son los componentes religiosos, símbolos, música y códigos culturales que reproducen la superestructura del fenómeno criminal. Narcocorridos, Santa Muerte, Virgen de los Sicarios, Omerta o ley del silencio, por ejemplo.
8. Poder político. Sostiene Fabio Armao, académico de la Universidad de Turín, Italia, que una empresa criminal tiene poder político cuando: “es capaz de disputarle al Estado el monopolio de la violencia en una parte del territorio”.18 A partir de esto, Armao habla de la existencia de bolsones de soberanía (“cluster of sovereignity”) bajo control de grupos criminales.
Cuando el crimen organizado logra su mayor nivel de desarrollo adquiere cuatro características esenciales: segunda generación de sus miembros, capitales legalizados, violencia subterránea y representación política. Éste es el nivel que llegó a alcanzar en Italia luego de varias décadas y lo que estuvo a punto de ocurrir en Colombia. La guerra de los cárteles colombianos contra el Estado fue señalada por algunos como la lucha de una nueva clase por ser socialmente reconocida. El punto, entonces, es si una sociedad está dispuesta a aceptar grupos de poder que tienen el recurso intimidatorio armado para imponerse sobre el resto de la sociedad. Ya sabemos que siempre habrá delincuentes, pero el Estado no puede permitir que existan poderes armados que le disputen autoridad y por eso resulta fundamental que asegure el monopolio pleno de la violencia legítima. La razón final de la violencia es la ausencia de autoridad, porque sin autoridad el caos es lo único que está garantizado. Sólo la autoridad del Estado democrático puede garantizarle a los ciudadanos derechos, seguridad y paz.
El problema de Colombia hasta hace pocos años era, en esencia, la incapacidad del Estado para mantener el monopolio de la violencia en extensas regiones de su territorio. Durante décadas el Estado colombiano no se ocupó de este control, de hecho, hacia los años sesenta hubo intentos incluso de formación de repúblicas independientes, la más conocida fue Marquetalia bajo control de Jacobo Arenas y Manuel Marulanda (Tirofijo). En esos espacios vacíos de Estado proliferaron diversidad de grupos armados compuestos por al menos cinco grupos guerrilleros, decenas de organizaciones paramilitares, grandes cárteles de narcotraficantes y todo tipo de bandidos armados. A pesar de que todos esos criminales tenían negocios ilícitos millonarios, Colombia se convirtió en el país con la mayor cantidad de secuestros y extorsiones del planeta. El delito común se disparó resultado del caos, la violencia se volvió endémica, llegó con fuerza a Bogotá y terminó amenazando seriamente la vida de la elite económica, política e intelectual del país. Por otro lado, la identidad del país sufrió daños muy severos a partir de la relación entre Colombia y violencia.
La violencia en Colombia no se redujo, ni con paramilitarismo, ni con guerra sucia, ni con disuasiones, ni con negociaciones, ni dejando de perseguir capos. Los colombianos ensayaron de todo, desde una cárcel especial para Pablo Escobar, hasta concederle una zona de distensión a las FARC de 44 mil kilómetros cuadrados en 1998. La violencia sólo comenzó a reducirse cuando el Estado se decidió a recuperar, por la fuerza, los territorios que estaban en manos de cárteles, paramilitares y narcoguerrilleros. Establecer el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado implicó para Colombia un largo proceso (que aún no termina y lleva más de 30 años), un difícil aprendizaje sobre la relación entre derechos humanos y legitimidad de la fuerza, un gran sacrificio en vidas y un enorme esfuerzo de reconstrucción institucional y ampliación del poder coercitivo del Estado.
Tan sólo entre 2003 y 2006 se desmovilizaron un total de 31 mil 664 efectivos armados pertenecientes a grupos guerrilleros y paramilitares,19 a la fecha esta cifra debe haber sobrepasado los 60 mil. No se trató solamente de un problema de drogas, como muchos piensan. Lo fundamental fue la recuperación de la autoridad del Estado en todo el país. Las fuerzas militares y policiales de Colombia crecieron exponencialmente en la última década hasta convertirse en el Ejército más numeroso del continente, con 431 mil 253 efectivos, que incluye una policía nacional de 145 mil 871 miembros.20 El cansancio por la violencia condujo, gradualmente, a un consenso mayoritario y un gran soporte nacional, primero para perseguir y desmantelar a los cárteles del narcotráfico y luego para derrotar a las narcoguerrillas. No se demandó el fin de la violencia, sino el sometimiento de los violentos.
Guatemala, por el contrario, ha sufrido un proceso inverso al colombiano ya que su poder coercitivo ha ido disminuyendo en los últimos años, resultado, en gran medida, de la liberalización económica que trajo un aumento de la seguridad privada, y una reducción dramática en el presupuesto estatal destinado al Ejército y la policía. Con ello, el Estado perdió capacidad para mantener el monopolio de la violencia en el territorio. Hoy en día, en Guatemala, las empresas privadas de seguridad son tres veces más grandes que los 35 mil elementos del Ejército y la policía juntos;21 la reconstrucción, calificación y multiplicación del poder coercitivo parece ahora una tarea casi imposible.
Otro ejemplo es Brasil, donde el gobierno ha debido reconocer que en las favelas de Río de Janeiro el Estado se ha ausentado durante más de 40 años, ese vacío de poder fue llenado por pandillas criminales armadas. Motivados por el reto de mejorar la seguridad antes del Mundial de Futbol de 2014, los gobiernos (federal y locales) se han propuesto recuperar su autoridad en las favelas, colocando de forma permanente a las unidades de policía pacificadoras.
México necesita tener en cuenta este conjunto de experiencias y decidir si quiere fragmentar su territorio y soberanía aceptando convivir con ejércitos criminales o si, por el contrario, desea asegurarse una paz sólida a futuro estableciendo el monopolio legitimo de la violencia del Estado en todo el país. El dilema está planteado entre creer ingenuamente que existen formas de convivencia pacífica con grupos criminales armados, o aceptar que es indispensable confrontarlos para tener una sociedad en paz.
El problema no son las drogas, sino tener la casa en orden
Se habla de “guerra perdida” porque erradamente se piensa que la lucha de México es por combatir el narcotráfico, cuando de antemano se sabe que eso no es posible, porque mientras haya demanda existirá oferta. La lucha es en realidad por mejorar la seguridad de los mexicanos. El combate al narcotráfico es, en ese sentido, una consecuencia de la lucha por la seguridad interna, que es la tarea principal. Según Sergio Jaramillo, ex viceministro de Defensa del gobierno de Álvaro Uribe y actual alto asesor para la Seguridad Nacional del presidente Santos, en Colombia “la seguridad no es un problema de legalizar o combatir a las drogas, sino de tener la casa en orden”.
Usemos un ejemplo para explicar mejor la idea anterior. Imaginemos que el crimen organizado y las drogas son un peligroso virus que puede llegar a cualquier país de forma inevitable. Al llegar a Europa Occidental el virus se enfrentará con gente saludable, ciudadanos organizados y responsables y sistemas de salud eficaces desplegados con personal y medicinas por todo el territorio. El virus, no hay duda, causará algún daño pero no será relevante. Bien, ahora imaginemos que ese mismo virus llega a Latinoamérica y África donde hay mucha gente en extrema pobreza, con bajos niveles de organización, ignorancia y conductas irresponsables, donde además los sistemas de salud son ineficientes y no se cuenta con el despliegue territorial adecuado y existe escasez de medicinas y personal. Sin duda los efectos del virus serán letales y harán estragos. Lo mismo ocurre con la seguridad y, efectivamente, como lo afirma Jaramillo, el problema no son las drogas, el problema es tener la casa en orden.
Tener la casa en orden implica que el Estado posea las instituciones de seguridad y justicia con la dimensión y calidad necesarias para enfrentar las amenazas del presente y que los ciudadanos interioricen el valor de la ley y el orden. La seguridad no mejorará si se buscan excusas intelectuales para seguir manteniendo a las mismas instituciones ineficaces de justicia y las mismas policías fragmentadas, desorganizadas, débiles, impopulares, corruptas y cínicas que han protegido a criminales bien armados, organizados y populares. Con drogas o sin drogas la transformación de la seguridad y la justicia es una tarea indispensable e impostergable de la democracia.
El debate debería ser sobre posiciones progresistas
Indiscutiblemente, la estrategia del gobierno federal no es perfecta y requiere un esfuerzo de revisión y mejora constante, pero está asentada en cuatro pilares que no admiten discusión y cualquiera que gobierne a México necesitará continuarlos: reducir al máximo la densidad criminal, recuperar autoridad sobre los territorios que están en situación crítica, fortalecer las instituciones de seguridad y justicia y alentar cambios cívicos en la conducta de los ciudadanos. Vale decir que de esto último es todavía poco lo que se ha avanzado. Sin duda hay mucho que cuestionar pero, con las excepciones del caso, quienes han asumido la crítica a la lucha contra el crimen organizado utilizando la violencia como bandera, en vez de presionar para que la modernización y el cambio en seguridad y justicia vayan a fondo, se han colocado en una posición conservadora. Sin decirlo claramente, asumieron la defensa de un statu quo que da ventaja a los criminales frente a los ciudadanos. Este ensayo es un intento para colocar la discusión en un terreno más progresista, señalando que los puntos centrales del debate no están en cómo administrar el crimen, sino en cómo construir Estado y ciudadanía. n
Joaquín Villalobos. Ex miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para la resolución de conflictos internacionales.
1 Jorge Castañeda, Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, Ed. Aguilar, 2011.
2 Colombia tiene muchas guerras en su historia. Aqui se considera el espacio de tiempo que va del final del gobierno de Belisario Betancourt, en 1985, hasta el presente. Como en todas las guerras los datos sobre víctimas son inciertos. Sobre muertes, Mauricio Romero sostiene que en los noventa hubo un promedio de 25 mil muertes por año (Paramilitares y Autodefensas, Editorial Planeta, 2003). Datos similares proporcionan otras fuentes. Sobre desplazados el dato más bajo es de 800 mil, pero Naciones Unidas (ACNUR) registra tres millones 672 mil 54 desplazados.
3 Jorge Castañeda op. cit., p. 165.
4 Datos obtenidos de la página en internet de la presidencia de la República: http://www.presidencia.gob.mx/el-blog/falso-que-la-caida-de-los-capos-origine-la-violencia/#more-65690
5 Gráfica obtenida del artículo de Alejandro Poiré y María Teresa Martínez, “La caída de los capos no multiplica la violencia. El caso de Nacho Coronel”, nexos, núm. 40, mayo, 2011, pp. 24-26. Las líneas punteadas de color las agregó el autor para enfatizar las tendencias.
6 Mary Kaldor los llama “Nuevas Guerras” y Paul Collier y otros académicos los llama “guerras con agenda económica”.
7 Reportaje sobre “falsos positivos”, periódico El Tiempo Bogotá, 21 de noviembre de 2011.
8 Magda Coss Nogueda, Tráfico de armas en México, Grijalbo, 2011.
9 Ibíd., p. 155.
10 Ibíd., p. 62.
11 Ibíd., p. 46.
12 Ibíd., p. 143.
13 Ibíd., p. 79.
14 Malcolm Beith, El último narco. Chapo, Ediciones B, 2011.
15 Ibíd., 22.
16 Janice Thomson, Mercenaries, Pirates and Sovereigns, Princeton University Press, 1996, p. 4.
17 Ídem.
18 Fabio Armao, Organized Crime´s Chalenge to Sovereignty: A European Perspective, Power Point Presentation, George Washington University, mayo 8,2011.
19 En las entrañas de la desmovilización. Un grito de esperanza, Departamento Administrativo de la Presidencia de la República de Colombia, 2007, p. 156.
20 “Pie de fuerza militar llegó a su techo”, El Tiempo, 30 de enero de 2009.
21 Patricia Arias, Seguridad privada en América Latina, FLACSO, Chile, 2008, p. 53.
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2102505
Si bien no hay sustento judicial en los datos, y el gobierno deberá corregir esto en la medida en que se logre el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y justicia, tampoco es aceptable el juicio político que esconde el informe de HRW al poner en duda cuál es el epicentro del conflicto en México. Cuestionar que se trata de una guerra entre criminales le daría base a la idea de que la violencia la generó el gobierno y por lo tanto daría lugar al juicio de la “guerra de Calderón”. En primer lugar, es importante señalar que estamos frente a un escenario que está produciendo una cantidad y calidad anormal de homicidios, por lo tanto no es fácil investigar todos los casos, como si estuviéramos investigando homicidios en Suecia, o con unas instituciones de policía y justicia como las británicas. Estamos hablando de un promedio de 800 homicidios por mes y casi 30 al día, en un país con graves deficiencias en sus instituciones. Si a esto agregamos que casi el 40% de éstos se concentra en tres estados y más del 60% en otros siete, el problema se complica mucho más.
En diciembre de 2009 HRW acusó a las policías de Sao Paulo y Río de Janeiro en Brasil de haber cometido 11 mil asesinatos en sólo cinco años (2003-2008). En 2010 denunció que los primeros seis meses de ese año estaban ocurriendo tres ejecuciones diarias en Brasil. En México no hay suficiente sustento para culpar al gobierno de un volumen similar al de Brasil. HRW documentó 24 ejecuciones extrajudiciales en México en cinco años. Esto es muy grave porque el Estado democrático debe evitar que estos casos existan y porque atenta, además, contra la propia estrategia de seguridad del gobierno y complica seriamente el trabajo de los policías y militares. Sin embargo, el dato tiene valor para establecer que HRW no encontró evidencias que le permitieran acusar al gobierno de México de tener relación con la inmensa mayoría de los 45 mil homicidios. Con que existieran unos cuantos cientos de ejecuciones extrajudiciales, se habrían filtrado muchas evidencias y el gobierno estaría siendo blanco, justificadamente, de un demoledor juicio político de la prensa, la oposición política y las organizaciones de la sociedad civil. Eso no está ocurriendo; lo responsabilizan de exacerbar la violencia, de abusos y violaciones aisladas a los derechos humanos, pero nadie se atreve a afirmar que las instituciones de seguridad estén matando miles de personas de forma sistemática como en Brasil.
¿Cómo podemos identificar que los homicidios responden a los conflictos entre criminales? Hay factores que pueden ser muy útiles como la reacción social, la forma de los homicidios, la localización, la sistematicidad, etcétera. De hecho, una parte considerable de las víctimas no son ni buscadas ni reconocidas por nadie. No hay datos confirmados, pero se habla de más del 40%. Con total certeza hay inocentes entre las víctimas, pero si lo dominante fueran personas inocentes la convulsión política y social por esas muertes sería de grandes proporciones. En una guerra los muertos que representan a los bandos no producen reacción social, pero la muerte sistemática de inocentes sí. Por ejemplo, cuando se encontraron las fosas de San Fernando donde fueron masacrados emigrantes por grupos criminales hubo una fuerte reacción social y política. En Colombia, muy a pesar del enorme apoyo que tiene el Ejército, se produjo el escándalo llamado de los “falsos positivos” por el asesinato de mil 741 inocentes que fueron presentados como guerrilleros. Los procesos judiciales abiertos involucran a más de tres mil miembros del Ejército.7 En democracia estos crímenes terminan, tarde o temprano, en un tribunal.
En México una parte de los homicidios son cometidos con un alto nivel de brutalidad y las ejecuciones representan el 80% de todas las muertes. La “muerte ejemplar” (decapitar, descuartizar y exhibir) es un código mafioso que utilizaron en el pasado policías, militares y escuadrones de la muerte en Centroamérica y Sudamérica, pero no hay antecedentes de ese nivel de brutalidad en México y tampoco hay antecedentes de “limpiezas sociales” con asesinatos sistemáticos a la escala que están ocurriendo ahora. El “exhibicionismo mortal” responde claramente al interés intimidatorio de los criminales.
Otro dato importante es que los homicidios y masacres están ocurriendo, precisamente, donde hay disputas por plazas y rutas entre bandas criminales, y esas guerras comenzaron antes de que tuviera más presencia la autoridad. En conclusión, no hay razones para pensar que el Estado sea el responsable de la mayoría de los homicidios. La evidencia judicial y la identificación de las víctimas es indispensable y debe demandarse, pero de ahí a concluir que dada la debilidad de las instituciones de justicia el sospechoso de los asesinatos podría ser el gobierno, hay un largo trecho por recorrer.
Teniendo en cuenta lo anterior, y dado que es difícil que una esposa celosa decapite al marido, que un asaltante descuartice a su víctima para robarle la billetera, que una pelea de borrachos acabe con uno de ellos colgado bajo un puente con una manta firmada por su enemigo, o que rivalidades deportivas o comunitarias se estén convirtiendo en homicidios sistemáticos, debemos concluir que el principal sospechoso de todas esas muertes sigue siendo el crimen organizado, independientemente de lo que diga HRW.
En conclusión, en México hay una cruenta guerra entre más de una docena de grupos criminales que se disputan rutas y plazas, en la cual el Estado se vio obligado a intervenir.
¿Son pacíficos los mexicanos?
¿Por qué miles de mexicanos decidieron armarse y enfrentarse contra otros mexicanos? ¿Cómo pudieron decidirse tan fácilmente a matar o morir? ¿De dónde surge esta violencia tan grande? No estamos hablando de volverse ladrones comunes, sino de construir o ser miembros de extensos aparatos criminales que tienen la violencia como eje de acción. No todas las sociedades tienen la violencia como primera opción de sus ciudadanos para dirimir conflictos o realizar “negocios”, incluso tratándose de criminales. Resolver diferencias personales, políticas, comerciales, comunitarias, familiares o de cualquier tipo usando la violencia es una característica cultural que precede a la formación de organizaciones criminales. Éstas sólo multiplican ese rasgo de la sociedad.
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Jorge Castañeda sostiene en su libro que derivado de la “aversión al conflicto” los mexicanos tienen “la agresividad como último recurso y emerge sólo al fracasar otras opciones”, lo cual es una manera de decir que México es un país culturalmente pacífico. Desde mi perspectiva, hay fundadas razones para dudar de esta afirmación y “aversión al conflicto” no implica necesariamente aversión a la violencia. México es un país muy grande, y como ocurre con otros de igual o mayor tamaño, las regiones o estados que lo componen tienen historias distintas y poseen imaginarios culturales diferentes, incluso en lo que se refiere a la percepción sobre la utilidad o inutilidad de la violencia.
En otro buen libro titulado Tráfico de armas en México, de Magda Coss Nogueda,8 se aborda el tema de la cultura de la violencia en México. En el prólogo, escrito por Leonardo Curzio, me enteré de que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, los maestros Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. En el mismo libro Magda Coss sostiene que “… en el México de los cuarenta, políticos y diputados no sólo cargaban pistola en la cintura para andar por las calles, sino que exhibían sus revólveres y en las sesiones legislativas las diferencias se subrayaban con un par de balazos”.9
La predisposición a la violencia no puede surgir de forma espontánea y no se puede explicar ni por la pobreza ni por las drogas ni por las armas, mucho menos por unos operativos de emergencia del gobierno. La disposición a la violencia es una construcción cultural histórica. Al respecto, Magda Coss nos dice: “Cuando la pérdida de vidas de manera violenta se convierte en algo usual, a menudo responde a una situación de repetida violencia estructural y cotidiana. La falta de posibilidades de desarrollo y de opciones no violentas para alcanzar posiciones o reconocimientos permiten que subculturas violentas como la del narcotráfico, las pandillas o el acoso escolar, ganen terreno y comiencen a verse como normales. Mientras la violencia no alcance desenlaces fatales, es tolerada e ignorada”.10 Posiblemente esto explique por qué comunidades enteras en distintas regiones de México han convivido durante décadas con organizaciones criminales armadas y altas tasas de homicidios.
Centroamérica es un ejemplo más claro de lo expuesto. El Salvador, Guatemala y Honduras forman la región más violenta del planeta, lo que contrasta con Nicaragua que es igualmente pobre y políticamente inestable, pero mucho menos violenta. La diferencia es que las tres primeras son sociedades con una cultura de violencia fuertemente arraigada, resultado de una historia de paramilitarismo, escuadrones de la muerte y formas privadas de violencia que el propio Estado promovía. En Nicaragua, por el contrario, el Estado no utilizó formas privadas de violencia, incluso durante la dictadura de Somoza. En los tres primeros países el Estado, al no establecer el monopolio de la violencia legítima, activó la violencia entre los ciudadanos y esto terminó convertido en rasgo cultural. En la ruta de la cocaína hay más de una decena de países desde Colombia hasta México. Cabe preguntarse por qué la violencia vinculada al crimen organizado sólo se vuelve brutalmente extrema en Colombia, México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Igualmente, al mirar hacia más al sur, Perú y Bolivia producían cocaína antes que Colombia, pero la violencia ha sido más persistente en Colombia.
Para entender lo que está pasando en México es indispensable estudiar el mapa cultural de la violencia en el país. Es importante saber cuáles han sido los niveles de violencia social y delictiva de las zonas críticas a lo largo de la historia, cómo y en cuánto tiempo se gestaron las capacidades operacionales, organizacionales, materiales y, sobre todo, las morales de actores tan violentos. Esto nos llevaría a otras preguntas fundamentales: ¿Era posible continuar conviviendo con esa violencia potencial en un escenario de paz tan frágil? ¿A dónde hubiesen llevado la pasividad y la inacción? Es ingenuo pensar que organizaciones criminales con ingresos tan elevados y decenas de miles de armas podían convivir pacíficamente entre ellos y con el Estado si la autoridad se hacía de la vista gorda y no los molestaba. Lo que está pasando parece mostrar que ha llegado la hora de domar al “México bronco”, de educarlo para la paz y de acotar su violencia con la fuerza del Estado.
Factores que explican la violencia
Tal como señalamos al inicio, la violencia responde a un contexto donde se han combinado una multiplicidad de causas. Éstas coincidieron y produjeron una detonación que le tocó en suerte al actual gobierno, pero cualquiera que hubiera sido el presidente o el partido en el gobierno habría tenido que enfrentar esta crisis. Éste no es un problema de un gobierno, sino del Estado mexicano a todos sus niveles, incluyendo a toda la clase política y la sociedad civil en su conjunto. Algunos de los más importantes factores que se conjugaron en el tiempo y el espacio para producir el estallido de violencia fueron:
Colapso del modelo de seguridad anterior. La llegada de la democracia extinguió el modelo corporativo de “partido de Estado” que mantenía la seguridad a partir de un efectivo control social. Éste no requería de instituciones de seguridad y justicia fuertes y eficaces porque el control social producía mucha inteligencia y permitía actuar de forma preventiva. El fin del modelo trajo la pluralidad política, la independencia de los poderes, la división del antiguo PRI, el empoderamiento y la creciente autonomía de las organizaciones de la sociedad civil, la libertad de expresión, el poder de fiscalización de los medios y el fin del poder casi absoluto del presidencialismo. Estos factores crearon una sociedad completamente distinta que necesitaba de mayor fortaleza institucional, pero durante la transición el vacío de poder que dejó el viejo sistema en materia de seguridad fue llenado, en algunas zonas del país, por organizaciones criminales.
mitos6
Alta densidad criminal. Los arrestos de delincuentes, el descubrimiento o destrucción de infraestructuras de apoyo para la operación de los negocios ilícitos, los miles de presuntos de criminales muertos en sus propias luchas y los decomisos de armas, dinero, drogas y medios de transporte realizados por las autoridades son los mejores datos para confirmar que, efectivamente, México enfrenta un problema de elevada densidad criminal. Según datos que han hecho públicos distintas autoridades federales, en cinco años se han decomisado a grupos criminales más de 120 mil armas, 61 mil vehículos, 550 aviones, 400 embarcaciones marinas, 900 millones de dólares, 500 millones de pesos, 110 mil kilogramos de cocaína, nueve millones de kilogramos de marihuana, 60 mil kilogramos de precursores para metanfetaminas. Se han capturado a más de 150 mil delincuentes nacionales y más de mil 900 extranjeros, y se han destruido más de 600 laboratorios. Se les han decomisado, también, alrededor de una decena de tanques de combate artesanales, éstos son una muestra del nivel de estabilidad e impunidad cínica que habían alcanzado. No hay estudios serios sobre la dimensión del fenómeno criminal, pero estos datos bastan para demostrar el tamaño del “monstruo” y entender por qué tomará tiempo controlarlo.
Extrema debilidad institucional. En 2006 la Policía Federal contaba con sólo 12 mil efectivos para un país de 112 millones de habitantes, en otras palabras, el Estado central no tenía un poder coercitivo con la fuerza y calidad suficientes para atender la emergencia. Las policías estatales y municipales no sólo no eran una solución, sino que constituían una buena parte del problema, ya fuera por corrupción estructural, cooptación criminal o simplemente por las debilidades estructurales que se reflejaban en insuficiencia numérica, malos salarios, falta de formación y de equipamiento adecuado, deficientes sistemas de inteligencia y ausencia total de confianza y reconocimiento social. A lo anterior hay que sumar una reducida capacidad investigadora del Ministerio Público, una elevada tasa de impunidad, inoperancia del sistema de justicia penal, enorme rezago en los juzgados, así como las carencias del sistema penitenciario federal y estatal, que tiene una enorme sobrepoblación y problemas serios de corrupción. El resultado de la combinación de todos los factores hasta ahora es, por un lado, un ambiente permisivo para las organizaciones criminales y, por el otro, de indefensión casi total de la sociedad frente a la delincuencia. Los intentos y propuestas previos a 2006 para fortalecer estas instituciones fueron siempre parciales, aislados, de breve duración y sin respaldo presupuestal adecuado. Por lo tanto, la velocidad de fortalecimiento de las organizaciones criminales rebasó, por mucho, la de los dispersos e insuficientes cambios en el entramado institucional.
Cultura de violencia y disponibilidad de armas. No basta que haya disponibilidad de armas, lo fundamental es que esa disponibilidad se combine con ciudadanos determinados a utilizarlas, para delinquir, para defenderse, para resolver diferencias o, simplemente, como símbolo de respeto. Magda Coss nos dice que “en el año 2004 se cometieron en México 11 millones 810 mil 65 delitos; en el 40% de ellos el delincuente portaba un arma de fuego, mientras en el 31% de los casos la víctima fue agredida con un arma”.11 También cita Coss un reportaje del periódico El Universal de noviembre de 2008 donde dice que “el 55% de los alumnos de bachillerato a nivel nacional aseguraron que en sus escuelas al menos uno de sus compañeros ha llevado armas a la escuela”,12 y ese dato aumenta en los estados con mayor violencia. Agreguemos a esto la facilidad con que a partir de 2004 fue posible adquirir en Estados Unidos armas de guerra y el resultado será tal como lo señala Coss: “un cambio en los códigos de conducta y en los hábitos de los integrantes del crimen organizado”.13 Esas armas más poderosas los volvieron más peligrosos, más amenazantes y más violentos.
Elevado nivel de complicidad social. Esto ocurre como resultado de dos factores: la fortaleza de la economía ilegal frente a la debilidad de la economía formal en determinados lugares, y la poca importancia que los ciudadanos le asignan a la ley. Malcolm Beith en el prólogo de su libro El último narco,14 hablando sobre Badiraguato, la tierra del Chapo Guzmán, dice que allí “cerca del 97% de los residentes en el campo trabajan en el tráfico de drogas de una u otra manera. Desde los campesinos y sus familias —incluso niños— que cultivan marihuana y amapola para el opio, hasta los jóvenes armados que se encargan de tareas desagradables, los conductores y los pilotos que transportan el producto así como los políticos y policías locales: casi todo mundo está involucrado”.15 Esta descripción de Beith se repite en muchos otros lugares. Otra modalidad de complicidad social muy común son las empresas y/o personas que aceptan pagos de grandes sumas en efectivo por propiedades, vehículos, aviones y artículos de lujo. Unos se involucran por codicia, otros por temor, otros por necesidad y otros porque no conocen otra ley que no sea la de los criminales.
Cambios en el mercado de drogas. Tres factores han tenido incidencia sobre el aumento de la violencia desde el punto de vista del mercado: en primer lugar, el cambio de ruta de la cocaína, que dejó de transitar desde Colombia a Estados Unidos por el Caribe, y comenzó a moverse hacia el norte vía Centroamérica y México. En segundo lugar, la reducción en el consumo de cocaína en Estados Unidos y el aumento de la producción de marihuana en ese país; y, en tercer lugar, el aumento del consumo de drogas en México y la consiguiente aparición de redes de narcomenudeo. El cambio de ruta convirtió el narcotráfico mexicano en un negocio multimillonario, esto atrajo nuevos jugadores y abrió una competencia salvaje que se agudizó con los cambios en el mercado de la marihuana y cocaína en Estados Unidos. A este ya agravado escenario se agregó una nueva y también brutal lucha por algunas plazas de narcomenudeo.
La seguridad depende del monopolio
de la violencia legítima
Son fuertes, sólidas y universalmente reconocidas las corrientes académicas que sostienen que para que haya Estado la primera y más importante condición es que exista el monopolio y control de los instrumentos de coerción dentro de las fronteras de un país (Weber, Tilly, Guidens, Fukuyama y muchos otros). Es decir, que en última instancia la autoridad del Estado descansa en la capacidad de usar la violencia legítima. El monopolio de la violencia es la principal característica del Estado moderno. Conforme al estudio de Janice Thomson, Mercenarios, piratas y soberanos, fue “el desarme de actores transnacionales no estatales lo que marcó la transición de la heteronomía hacia la soberanía y la transformación de los Estados en sistemas estatales nacionales”.16 Durante la era medieval, dice Thomson, la violencia estaba “democratizada, comercializada e internacionalizada”,17 existían múltiples actores no estatales que ejercían la violencia guiados por intereses propios dentro y afuera de las fronteras de los países. Los soberanos contrataban piratas, corsarios y mercenarios para llevar adelante las guerras y dominar territorios y mares.
En la actualidad, la existencia de múltiples actores capaces de ejercer autoridad usando la violencia dentro de un territorio supone la existencia de un Estado débil. Ésa es la situación en algunos países africanos como la República del Congo, Somalia, Sudán, Angola, Sierra Leona, Liberia y otros. Esto es lo que estaba y está presente en Afganistán y por ello Al Qaeda pudo establecer allí su principal base. La debilidad de un Estado en el ejercicio de la autoridad sobre su territorio deja en manos de grupos armados recursos estratégicos y facilita la realización de negocios ilícitos, abriendo las puertas a la formación de potentes organizaciones criminales, al desarrollo de persistentes guerras internas y al posible surgimiento del terrorismo, en suma, a una violencia e inestabilidad crónicas y al riesgo de convertirse en un Estado fallido. Cuando el Estado central es débil, la competencia por el monopolio de la coerción entre distintos grupos armados criminales, nacionalistas, religiosos o insurgentes termina volviéndose inevitable.
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Ocho características esenciales del crimen organizado:
1. Poder financiero. Resultado del control de uno o varios negocios ilícitos, ya sean armas, drogas, trata de personas, productos piratas, gasolina, vehículos robados, entre otros.
2. Fuerza social. A partir de que emplea personas para sus negocios ilícitos y las convierte en redes de colaboradores para sus actividades delictivas.
3. Cooptación, penetración o sustitución del Estado. La combinación de los dos factores anteriores le permite tomar control de la autoridad local a través de dinero o intimidación.
4. Dominio territorial. En tanto sus actividades requieren del control de rutas, plazas, retaguardias o áreas de producción, el dominio del territorio se vuelve indispensable. Las prisiones, los aeropuertos, las fronteras y otros lugares estratégicos también son parte de sus objetivos a dominar.
5. Poder armado. Dado que no puede dirimir diferendos en tribunales, necesita crear un poder armado para intimidar en su espacio de control y para defenderse de otros grupos criminales y del Estado.
6. Interconexión global. El poder financiero proviene de estar conectado con mercados externos que le permiten tener una muy alta rentabilidad en sus negocios ilícitos. Por ejemplo, las metanfetaminas producen ganancias del 1000%.
7. Empoderamiento cultural. Son los componentes religiosos, símbolos, música y códigos culturales que reproducen la superestructura del fenómeno criminal. Narcocorridos, Santa Muerte, Virgen de los Sicarios, Omerta o ley del silencio, por ejemplo.
8. Poder político. Sostiene Fabio Armao, académico de la Universidad de Turín, Italia, que una empresa criminal tiene poder político cuando: “es capaz de disputarle al Estado el monopolio de la violencia en una parte del territorio”.18 A partir de esto, Armao habla de la existencia de bolsones de soberanía (“cluster of sovereignity”) bajo control de grupos criminales.
Cuando el crimen organizado logra su mayor nivel de desarrollo adquiere cuatro características esenciales: segunda generación de sus miembros, capitales legalizados, violencia subterránea y representación política. Éste es el nivel que llegó a alcanzar en Italia luego de varias décadas y lo que estuvo a punto de ocurrir en Colombia. La guerra de los cárteles colombianos contra el Estado fue señalada por algunos como la lucha de una nueva clase por ser socialmente reconocida. El punto, entonces, es si una sociedad está dispuesta a aceptar grupos de poder que tienen el recurso intimidatorio armado para imponerse sobre el resto de la sociedad. Ya sabemos que siempre habrá delincuentes, pero el Estado no puede permitir que existan poderes armados que le disputen autoridad y por eso resulta fundamental que asegure el monopolio pleno de la violencia legítima. La razón final de la violencia es la ausencia de autoridad, porque sin autoridad el caos es lo único que está garantizado. Sólo la autoridad del Estado democrático puede garantizarle a los ciudadanos derechos, seguridad y paz.
El problema de Colombia hasta hace pocos años era, en esencia, la incapacidad del Estado para mantener el monopolio de la violencia en extensas regiones de su territorio. Durante décadas el Estado colombiano no se ocupó de este control, de hecho, hacia los años sesenta hubo intentos incluso de formación de repúblicas independientes, la más conocida fue Marquetalia bajo control de Jacobo Arenas y Manuel Marulanda (Tirofijo). En esos espacios vacíos de Estado proliferaron diversidad de grupos armados compuestos por al menos cinco grupos guerrilleros, decenas de organizaciones paramilitares, grandes cárteles de narcotraficantes y todo tipo de bandidos armados. A pesar de que todos esos criminales tenían negocios ilícitos millonarios, Colombia se convirtió en el país con la mayor cantidad de secuestros y extorsiones del planeta. El delito común se disparó resultado del caos, la violencia se volvió endémica, llegó con fuerza a Bogotá y terminó amenazando seriamente la vida de la elite económica, política e intelectual del país. Por otro lado, la identidad del país sufrió daños muy severos a partir de la relación entre Colombia y violencia.
La violencia en Colombia no se redujo, ni con paramilitarismo, ni con guerra sucia, ni con disuasiones, ni con negociaciones, ni dejando de perseguir capos. Los colombianos ensayaron de todo, desde una cárcel especial para Pablo Escobar, hasta concederle una zona de distensión a las FARC de 44 mil kilómetros cuadrados en 1998. La violencia sólo comenzó a reducirse cuando el Estado se decidió a recuperar, por la fuerza, los territorios que estaban en manos de cárteles, paramilitares y narcoguerrilleros. Establecer el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado implicó para Colombia un largo proceso (que aún no termina y lleva más de 30 años), un difícil aprendizaje sobre la relación entre derechos humanos y legitimidad de la fuerza, un gran sacrificio en vidas y un enorme esfuerzo de reconstrucción institucional y ampliación del poder coercitivo del Estado.
Tan sólo entre 2003 y 2006 se desmovilizaron un total de 31 mil 664 efectivos armados pertenecientes a grupos guerrilleros y paramilitares,19 a la fecha esta cifra debe haber sobrepasado los 60 mil. No se trató solamente de un problema de drogas, como muchos piensan. Lo fundamental fue la recuperación de la autoridad del Estado en todo el país. Las fuerzas militares y policiales de Colombia crecieron exponencialmente en la última década hasta convertirse en el Ejército más numeroso del continente, con 431 mil 253 efectivos, que incluye una policía nacional de 145 mil 871 miembros.20 El cansancio por la violencia condujo, gradualmente, a un consenso mayoritario y un gran soporte nacional, primero para perseguir y desmantelar a los cárteles del narcotráfico y luego para derrotar a las narcoguerrillas. No se demandó el fin de la violencia, sino el sometimiento de los violentos.
Guatemala, por el contrario, ha sufrido un proceso inverso al colombiano ya que su poder coercitivo ha ido disminuyendo en los últimos años, resultado, en gran medida, de la liberalización económica que trajo un aumento de la seguridad privada, y una reducción dramática en el presupuesto estatal destinado al Ejército y la policía. Con ello, el Estado perdió capacidad para mantener el monopolio de la violencia en el territorio. Hoy en día, en Guatemala, las empresas privadas de seguridad son tres veces más grandes que los 35 mil elementos del Ejército y la policía juntos;21 la reconstrucción, calificación y multiplicación del poder coercitivo parece ahora una tarea casi imposible.
Otro ejemplo es Brasil, donde el gobierno ha debido reconocer que en las favelas de Río de Janeiro el Estado se ha ausentado durante más de 40 años, ese vacío de poder fue llenado por pandillas criminales armadas. Motivados por el reto de mejorar la seguridad antes del Mundial de Futbol de 2014, los gobiernos (federal y locales) se han propuesto recuperar su autoridad en las favelas, colocando de forma permanente a las unidades de policía pacificadoras.
México necesita tener en cuenta este conjunto de experiencias y decidir si quiere fragmentar su territorio y soberanía aceptando convivir con ejércitos criminales o si, por el contrario, desea asegurarse una paz sólida a futuro estableciendo el monopolio legitimo de la violencia del Estado en todo el país. El dilema está planteado entre creer ingenuamente que existen formas de convivencia pacífica con grupos criminales armados, o aceptar que es indispensable confrontarlos para tener una sociedad en paz.
El problema no son las drogas, sino tener la casa en orden
Se habla de “guerra perdida” porque erradamente se piensa que la lucha de México es por combatir el narcotráfico, cuando de antemano se sabe que eso no es posible, porque mientras haya demanda existirá oferta. La lucha es en realidad por mejorar la seguridad de los mexicanos. El combate al narcotráfico es, en ese sentido, una consecuencia de la lucha por la seguridad interna, que es la tarea principal. Según Sergio Jaramillo, ex viceministro de Defensa del gobierno de Álvaro Uribe y actual alto asesor para la Seguridad Nacional del presidente Santos, en Colombia “la seguridad no es un problema de legalizar o combatir a las drogas, sino de tener la casa en orden”.
Usemos un ejemplo para explicar mejor la idea anterior. Imaginemos que el crimen organizado y las drogas son un peligroso virus que puede llegar a cualquier país de forma inevitable. Al llegar a Europa Occidental el virus se enfrentará con gente saludable, ciudadanos organizados y responsables y sistemas de salud eficaces desplegados con personal y medicinas por todo el territorio. El virus, no hay duda, causará algún daño pero no será relevante. Bien, ahora imaginemos que ese mismo virus llega a Latinoamérica y África donde hay mucha gente en extrema pobreza, con bajos niveles de organización, ignorancia y conductas irresponsables, donde además los sistemas de salud son ineficientes y no se cuenta con el despliegue territorial adecuado y existe escasez de medicinas y personal. Sin duda los efectos del virus serán letales y harán estragos. Lo mismo ocurre con la seguridad y, efectivamente, como lo afirma Jaramillo, el problema no son las drogas, el problema es tener la casa en orden.
Tener la casa en orden implica que el Estado posea las instituciones de seguridad y justicia con la dimensión y calidad necesarias para enfrentar las amenazas del presente y que los ciudadanos interioricen el valor de la ley y el orden. La seguridad no mejorará si se buscan excusas intelectuales para seguir manteniendo a las mismas instituciones ineficaces de justicia y las mismas policías fragmentadas, desorganizadas, débiles, impopulares, corruptas y cínicas que han protegido a criminales bien armados, organizados y populares. Con drogas o sin drogas la transformación de la seguridad y la justicia es una tarea indispensable e impostergable de la democracia.
El debate debería ser sobre posiciones progresistas
Indiscutiblemente, la estrategia del gobierno federal no es perfecta y requiere un esfuerzo de revisión y mejora constante, pero está asentada en cuatro pilares que no admiten discusión y cualquiera que gobierne a México necesitará continuarlos: reducir al máximo la densidad criminal, recuperar autoridad sobre los territorios que están en situación crítica, fortalecer las instituciones de seguridad y justicia y alentar cambios cívicos en la conducta de los ciudadanos. Vale decir que de esto último es todavía poco lo que se ha avanzado. Sin duda hay mucho que cuestionar pero, con las excepciones del caso, quienes han asumido la crítica a la lucha contra el crimen organizado utilizando la violencia como bandera, en vez de presionar para que la modernización y el cambio en seguridad y justicia vayan a fondo, se han colocado en una posición conservadora. Sin decirlo claramente, asumieron la defensa de un statu quo que da ventaja a los criminales frente a los ciudadanos. Este ensayo es un intento para colocar la discusión en un terreno más progresista, señalando que los puntos centrales del debate no están en cómo administrar el crimen, sino en cómo construir Estado y ciudadanía. n
Joaquín Villalobos. Ex miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para la resolución de conflictos internacionales.
1 Jorge Castañeda, Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, Ed. Aguilar, 2011.
2 Colombia tiene muchas guerras en su historia. Aqui se considera el espacio de tiempo que va del final del gobierno de Belisario Betancourt, en 1985, hasta el presente. Como en todas las guerras los datos sobre víctimas son inciertos. Sobre muertes, Mauricio Romero sostiene que en los noventa hubo un promedio de 25 mil muertes por año (Paramilitares y Autodefensas, Editorial Planeta, 2003). Datos similares proporcionan otras fuentes. Sobre desplazados el dato más bajo es de 800 mil, pero Naciones Unidas (ACNUR) registra tres millones 672 mil 54 desplazados.
3 Jorge Castañeda op. cit., p. 165.
4 Datos obtenidos de la página en internet de la presidencia de la República: http://www.presidencia.gob.mx/el-blog/falso-que-la-caida-de-los-capos-origine-la-violencia/#more-65690
5 Gráfica obtenida del artículo de Alejandro Poiré y María Teresa Martínez, “La caída de los capos no multiplica la violencia. El caso de Nacho Coronel”, nexos, núm. 40, mayo, 2011, pp. 24-26. Las líneas punteadas de color las agregó el autor para enfatizar las tendencias.
6 Mary Kaldor los llama “Nuevas Guerras” y Paul Collier y otros académicos los llama “guerras con agenda económica”.
7 Reportaje sobre “falsos positivos”, periódico El Tiempo Bogotá, 21 de noviembre de 2011.
8 Magda Coss Nogueda, Tráfico de armas en México, Grijalbo, 2011.
9 Ibíd., p. 155.
10 Ibíd., p. 62.
11 Ibíd., p. 46.
12 Ibíd., p. 143.
13 Ibíd., p. 79.
14 Malcolm Beith, El último narco. Chapo, Ediciones B, 2011.
15 Ibíd., 22.
16 Janice Thomson, Mercenaries, Pirates and Sovereigns, Princeton University Press, 1996, p. 4.
17 Ídem.
18 Fabio Armao, Organized Crime´s Chalenge to Sovereignty: A European Perspective, Power Point Presentation, George Washington University, mayo 8,2011.
19 En las entrañas de la desmovilización. Un grito de esperanza, Departamento Administrativo de la Presidencia de la República de Colombia, 2007, p. 156.
20 “Pie de fuerza militar llegó a su techo”, El Tiempo, 30 de enero de 2009.
21 Patricia Arias, Seguridad privada en América Latina, FLACSO, Chile, 2008, p. 53.
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2102505
Doce mitos de la guerra contra el narco
Doce mitos de la guerra contra el narco
Joaquín Villalobos ( Ver todos sus artículos )
Una nube de mitos flota alrededor de la guerra de mayor impacto político en la últimas décadas:desde aquellos que dictan que no se debió confrontar al crimen organizado, hasta aquellos que indican que la participación del ejército en las actividades antinarcóticos es negativa. En estas páginas Joaquín Villalobos desmonta los argumentos de una mitología que impacta en la opinión a partir de estadísticas pobres y comparaciones discutibles
Una nube de mitos flota alrededor de la guerra de mayor impacto político en la últimas décadas:desde aquellos que dictan que no se debió confrontar al crimen organizado, hasta aquellos que indican que la participación del ejército en las actividades antinarcóticos es negativa. En estas páginas Joaquín Villalobos desmonta los argumentos de una mitología que impacta en la opinión a partir de estadísticas pobres y comparaciones discutibles
Desde la Revolución de 1910 México no había conocido una violencia con tanto impacto político como la que vive actualmente. A finales de la década de los ochenta Estados Unidos tuvo éxito en reducir el volumen de droga que se movía por la ruta Caribe desde Colombia a Miami. Esta ruta permitía a los cárteles colombianos exportar mariguana y cocaína directo a Estados Unidos, sin intermediarios. México pasó así a ser el territorio más importante para el tránsito de drogas hacia la Unión Americana y se produjo una expansión del narcotráfico, que rompió con el largo periodo de paz en que habían vivido los mexicanos.
Entender, debatir y estar dispuestos a pagar los costos que implica reducir el poder del crimen organizado y frenar su violencia, todo ello bajo condiciones democráticas, es algo nuevo para una sociedad acostumbrada a la poca deliberación y al orden impuesto desde arriba que vivió México durante varias décadas. Esta condición histórica ha creado dificultades para entender la información y los resultados de la guerra que está librando el Estado mexicano contra los narcotraficantes, y ello ha dado lugar al surgimiento de mitos sobre la guerra y la violencia. Algunos de estos mitos resultan del indispensable y justo debate político democrático. Sin embargo, aunque se trata de un problema complejo que requerirá tiempo para ponerlo bajo control, no hay razones para ser pesimistas.
1. “No se debió confrontar al crimen organizado”
Cuando la violencia comenzó a crecer por la guerra entre cárteles, el gobierno del presidente Fox dio inicio a la intervención de fuerzas federales en los primeros estados que tenían problemas (Tamaulipas, Guerrero, etcétera). Frente al agravamiento de la violencia en otros estados el gobierno del presidente Calderón decidió combatir frontalmente al narcotráfico y dio continuidad a la intervención federal. Surgieron entonces críticas sobre falta de inteligencia previa, se calificó de reactivas las operaciones e incluso se dijo que el gobierno actuaba por interés político y que las operaciones gubernamentales habían empeorado el problema. Algunos consideraban que lo mejor era tapar los efectos mediáticos de la violencia y dejar que todo continuara manejado por supuestos “acuerdos locales”. Sin embargo, esos “acuerdos” no eran entre iguales, sino entre criminales y funcionarios intimidados por la ley de “plata o plomo” que estaba dejando policías asesinados y presidentes municipales y gobernadores atemorizados. La idea de no combatir de frente al narcotráfico supone, ingenuamente, que éste no es contagioso ni expansivo, y que no alcanzaría al Distrito Federal. La realidad es que una de las primeras batallas ha sido recuperar el aeropuerto de ciudad de México que para los narcos es tan importante como Nuevo Laredo o Ciudad Juárez.
México está atrapado entre el mayor consumidor de drogas del mundo, al norte, y la región más violenta del mundo (Guatemala, Honduras y El Salvador), al sur, a consecuencia del tráfico de drogas. Por lo tanto, resulta muy difícil pensar que es posible aislarse, abstraerse del problema y suponer que no pasaría nada. El narcotráfico es un delito global que está extendiéndose en casi toda América Latina, afectando también a Europa del Este, al norte de África y algunas regiones de Asia. El crecimiento de las clases medias urbanas y el aumento del consumo de drogas están directamente relacionados, no hay una razón sólida para que las clases medias mexicanas puedan ser excluidas del incremento en el consumo, algo que ya está afectando seriamente a Brasil. No hacer nada podría haber llevado a México a una situación similar a la que enfrentó Colombia a finales de los ochenta. Son muchos los ciudadanos y funcionarios colombianos que aceptan, abiertamente, que la situación en su país “tocó fondo” porque esperaron demasiado tiempo para actuar.
El nivel de violencia actual en México deja bien claro que el monstruo era real, fuerte y peligroso. Ante un escenario así hay dos principios fundamentales para actuar: determinación y velocidad. Determinación para no retroceder frente a la reacción violenta de los cárteles y frente al temor que se abriría en la sociedad; y velocidad para contener y recuperar terreno. En realidad no hacía falta inteligencia previa, los cárteles actuaban en las calles con una impunidad cínica. El primer paso era quitarles ventajas, tranquilidad y oportunidades a sus “negocios”, se habían abierto tanto que la presencia de fuerzas federales en el terreno produciría resultados inmediatos, tal como ha ocurrido. En una primera fase lo masivo debía privar sobre lo cualitativo. Ahora se están abriendo retos más complejos como la reconstrucción policial y el componente social de la estrategia, pero sin ganarle terreno a los cárteles no puede pensarse ni en la reconstrucción de instituciones ni en planes integrales. Es necesario actuar para hacer transitar al narcotráfico de amenaza a la seguridad nacional a un problema policial.
2. “México está colombianizado y en peligro de ser un Estado fallido”
Estas afirmaciones se realizan sin usar datos comparativos serios. México sufre una violencia localizada en seis de sus 32 estados y tiene una tasa nacional de 10 homicidios por cada 100 mil habitantes. Venezuela tiene 48, Colombia 37, Brasil 25, Guatemala, Honduras y El Salvador están arriba de 50. El estado de Chihuahua, el más violento de México, está en este momento en su punto más álgido con una tasa de 143 homicidios, le siguen Sinaloa con 80, Durango con 49, Baja California 44 y Michoacán 25. A inicios de los noventa Medellín, la ciudad más violenta de Colombia, mantuvo una tasa de 320 durante varios años y, en ese mismo periodo, Cali tenía 124, Cúcuta 105 y Bogotá, la capital, 80. Colombia ha vivido dos guerras en 25 años, las cuales le han costado más de 200 mil muertos y dos millones de desplazados, y continúa en conflicto.
El volumen, extensión, raíces históricas, códigos culturales y complejidad de la violencia colombiana ha sido —y todavía es— muy superior a la que vive México. En Colombia los niveles de penetración que alcanzó el narcotráfico en la política, el ejército, la policía, los negocios y la sociedad fueron mayores a los que existen actualmente en México, donde no se puede hablar de una narcopolítica. Los cárteles y narcoguerrillas colombianas golpearon con actos terroristas a personajes e instituciones de los poderes políticos, económicos y mediáticos vitales del país. En 1989 Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia, fue asesinado por el narcotráfico y tres candidatos más fueron asesinados en ese periodo. El propio presidente, Álvaro Uribe, ha sobrevivido a varios atentados y el vicepresidente, Francisco Santos, estuvo secuestrado por Pablo Escobar. Hechos como éstos no han ocurrido y es muy difícil que ocurran en México, donde no han existido territorios con ausencia de Estado durante 40 años como en Colombia; el Estado mexicano ha sido más bien omnipresente y fuerte y el colombiano ausente y débil.
En Río de Janeiro, Brasil, de enero a junio de 2009 murieron 65 policías en enfrentamientos con criminales y su tasa de homicidios es de 38 por cada 100 mil habitantes; recientemente los narcotraficantes derribaron en combate un helicóptero policial en barrios del norte de la ciudad y murieron 12 policías. En 2006 Sao Paulo sufrió ataques simultáneos a puestos policiales, oficinas de gobierno y puntos de interés económico por parte de las pandillas dedicadas al narcomenudeo. El Distrito Federal, en contraste, tiene una tasa de sólo cinco homicidios por cada 100 mil habitantes y jamás han ocurrido hechos tan graves como los de las ciudades de Colombia o Brasil. México tiene un problema de seguridad en la periferia de sus centros vitales y Brasil lo tiene, y muy grave, en sus dos principales ciudades: Río Janeiro y Sao Paulo. Sin embargo, Río será sede de los Juegos Olímpicos y no se dice que allí hay una guerra o que Brasil pueda ser un Estado fallido. Si la idea de territorios fuera de control del Estado se empleara mecánicamente para definir Estados fallidos, habría más de una decena de éstos en el continente americano y tendría, incluso, que revisarse cuál sería la condición de algunas zonas de ciudades estadunidenses que albergan a un millón de pandilleros.
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México tiene una resonancia mediática y una importancia geopolítica superior a la de Colombia, Venezuela o Brasil, por lo tanto, lo que ocurre en su territorio impacta mucho más sobre la percepción dentro y fuera del país. No es lo mismo Medellín o Río de Janeiro que Ciudad Juárez, la proximidad con Estados Unidos hace una enorme diferencia. Un ejemplo de esto fue la llamada “insurrección o guerrilla zapatista”; si comparamos militar, política y socialmente ese movimiento con las insurgencias armadas de Sur y Centroamérica, el “zapatismo” no podría ser considerado guerrilla y mucho menos insurrección. Sin embargo, logró un gran impacto mediático nacional e internacional con una sola acción armada en 1994.
3. “El intenso debate sobre la inseguridad es señal de agravamiento”
El debate y la complejidad en los procesos de toma de decisiones en las democracias avanzadas son señales de estabilidad, pero en las democracias emergentes son percibidos como debilidad e incertidumbre, porque todavía se añora el orden de forma consciente o inconsciente, que sin deliberación se lograba por vía autoritaria. El debate sobre las estrategias que se diseñan para enfrentar los problemas de seguridad son normales en un entorno democrático y ese debate es más intenso y libre cuanto menor es la amenaza a los poderes vitales del país. La oposición, los intelectuales y la prensa necesitan y deben actuar críticamente de oficio, esto es parte de la democracia.
El narcotráfico es un fenómeno que coopta o destruye las instituciones, que elimina las libertades democráticas y que somete a los ciudadanos a los poderes mafiosos. Donde el crimen organizado es fuerte no hay crítica ni libertad de expresión. Por lo tanto, cuando hay debate, cuando los ciudadanos y los líderes de opinión pueden criticar al gobierno, significa que el poder del Estado domina sobre cualquier poder mafioso. En México los poderes centrales no están afectados ni inhibidos por los cárteles, esto ocurre de forma parcial sólo en unos pocos estados.
En Colombia, cuando se estaban diseñando indicadores para medir el nivel de éxito de la estrategia de seguridad democrática en zonas que durante largo tiempo habían estado dominadas por diversidad de grupos armados, se concluyó que uno de los mejores indicadores de éxito de los planes de seguridad era aquel que medía las demandas y quejas de los ciudadanos, ya que esto comprobaba que se había derrotado al miedo y restablecido a los ciudadanos sus libertades democráticas. Es un error pensar que la existencia de un amplio y álgido debate sobre la seguridad y los métodos para enfrentar la violencia son, por sí mismos, una señal de gravedad y de deterioro, cuando en realidad lo grave sería el silencio.
4. “Los muertos y la violencia demuestran que se está perdiendo la guerra”
El narcotráfico es un enemigo bien armado, muy violento, sin barreras morales y con un gran poder corruptor. Creer que este problema se puede resolver sin confrontación y sin violencia es una gran ingenuidad. A este enemigo sólo es posible someterlo usando la fuerza del Estado y, cuando ello ocurre, se incrementa su resistencia y se agudizan sus propias guerras internas; con lo cual aumenta, inevitablemente, el número de personas que pierden la vida.
En toda guerra hay muertos y éstos son un indicador del estado de la guerra misma. Las guerras se ganan generando bajas al enemigo y se pierden cuando se tienen más bajas de lo que el entorno político social propio puede tolerar. Es comprensible que éste sea un tema difícil para ser explicado ante la opinión pública por los funcionarios del Estado, pero la realidad es que quien está teniendo más muertos, capturas y deterioro moral en sus filas es quien va perdiendo la guerra, y en el caso de México son los narcotraficantes.
La lucha contra el narcotráfico no puede leerse como una guerra “clásica” en la cual hay contendientes claramente definidos; los cárteles son un enemigo fragmentado, que genera una violencia anárquica; son múltiples grupos que combaten al mismo tiempo entre sí y contra el Estado. La mayor parte de las bajas de los delincuentes resultan del proceso de autodestrucción de los cárteles, que se profundiza cuando el Estado los confronta. En este tipo de guerra esto es un progreso, en Medellín los cárteles se autodestruyeron bajo el acoso del Estado, por razones que fueron desde disputas por territorios, control de rutas, hasta problemas personales. El proceso de autodestrucción atomiza a los cárteles y obliga a que su reclutamiento comience a descender hacia grupos de jóvenes marginales más inexpertos y ambiciosos, y con ello aumenta su violencia y se acelera su autodestrucción.
El problema es que, en la fase intermedia de la guerra, la presión política demanda una reducción de la violencia, y esto no ocurre hasta que se cumplen tres premisas: 1. Que el Estado tenga mayor dominio social y territorial que los cárteles en sus zonas de operación; 2. Que los delincuentes se hayan debilitado en su capacidad de reciclar sicarios; 3. Que esta debilidad los convierta en un problema marginal para el Estado. En el caso de México todavía falta tiempo para que se reduzca la violencia. Pero hay un proceso de autodestrucción que se está acelerando y esto es un indicador positivo. El general Naranjo, jefe de la Policía Nacional de Colombia dice que “cuando se sabe que el narcotráfico ha penetrado fuertemente en la sociedad, el principal problema no es la violencia, sino la no violencia” porque ello implica que los narcotraficantes controlan a la sociedad. La creencia de que por cada delincuente muerto surgen dos nuevos es ilógica, la codicia por el dinero no genera capacidad infinita para reciclar pistoleros, éstos también necesitan habilidades, experiencia y preparación que no se repone de un día para otro.
5. “Tres años es mucho tiempo, el plan ya fracasó”
Igual que con otras afirmaciones, la demanda por resultados rápidos se sustenta en factores emocionales y no en un análisis objetivo de la realidad. En el sentido más general podemos decir que el tiempo que se requiere para controlar el problema es directamente proporcional al tamaño y las raíces históricas del narcotráfico en México, y en ese orden es necesario tener como referentes a otros países que tienen problemas similares. El tamaño del problema del narcotráfico para México está determinado por su vecindad con Estados Unidos, el mayor consumidor de drogas del mundo, y por las consecuencias de esto en términos de demanda, flujos de dinero y armas. En cuanto a las raíces del fenómeno, el problema comenzó a gestarse, en algunos estados —particularmente en Sinaloa—, desde hace muchos años, pero la mayor expansión de los cárteles comenzó hace 15 años por el cierre de la ruta Caribe. En el caso de México los referentes para comparar tiempos podrían ser países como Colombia, Italia, Brasil y quizás algunos del norte de África.
Colombia sigue en guerra y a Medellín, su ciudad más violenta, le ha costado 16 años y 70 mil muertos comenzar a revertir una situación de deterioro que tuvo a la sociedad en vilo; Italia lleva muchas décadas de lucha contra las mafias sin que ésta haya llegado a su fin; Brasil, durante ocho años de gobierno de Lula, no pudo resolver, todavía, el problema de las pandillas, y en el norte de África el deterioro es ascendente y casi sin control. Teniendo en cuenta lo anterior podemos afirmar con propiedad que México, en tres años, ha obtenido progresos más rápidos con costos más bajos que todos estos países.
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Los resultados de las operaciones en México en los últimos tres años constituyen récords mundiales. Se han destruido 227 laboratorios, decomisado 389 millones de dólares, 30 mil 500 armas de guerra, 24 mil 900 armas cortas, 409 aeronaves, 310 embarcaciones, 22 mil 900 vehículos y cinco mil toneladas de drogas que incluyen 90 mil kilogramos de cocaína, 4.8 millones de kilogramos de mariguana, cuatro mil 500 de metanfetaminas, 27 mil de efedrina y 18 mil de pseudoefedrina. Se han extraditado 286 narcotraficantes, la gran mayoría de ellos a Estados Unidos, y capturadas 89 mil 500 personas que incluyen siete líderes, 47 financieros, 60 lugartenientes, dos mil 61 sicarios y 600 funcionarios involucrados. El dinero es casi el monto del Plan Mérida; para cargar la droga se necesitarían varios trenes o 250 furgones; las armas son más que las de los ejércitos de El Salvador y Honduras juntos; las aeronaves equivalen al 50% de la flota de American Airlines; las embarcaciones son el doble de la armada de México y los vehículos superan a las flotas de policía y ejército de todo Centroamérica. Los primeros logros de un plan son los golpes a las estructuras delictivas, no la reducción de la violencia, sin lo primero no se puede alcanzar lo segundo.
6. “Los ataques que realizan los narcos prueban que son poderosos”
En todas las guerras el azar y la casualidad juegan un papel, a veces en contra y a veces a favor. En toda guerra se ganan y se pierden batallas, pero a la larga, lo que determina el resultado es quién tiene la iniciativa estratégica y quién está golpeando la moral, las fuerzas y los medios materiales de su contrario. En el caso de México todos estos factores están a favor del Estado, aunque de forma esporádica los cárteles sorprendan con acciones y golpes que generan temor y tienen un gran impacto mediático y político. Los ataques de los cárteles son reactivos, sin una lógica racional estratégica y producto de venganzas irracionales. La regla básica en toda guerra es que el acoso y la presión sobre un enemigo conducen a éste a la desesperación, al error e incluso al terrorismo. Los cárteles actúan de forma defensiva y no ofensiva, la política de éstos es cooptar policías, no matarlos. Cuando combaten directamente contra el Estado facilitan el trabajo, porque ayudan a cohesionar moralmente a los miembros de las fuerzas del Estado.
En el tipo de conflicto que enfrenta el Estado mexicano los cárteles son fuertes cuando controlan sin combatir y pueden pasar desapercibidos para la mayoría de la población. Por el contrario, cuando reaccionan y se vuelven visibles, su posibilidad de controlar y operar libremente se debilita y los enfrentamientos internos aumentan; esto no es una muestra de fortaleza sino de debilidad, a pesar de que la violencia salga a flote y genere incertidumbre social. Por ejemplo, cuando los cárteles empezaron a usar submarinos para transportar droga se hizo una lectura errada. La percepción simple fue que los narcotraficantes demostraban su enorme capacidad y poderío construyendo submarinos. Sin embargo, lo que no se dijo fue que la capacidad de introducir drogas abiertamente vía puertos y aeropuertos se estaba cerrando, y por ello recurrían a mecanismos más complejos y difíciles de operar que transportaban menos droga. En este sentido “más sofisticado” no implica, necesariamente, una mejoría, no importa cuán impresionante resultase la fabricación de submarinos, que en este caso, por cierto, fue bastante precaria.
7. “Primero hay que acabar con la corrupción y la pobreza”
En muchos análisis atender y reducir la corrupción y la pobreza son actividades que se consideran como premisas para resolver la inseguridad que genera el narcotráfico, y con ello se invalida el papel que juega la coerción. Este mito parte de un planteamiento cierto: el problema de la seguridad requiere planes integrales que atiendan todas las aristas del asunto, desde la utilización de la fuerza del Estado, hasta la atención de los temas sociales que intervienen en la seguridad. Sin embargo, en una condición de extrema emergencia como la que viven algunos estados de México, si se pone de antemano resolver la pobreza y la corrupción como precondiciones para tener un entorno seguro tendríamos que aceptar que la situación no tiene remedio alguno, ya que estaríamos poniendo la meta de resolver la pobreza como camino para mejorar la seguridad que en este momento es el problema más importante para los ciudadanos. En seguridad la dosis de prevención y represión en un plan depende de la situación. Establecer por definición que lo uno debe privar sobre lo otro es un error que parte de visiones ideológicas de la seguridad en la cual se dice que las derechas priorizan reprimir y las izquierdas prevenir. Cualquiera puede ser el prioritario, pero eso debe determinarlo la realidad, no una posición política.
No hay una relación territorial o social entre pobreza y narcotráfico. El narcotráfico es un delito de la codicia que recluta pobres, pero que depende de las ventajas geográficas que proporcionan rutas y territorios con posibilidades para la producción y el tráfico. Busca controlar puntos estratégicos de ventaja para su “negocio”. Las redes de narcomenudeo para distribución sí se ubican más claramente en la geografía de la pobreza urbana, pero el narcotráfico no necesariamente. Por ello el problema más grave está en la frontera norte. Además, no hay una relación directa entre pobreza e inseguridad. Nicaragua es el segundo país más pobre del continente y el tercero más seguro, igual podemos comparar a la India con Estados Unidos o analizar cómo el enorme gasto social de Venezuela va de la mano con el agravamiento de la inseguridad para los más pobres en ese país.
Por otra parte, la naturaleza de la corrupción política, y la que genera el narcotráfico son totalmente distintas, la primera puede abrir la puerta a la segunda, pero la corrupción política no supone el riesgo de violencia y muerte, que sí está presente con la corrupción vinculada al narcotráfico. La regla de “plata o plomo” que siempre termina en “plomo o plomo” parte de los tres principios de acción del narcotráfico: violencia, crimen y muerte. Un político corrupto quiere enriquecerse, pero no morirse. Es evidente que la cultura de la corrupción resulta útil a los narcotraficantes, pero no puede pensarse que la corrupción política y la dinámica de cooptación, control, violencia y muerte que imponen los delincuentes son la misma cosa, puesto que responden a lógicas completamente distintas. Es ingenuo pretender que para mejorar la seguridad en el corto plazo se necesita primero una reconstrucción ética que acabe completamente con los códigos de corrupción que se gestaron en América Latina durante un largo periodo.
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El debate principal es ¿por dónde debemos comenzar en una emergencia? En ese sentido, no se puede entrar a una zona dominada por poderes mafiosos con planes de asistencia tipo “Madre Teresa” y tampoco es previsible incentivar la participación ciudadana en zonas donde el narcotráfico tiene atemorizada a la sociedad. En primera instancia se necesita la recuperación del control por parte de las fuerzas del Estado, es decir, romper el poder intimidatorio de los cárteles, es el centro de gravedad del problema y ello coloca a la coerción como la prioridad. En Medellín la guerra la ganó el Estado hace más de 10 años, y es hasta ahora que se observan los resultados exitosos de los planes integrales, con plena participación ciudadana y cambios culturales en los barrios donde un día gobernó Pablo Escobar.
8. “Detrás del narcotráfico hay poderosos políticos y empresarios”
Este mito está basado en las teorías conspirativas que no consideran el contexto ni la historia, sino información casi siempre fruto de la especulación. Este tipo de teorías alimenta telenovelas, películas y literatura para el entretenimiento, pero por repetición termina convirtiendo cualquier mentira en una verdad que se vuelve universal sin necesidad de comprobación. Hace algunos años una telenovela muy exitosa y muy bien realizada llamada Nada personal sugería que el capo principal en México era el presidente de la República. Muchos estadunidenses también adictos a estas teorías suponen que “todos los mexicanos son corruptos y sus autoridades son todos capos” y esto es lo que reproduce Hollywood. En contraparte, algunos mexicanos piensan “que el negocio de la droga se maneja desde Wall Street”. Estos argumentos son fáciles de creer y difundir aunque no tengan fundamento racional. El narcotráfico suele surgir de las actividades de contrabandistas de clase media baja con poca educación, que construyen sus organizaciones a partir de grupos familiares como forma de asegurarse lealtades (“la familia”), y reclutan socialmente hacia abajo. Sus organizaciones tienen la violencia y la muerte como forma de dirimir todo tipo de conflictos (personales, de mercado, familiares y territoriales), porque sus actividades no tienen marco legal y, por lo tanto, no pueden usar los tribunales y las leyes. Los castigos extremos y las muertes ejemplares son sus únicos instrumentos de “justicia”. Cuando se fortalecen financieramente se expanden socialmente y entonces comienzan a intimidar, someter o utilizar a funcionarios públicos y/o empresarios. Primero cooptan policías hasta que le quitan al Estado el poder coercitivo y luego van sobre el sistema judicial, la prensa, los poderes económicos y políticos.
En ese proceso terminan colocándose arriba de la pirámide social y siendo ellos el poder, pero teniendo la violencia y la muerte como medios de ejercerlo. Así ocurrió en Colombia, en Chicago en los años treinta, en Italia durante décadas, y así ha ocurrido en Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas, etcétera. La naturaleza de un empresario o de un político es diferente e incompatible con la del mafioso. Que el segundo pueda someter a los primeros es factible, pero que los primeros puedan convertirse en los segundos no resulta sensato; aunque existan algunos casos aislados, esto no es la regla. Niveles de penetración como los que se han comprobado en Italia ocurrieron luego de muchas décadas de poder mafioso, pero en México el fenómeno delictivo es comparativamente joven.
9. “La única salida es negociar con los narcotraficantes”
Este mito está relacionado con la creencia de que la negociación fue el método empleado por anteriores gobiernos para mantener la paz, y entonces se concluye que la violencia estalló cuando el nuevo gobierno abandonó este método. Se argumenta que la violencia cesaría si se negocia con los delincuentes. Éste es un enfoque en extremo simplista para entender el pasado y para suponer una solución en el presente.
El narcotráfico no ha sido siempre un problema de seguridad nacional. Se transformó en una amenaza estratégica al fortalecerse financieramente a partir de la segunda mitad de los noventa. En el pasado los narcos eran un problema policial de segundo orden y para lidiar con ellos se requería una lógica operacional local y no una estrategia de Estado. Durante muchos años no fueron un tema central ni para México ni para nadie. Durante los setenta y ochenta la tolerancia al problema fue universal y hasta la CIA y Cuba lo instrumentaron y subvaloraron como amenaza. Lo que se conoce como “negociaciones” posiblemente sea parte de las leyendas que dejaron algunos jefes policiales o políticos locales cuando lidiaban, desde un Estado fuerte, con un problema menor.
Ahora estamos frente a una realidad distinta en la cual los cárteles buscan imponer su autoridad por encima del Estado con la ley de “plata o plomo”. El narcotráfico es ahora una amenaza estratégica. No se puede decir que algunos posibles arreglos que existieron en el pasado entre mandos policíacos y delincuentes sean equivalentes a una negociación del Estado con los narcotraficantes de hoy y, en segundo término, porque resulta imposible que la autoridad de cualquier país realice acuerdos con delincuentes que rigen su comportamiento por los principios de violencia, crimen y muerte.
Una negociación supondría que los cárteles son un enemigo coherente con control sobre sus estructuras y con reglas y límites, pero la realidad es que el narcotráfico es un enemigo fragmentado, sin control sobre su gente y sin reglas en el uso de la violencia. La idea de negociar con los cárteles es una fantasía. Colombia, por ejemplo, negoció con Pablo Escobar y otros cárteles, ofreciéndoles ventajas si se sometían a la justicia y el desenlace fue la ridiculización absoluta de la autoridad y las cárceles convertidas en centros de mando y operación de lujo con protección pagada por los ciudadanos para que Escobar siguiese sembrando violencia y muerte en el país.
10. “La estrategia debería dirigirse a la legalización de las drogas”
La legalización es un debate sobre cómo aminorar el problema, porque con las drogas no existe camino ideal. Se trata en realidad de escoger entre daños de salud pública o violencia. Su legalización no las vuelve socialmente deseables. Teniendo como punto de partida el principio del mal menor, la idea de legalizarlas es correcta y a futuro seguramente esto dejará de ser un mito. Lo que es un mito en la actualidad es pretender que esta estrategia pueda ser puesta en marcha con éxito por los países afectados por la violencia que genera la producción y el tráfico de drogas. La legalización de las drogas requiere un acuerdo simultáneo con los países consumidores. Sin la participación de Estados Unidos y Europa una estrategia de este tipo, aplicada en México o Colombia, por ejemplo, sería un suicidio para la seguridad de estos países. Esto es injusto, pero el problema no es de ética sino de realidad.
No se trata sólo de un conflicto político internacional entre la inseguridad de los países que producen y trafican versus la hipocresía de los países que consumen, sino que la distorsión generada sería altamente explosiva. La disposición de droga en México y Colombia es infinitamente superior a su demanda y la situación en Europa y Estados Unidos es inversa. Por lo tanto, legalizar la droga en los primeros sin que se haya hecho en los segundos supondría un fortalecimiento de estructuras criminales en Colombia y México, porque el negocio central seguiría siendo la exportación ilegal ante la enorme diferencia de precios. Legalizar equivaldría a dar plenas libertades a grupos criminales en países con grandes debilidades institucionales. Si en la condición actual existen pequeños Estados en Latinoamérica y África en riesgo de caer en manos de mafias, esto se agravaría y se multiplicaría con una legalización unilateral.
Aunque resulte duro decirlo, la realidad es que Estados Unidos y Europa continúan jugando la carta de la tolerancia al consumo porque los niveles de violencia de los delincuentes dedicados a distribuir drogas en sus calles no se ha convertido todavía en una amenaza estratégica. Pero esa violencia está creciendo, Estados Unidos ha encarcelado a más de dos millones de personas por delitos vinculados con las drogas y tiene un millón de pandilleros, gran parte de los cuales se dedican a la venta de drogas. Quizás cuando esa violencia se vuelva intolerable para Europa y Estados Unidos, la idea de la legalización de las drogas comience a discutirse en serio como estrategia multilateral. Por el momento hay que mantener estrategias de control de daños en nuestros países y denunciar el daño que nos provocan los países consumidores. El tema de la legalización está avanzando con la mariguana, pero aún es un tema difícil como acuerdo entre gobiernos.
11. “La participación del ejército es negativa y debe retirarse”
El mito sobre la negatividad de la participación del ejército parte de supuestos como: que la seguridad interna no es su tarea; que no está preparado para esas labores; que se pone en riesgo su imagen; que termina violando los derechos humanos; que es peligroso darles poder a los militares, y otras ideas similares. Todos estos y otros argumentos están fundamentados en riesgos potenciales, dudas y desconfianzas que en algunos casos son ideas predominantemente subjetivas. Ninguno toma en cuenta los problemas objetivos que han obligado a usar al ejército: la dimensión de la amenaza que implican los cárteles; el poder de fuego, número de sicarios y nivel de organización de las estructuras delictivas; la crisis moral y los problemas de cooptación de las policías estatales y municipales en las zonas conflictivas; la limitada cantidad de personal de que dispone la Policía Federal; el carácter transnacional del problema del narcotráfico y, finalmente, el arraigo, la fuerza social y el dominio territorial que tiene el crimen organizado en algunos lugares de México. No es lo mismo enfrentar este problema con 30 mil hombres que con más de 200 mil.
El narcotráfico plantea un reto que supera el orden policial, constituye una amenaza a la soberanía del Estado que tiene además características transnacionales. Si el ejército se retira los narcotraficantes recuperarían terreno muy rápidamente, la amenaza cobraría dimensiones superiores, la violencia se dispararía y podría alcanzar a la ciudad de México. Paradójicamente, como ya se mencionó arriba, otro tipo de críticas hablan del riesgo de llegar a un “Estado fallido”, pero el mito sobre la retirada del ejército se ubica en el otro extremo, porque supone que el problema no es tan grave y bien podrían resolverlo las policías municipales y estatales. Es difícil imaginar que México pueda, en las décadas venideras, enfrentar otra guerra peor que los narcotraficantes. La solución estratégica es la reconstrucción, reforma y fortalecimiento de las policías, pero mientras eso avanza es indispensable usar al ejército.
En toda Latinoamérica los ejércitos pueden ser indispensables para responder al tipo de amenaza que plantea el crimen organizado, y los derechos humanos en la actualidad por encima de requerimientos éticos, se han vuelto parte fundamental de la eficacia operacional tanto para policías como para militares. Las guerras modernas están sometidas, inevitablemente, a una severa fiscalización mediática, política y judicial. El Estado sólo puede preservar la legitimidad en el uso de la fuerza si es capaz de usar el poder coercitivo en esas condiciones. Es decir que esto es ahora una condición universal permanente para emplear la fuerza y no debe ser un obstáculo para no emplearla. Para recuperar seguridad Colombia multiplicó la fuerza de su ejército. Por contraste, Guatemala está cayendo en manos del crimen organizado porque no puede reconstruir al suyo.
12. “Lo más efectivo y rápido para combatir al crimen es la justicia por cuenta propia”
Entre los cárteles no hay reglas y sus diferencias son resueltas mediante la “muerte ejemplar”. El Estado, por su parte, busca procurar justicia, no asesinar, y debe conservar la ventaja moral y social frente a los delincuentes. El inicio de una violencia paramilitar, basada en el mismo principio de la “muerte ejemplar”, convierte al Estado en otro actor violento y sin reglas que terminaría siendo identificado como tal por el crimen organizado, con lo cual se aceleraría, se agravaría y se multiplicaría la violencia. La idea de que asesinar delincuentes representa una vía más rápida para recuperar seguridad es falsa. El crimen organizado constituye un cuerpo social numeroso; no son individuos, sino grupos con cierto apoyo. Una confrontación letal puede terminar dividiendo más a las comunidades, con lo cual la duración del problema se alargaría en vez de acortarse.
Por otro lado, una confrontación de este tipo puede redireccionar gran parte de la acción violenta de los narcotraficantes hacia instituciones, funcionarios públicos y sus familias, con lo cual la violencia del crimen organizado dejaría de ser fundamentalmente autodestructiva. La tarea del Estado es restablecer la autoridad y asegurarse el monopolio de la violencia. La organización de grupos paramilitares constituye una delegación de autoridad a grupos privados que debilita la autoridad del Estado. La experiencia internacional demuestra que el paramilitarismo es un grave error. Los casos de Colombia y Guatemala son muy claros, en el primero se agravó el conflicto y en el segundo el Estado ha sido casi derrotado.
Joaquín Villalobos. Ex miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para la resolución de conflictos internacionales.
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=72941
Joaquín Villalobos ( Ver todos sus artículos )
Una nube de mitos flota alrededor de la guerra de mayor impacto político en la últimas décadas:desde aquellos que dictan que no se debió confrontar al crimen organizado, hasta aquellos que indican que la participación del ejército en las actividades antinarcóticos es negativa. En estas páginas Joaquín Villalobos desmonta los argumentos de una mitología que impacta en la opinión a partir de estadísticas pobres y comparaciones discutibles
Una nube de mitos flota alrededor de la guerra de mayor impacto político en la últimas décadas:desde aquellos que dictan que no se debió confrontar al crimen organizado, hasta aquellos que indican que la participación del ejército en las actividades antinarcóticos es negativa. En estas páginas Joaquín Villalobos desmonta los argumentos de una mitología que impacta en la opinión a partir de estadísticas pobres y comparaciones discutibles
Desde la Revolución de 1910 México no había conocido una violencia con tanto impacto político como la que vive actualmente. A finales de la década de los ochenta Estados Unidos tuvo éxito en reducir el volumen de droga que se movía por la ruta Caribe desde Colombia a Miami. Esta ruta permitía a los cárteles colombianos exportar mariguana y cocaína directo a Estados Unidos, sin intermediarios. México pasó así a ser el territorio más importante para el tránsito de drogas hacia la Unión Americana y se produjo una expansión del narcotráfico, que rompió con el largo periodo de paz en que habían vivido los mexicanos.
Entender, debatir y estar dispuestos a pagar los costos que implica reducir el poder del crimen organizado y frenar su violencia, todo ello bajo condiciones democráticas, es algo nuevo para una sociedad acostumbrada a la poca deliberación y al orden impuesto desde arriba que vivió México durante varias décadas. Esta condición histórica ha creado dificultades para entender la información y los resultados de la guerra que está librando el Estado mexicano contra los narcotraficantes, y ello ha dado lugar al surgimiento de mitos sobre la guerra y la violencia. Algunos de estos mitos resultan del indispensable y justo debate político democrático. Sin embargo, aunque se trata de un problema complejo que requerirá tiempo para ponerlo bajo control, no hay razones para ser pesimistas.
1. “No se debió confrontar al crimen organizado”
Cuando la violencia comenzó a crecer por la guerra entre cárteles, el gobierno del presidente Fox dio inicio a la intervención de fuerzas federales en los primeros estados que tenían problemas (Tamaulipas, Guerrero, etcétera). Frente al agravamiento de la violencia en otros estados el gobierno del presidente Calderón decidió combatir frontalmente al narcotráfico y dio continuidad a la intervención federal. Surgieron entonces críticas sobre falta de inteligencia previa, se calificó de reactivas las operaciones e incluso se dijo que el gobierno actuaba por interés político y que las operaciones gubernamentales habían empeorado el problema. Algunos consideraban que lo mejor era tapar los efectos mediáticos de la violencia y dejar que todo continuara manejado por supuestos “acuerdos locales”. Sin embargo, esos “acuerdos” no eran entre iguales, sino entre criminales y funcionarios intimidados por la ley de “plata o plomo” que estaba dejando policías asesinados y presidentes municipales y gobernadores atemorizados. La idea de no combatir de frente al narcotráfico supone, ingenuamente, que éste no es contagioso ni expansivo, y que no alcanzaría al Distrito Federal. La realidad es que una de las primeras batallas ha sido recuperar el aeropuerto de ciudad de México que para los narcos es tan importante como Nuevo Laredo o Ciudad Juárez.
México está atrapado entre el mayor consumidor de drogas del mundo, al norte, y la región más violenta del mundo (Guatemala, Honduras y El Salvador), al sur, a consecuencia del tráfico de drogas. Por lo tanto, resulta muy difícil pensar que es posible aislarse, abstraerse del problema y suponer que no pasaría nada. El narcotráfico es un delito global que está extendiéndose en casi toda América Latina, afectando también a Europa del Este, al norte de África y algunas regiones de Asia. El crecimiento de las clases medias urbanas y el aumento del consumo de drogas están directamente relacionados, no hay una razón sólida para que las clases medias mexicanas puedan ser excluidas del incremento en el consumo, algo que ya está afectando seriamente a Brasil. No hacer nada podría haber llevado a México a una situación similar a la que enfrentó Colombia a finales de los ochenta. Son muchos los ciudadanos y funcionarios colombianos que aceptan, abiertamente, que la situación en su país “tocó fondo” porque esperaron demasiado tiempo para actuar.
El nivel de violencia actual en México deja bien claro que el monstruo era real, fuerte y peligroso. Ante un escenario así hay dos principios fundamentales para actuar: determinación y velocidad. Determinación para no retroceder frente a la reacción violenta de los cárteles y frente al temor que se abriría en la sociedad; y velocidad para contener y recuperar terreno. En realidad no hacía falta inteligencia previa, los cárteles actuaban en las calles con una impunidad cínica. El primer paso era quitarles ventajas, tranquilidad y oportunidades a sus “negocios”, se habían abierto tanto que la presencia de fuerzas federales en el terreno produciría resultados inmediatos, tal como ha ocurrido. En una primera fase lo masivo debía privar sobre lo cualitativo. Ahora se están abriendo retos más complejos como la reconstrucción policial y el componente social de la estrategia, pero sin ganarle terreno a los cárteles no puede pensarse ni en la reconstrucción de instituciones ni en planes integrales. Es necesario actuar para hacer transitar al narcotráfico de amenaza a la seguridad nacional a un problema policial.
2. “México está colombianizado y en peligro de ser un Estado fallido”
Estas afirmaciones se realizan sin usar datos comparativos serios. México sufre una violencia localizada en seis de sus 32 estados y tiene una tasa nacional de 10 homicidios por cada 100 mil habitantes. Venezuela tiene 48, Colombia 37, Brasil 25, Guatemala, Honduras y El Salvador están arriba de 50. El estado de Chihuahua, el más violento de México, está en este momento en su punto más álgido con una tasa de 143 homicidios, le siguen Sinaloa con 80, Durango con 49, Baja California 44 y Michoacán 25. A inicios de los noventa Medellín, la ciudad más violenta de Colombia, mantuvo una tasa de 320 durante varios años y, en ese mismo periodo, Cali tenía 124, Cúcuta 105 y Bogotá, la capital, 80. Colombia ha vivido dos guerras en 25 años, las cuales le han costado más de 200 mil muertos y dos millones de desplazados, y continúa en conflicto.
El volumen, extensión, raíces históricas, códigos culturales y complejidad de la violencia colombiana ha sido —y todavía es— muy superior a la que vive México. En Colombia los niveles de penetración que alcanzó el narcotráfico en la política, el ejército, la policía, los negocios y la sociedad fueron mayores a los que existen actualmente en México, donde no se puede hablar de una narcopolítica. Los cárteles y narcoguerrillas colombianas golpearon con actos terroristas a personajes e instituciones de los poderes políticos, económicos y mediáticos vitales del país. En 1989 Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia, fue asesinado por el narcotráfico y tres candidatos más fueron asesinados en ese periodo. El propio presidente, Álvaro Uribe, ha sobrevivido a varios atentados y el vicepresidente, Francisco Santos, estuvo secuestrado por Pablo Escobar. Hechos como éstos no han ocurrido y es muy difícil que ocurran en México, donde no han existido territorios con ausencia de Estado durante 40 años como en Colombia; el Estado mexicano ha sido más bien omnipresente y fuerte y el colombiano ausente y débil.
En Río de Janeiro, Brasil, de enero a junio de 2009 murieron 65 policías en enfrentamientos con criminales y su tasa de homicidios es de 38 por cada 100 mil habitantes; recientemente los narcotraficantes derribaron en combate un helicóptero policial en barrios del norte de la ciudad y murieron 12 policías. En 2006 Sao Paulo sufrió ataques simultáneos a puestos policiales, oficinas de gobierno y puntos de interés económico por parte de las pandillas dedicadas al narcomenudeo. El Distrito Federal, en contraste, tiene una tasa de sólo cinco homicidios por cada 100 mil habitantes y jamás han ocurrido hechos tan graves como los de las ciudades de Colombia o Brasil. México tiene un problema de seguridad en la periferia de sus centros vitales y Brasil lo tiene, y muy grave, en sus dos principales ciudades: Río Janeiro y Sao Paulo. Sin embargo, Río será sede de los Juegos Olímpicos y no se dice que allí hay una guerra o que Brasil pueda ser un Estado fallido. Si la idea de territorios fuera de control del Estado se empleara mecánicamente para definir Estados fallidos, habría más de una decena de éstos en el continente americano y tendría, incluso, que revisarse cuál sería la condición de algunas zonas de ciudades estadunidenses que albergan a un millón de pandilleros.
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México tiene una resonancia mediática y una importancia geopolítica superior a la de Colombia, Venezuela o Brasil, por lo tanto, lo que ocurre en su territorio impacta mucho más sobre la percepción dentro y fuera del país. No es lo mismo Medellín o Río de Janeiro que Ciudad Juárez, la proximidad con Estados Unidos hace una enorme diferencia. Un ejemplo de esto fue la llamada “insurrección o guerrilla zapatista”; si comparamos militar, política y socialmente ese movimiento con las insurgencias armadas de Sur y Centroamérica, el “zapatismo” no podría ser considerado guerrilla y mucho menos insurrección. Sin embargo, logró un gran impacto mediático nacional e internacional con una sola acción armada en 1994.
3. “El intenso debate sobre la inseguridad es señal de agravamiento”
El debate y la complejidad en los procesos de toma de decisiones en las democracias avanzadas son señales de estabilidad, pero en las democracias emergentes son percibidos como debilidad e incertidumbre, porque todavía se añora el orden de forma consciente o inconsciente, que sin deliberación se lograba por vía autoritaria. El debate sobre las estrategias que se diseñan para enfrentar los problemas de seguridad son normales en un entorno democrático y ese debate es más intenso y libre cuanto menor es la amenaza a los poderes vitales del país. La oposición, los intelectuales y la prensa necesitan y deben actuar críticamente de oficio, esto es parte de la democracia.
El narcotráfico es un fenómeno que coopta o destruye las instituciones, que elimina las libertades democráticas y que somete a los ciudadanos a los poderes mafiosos. Donde el crimen organizado es fuerte no hay crítica ni libertad de expresión. Por lo tanto, cuando hay debate, cuando los ciudadanos y los líderes de opinión pueden criticar al gobierno, significa que el poder del Estado domina sobre cualquier poder mafioso. En México los poderes centrales no están afectados ni inhibidos por los cárteles, esto ocurre de forma parcial sólo en unos pocos estados.
En Colombia, cuando se estaban diseñando indicadores para medir el nivel de éxito de la estrategia de seguridad democrática en zonas que durante largo tiempo habían estado dominadas por diversidad de grupos armados, se concluyó que uno de los mejores indicadores de éxito de los planes de seguridad era aquel que medía las demandas y quejas de los ciudadanos, ya que esto comprobaba que se había derrotado al miedo y restablecido a los ciudadanos sus libertades democráticas. Es un error pensar que la existencia de un amplio y álgido debate sobre la seguridad y los métodos para enfrentar la violencia son, por sí mismos, una señal de gravedad y de deterioro, cuando en realidad lo grave sería el silencio.
4. “Los muertos y la violencia demuestran que se está perdiendo la guerra”
El narcotráfico es un enemigo bien armado, muy violento, sin barreras morales y con un gran poder corruptor. Creer que este problema se puede resolver sin confrontación y sin violencia es una gran ingenuidad. A este enemigo sólo es posible someterlo usando la fuerza del Estado y, cuando ello ocurre, se incrementa su resistencia y se agudizan sus propias guerras internas; con lo cual aumenta, inevitablemente, el número de personas que pierden la vida.
En toda guerra hay muertos y éstos son un indicador del estado de la guerra misma. Las guerras se ganan generando bajas al enemigo y se pierden cuando se tienen más bajas de lo que el entorno político social propio puede tolerar. Es comprensible que éste sea un tema difícil para ser explicado ante la opinión pública por los funcionarios del Estado, pero la realidad es que quien está teniendo más muertos, capturas y deterioro moral en sus filas es quien va perdiendo la guerra, y en el caso de México son los narcotraficantes.
La lucha contra el narcotráfico no puede leerse como una guerra “clásica” en la cual hay contendientes claramente definidos; los cárteles son un enemigo fragmentado, que genera una violencia anárquica; son múltiples grupos que combaten al mismo tiempo entre sí y contra el Estado. La mayor parte de las bajas de los delincuentes resultan del proceso de autodestrucción de los cárteles, que se profundiza cuando el Estado los confronta. En este tipo de guerra esto es un progreso, en Medellín los cárteles se autodestruyeron bajo el acoso del Estado, por razones que fueron desde disputas por territorios, control de rutas, hasta problemas personales. El proceso de autodestrucción atomiza a los cárteles y obliga a que su reclutamiento comience a descender hacia grupos de jóvenes marginales más inexpertos y ambiciosos, y con ello aumenta su violencia y se acelera su autodestrucción.
El problema es que, en la fase intermedia de la guerra, la presión política demanda una reducción de la violencia, y esto no ocurre hasta que se cumplen tres premisas: 1. Que el Estado tenga mayor dominio social y territorial que los cárteles en sus zonas de operación; 2. Que los delincuentes se hayan debilitado en su capacidad de reciclar sicarios; 3. Que esta debilidad los convierta en un problema marginal para el Estado. En el caso de México todavía falta tiempo para que se reduzca la violencia. Pero hay un proceso de autodestrucción que se está acelerando y esto es un indicador positivo. El general Naranjo, jefe de la Policía Nacional de Colombia dice que “cuando se sabe que el narcotráfico ha penetrado fuertemente en la sociedad, el principal problema no es la violencia, sino la no violencia” porque ello implica que los narcotraficantes controlan a la sociedad. La creencia de que por cada delincuente muerto surgen dos nuevos es ilógica, la codicia por el dinero no genera capacidad infinita para reciclar pistoleros, éstos también necesitan habilidades, experiencia y preparación que no se repone de un día para otro.
5. “Tres años es mucho tiempo, el plan ya fracasó”
Igual que con otras afirmaciones, la demanda por resultados rápidos se sustenta en factores emocionales y no en un análisis objetivo de la realidad. En el sentido más general podemos decir que el tiempo que se requiere para controlar el problema es directamente proporcional al tamaño y las raíces históricas del narcotráfico en México, y en ese orden es necesario tener como referentes a otros países que tienen problemas similares. El tamaño del problema del narcotráfico para México está determinado por su vecindad con Estados Unidos, el mayor consumidor de drogas del mundo, y por las consecuencias de esto en términos de demanda, flujos de dinero y armas. En cuanto a las raíces del fenómeno, el problema comenzó a gestarse, en algunos estados —particularmente en Sinaloa—, desde hace muchos años, pero la mayor expansión de los cárteles comenzó hace 15 años por el cierre de la ruta Caribe. En el caso de México los referentes para comparar tiempos podrían ser países como Colombia, Italia, Brasil y quizás algunos del norte de África.
Colombia sigue en guerra y a Medellín, su ciudad más violenta, le ha costado 16 años y 70 mil muertos comenzar a revertir una situación de deterioro que tuvo a la sociedad en vilo; Italia lleva muchas décadas de lucha contra las mafias sin que ésta haya llegado a su fin; Brasil, durante ocho años de gobierno de Lula, no pudo resolver, todavía, el problema de las pandillas, y en el norte de África el deterioro es ascendente y casi sin control. Teniendo en cuenta lo anterior podemos afirmar con propiedad que México, en tres años, ha obtenido progresos más rápidos con costos más bajos que todos estos países.
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Los resultados de las operaciones en México en los últimos tres años constituyen récords mundiales. Se han destruido 227 laboratorios, decomisado 389 millones de dólares, 30 mil 500 armas de guerra, 24 mil 900 armas cortas, 409 aeronaves, 310 embarcaciones, 22 mil 900 vehículos y cinco mil toneladas de drogas que incluyen 90 mil kilogramos de cocaína, 4.8 millones de kilogramos de mariguana, cuatro mil 500 de metanfetaminas, 27 mil de efedrina y 18 mil de pseudoefedrina. Se han extraditado 286 narcotraficantes, la gran mayoría de ellos a Estados Unidos, y capturadas 89 mil 500 personas que incluyen siete líderes, 47 financieros, 60 lugartenientes, dos mil 61 sicarios y 600 funcionarios involucrados. El dinero es casi el monto del Plan Mérida; para cargar la droga se necesitarían varios trenes o 250 furgones; las armas son más que las de los ejércitos de El Salvador y Honduras juntos; las aeronaves equivalen al 50% de la flota de American Airlines; las embarcaciones son el doble de la armada de México y los vehículos superan a las flotas de policía y ejército de todo Centroamérica. Los primeros logros de un plan son los golpes a las estructuras delictivas, no la reducción de la violencia, sin lo primero no se puede alcanzar lo segundo.
6. “Los ataques que realizan los narcos prueban que son poderosos”
En todas las guerras el azar y la casualidad juegan un papel, a veces en contra y a veces a favor. En toda guerra se ganan y se pierden batallas, pero a la larga, lo que determina el resultado es quién tiene la iniciativa estratégica y quién está golpeando la moral, las fuerzas y los medios materiales de su contrario. En el caso de México todos estos factores están a favor del Estado, aunque de forma esporádica los cárteles sorprendan con acciones y golpes que generan temor y tienen un gran impacto mediático y político. Los ataques de los cárteles son reactivos, sin una lógica racional estratégica y producto de venganzas irracionales. La regla básica en toda guerra es que el acoso y la presión sobre un enemigo conducen a éste a la desesperación, al error e incluso al terrorismo. Los cárteles actúan de forma defensiva y no ofensiva, la política de éstos es cooptar policías, no matarlos. Cuando combaten directamente contra el Estado facilitan el trabajo, porque ayudan a cohesionar moralmente a los miembros de las fuerzas del Estado.
En el tipo de conflicto que enfrenta el Estado mexicano los cárteles son fuertes cuando controlan sin combatir y pueden pasar desapercibidos para la mayoría de la población. Por el contrario, cuando reaccionan y se vuelven visibles, su posibilidad de controlar y operar libremente se debilita y los enfrentamientos internos aumentan; esto no es una muestra de fortaleza sino de debilidad, a pesar de que la violencia salga a flote y genere incertidumbre social. Por ejemplo, cuando los cárteles empezaron a usar submarinos para transportar droga se hizo una lectura errada. La percepción simple fue que los narcotraficantes demostraban su enorme capacidad y poderío construyendo submarinos. Sin embargo, lo que no se dijo fue que la capacidad de introducir drogas abiertamente vía puertos y aeropuertos se estaba cerrando, y por ello recurrían a mecanismos más complejos y difíciles de operar que transportaban menos droga. En este sentido “más sofisticado” no implica, necesariamente, una mejoría, no importa cuán impresionante resultase la fabricación de submarinos, que en este caso, por cierto, fue bastante precaria.
7. “Primero hay que acabar con la corrupción y la pobreza”
En muchos análisis atender y reducir la corrupción y la pobreza son actividades que se consideran como premisas para resolver la inseguridad que genera el narcotráfico, y con ello se invalida el papel que juega la coerción. Este mito parte de un planteamiento cierto: el problema de la seguridad requiere planes integrales que atiendan todas las aristas del asunto, desde la utilización de la fuerza del Estado, hasta la atención de los temas sociales que intervienen en la seguridad. Sin embargo, en una condición de extrema emergencia como la que viven algunos estados de México, si se pone de antemano resolver la pobreza y la corrupción como precondiciones para tener un entorno seguro tendríamos que aceptar que la situación no tiene remedio alguno, ya que estaríamos poniendo la meta de resolver la pobreza como camino para mejorar la seguridad que en este momento es el problema más importante para los ciudadanos. En seguridad la dosis de prevención y represión en un plan depende de la situación. Establecer por definición que lo uno debe privar sobre lo otro es un error que parte de visiones ideológicas de la seguridad en la cual se dice que las derechas priorizan reprimir y las izquierdas prevenir. Cualquiera puede ser el prioritario, pero eso debe determinarlo la realidad, no una posición política.
No hay una relación territorial o social entre pobreza y narcotráfico. El narcotráfico es un delito de la codicia que recluta pobres, pero que depende de las ventajas geográficas que proporcionan rutas y territorios con posibilidades para la producción y el tráfico. Busca controlar puntos estratégicos de ventaja para su “negocio”. Las redes de narcomenudeo para distribución sí se ubican más claramente en la geografía de la pobreza urbana, pero el narcotráfico no necesariamente. Por ello el problema más grave está en la frontera norte. Además, no hay una relación directa entre pobreza e inseguridad. Nicaragua es el segundo país más pobre del continente y el tercero más seguro, igual podemos comparar a la India con Estados Unidos o analizar cómo el enorme gasto social de Venezuela va de la mano con el agravamiento de la inseguridad para los más pobres en ese país.
Por otra parte, la naturaleza de la corrupción política, y la que genera el narcotráfico son totalmente distintas, la primera puede abrir la puerta a la segunda, pero la corrupción política no supone el riesgo de violencia y muerte, que sí está presente con la corrupción vinculada al narcotráfico. La regla de “plata o plomo” que siempre termina en “plomo o plomo” parte de los tres principios de acción del narcotráfico: violencia, crimen y muerte. Un político corrupto quiere enriquecerse, pero no morirse. Es evidente que la cultura de la corrupción resulta útil a los narcotraficantes, pero no puede pensarse que la corrupción política y la dinámica de cooptación, control, violencia y muerte que imponen los delincuentes son la misma cosa, puesto que responden a lógicas completamente distintas. Es ingenuo pretender que para mejorar la seguridad en el corto plazo se necesita primero una reconstrucción ética que acabe completamente con los códigos de corrupción que se gestaron en América Latina durante un largo periodo.
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El debate principal es ¿por dónde debemos comenzar en una emergencia? En ese sentido, no se puede entrar a una zona dominada por poderes mafiosos con planes de asistencia tipo “Madre Teresa” y tampoco es previsible incentivar la participación ciudadana en zonas donde el narcotráfico tiene atemorizada a la sociedad. En primera instancia se necesita la recuperación del control por parte de las fuerzas del Estado, es decir, romper el poder intimidatorio de los cárteles, es el centro de gravedad del problema y ello coloca a la coerción como la prioridad. En Medellín la guerra la ganó el Estado hace más de 10 años, y es hasta ahora que se observan los resultados exitosos de los planes integrales, con plena participación ciudadana y cambios culturales en los barrios donde un día gobernó Pablo Escobar.
8. “Detrás del narcotráfico hay poderosos políticos y empresarios”
Este mito está basado en las teorías conspirativas que no consideran el contexto ni la historia, sino información casi siempre fruto de la especulación. Este tipo de teorías alimenta telenovelas, películas y literatura para el entretenimiento, pero por repetición termina convirtiendo cualquier mentira en una verdad que se vuelve universal sin necesidad de comprobación. Hace algunos años una telenovela muy exitosa y muy bien realizada llamada Nada personal sugería que el capo principal en México era el presidente de la República. Muchos estadunidenses también adictos a estas teorías suponen que “todos los mexicanos son corruptos y sus autoridades son todos capos” y esto es lo que reproduce Hollywood. En contraparte, algunos mexicanos piensan “que el negocio de la droga se maneja desde Wall Street”. Estos argumentos son fáciles de creer y difundir aunque no tengan fundamento racional. El narcotráfico suele surgir de las actividades de contrabandistas de clase media baja con poca educación, que construyen sus organizaciones a partir de grupos familiares como forma de asegurarse lealtades (“la familia”), y reclutan socialmente hacia abajo. Sus organizaciones tienen la violencia y la muerte como forma de dirimir todo tipo de conflictos (personales, de mercado, familiares y territoriales), porque sus actividades no tienen marco legal y, por lo tanto, no pueden usar los tribunales y las leyes. Los castigos extremos y las muertes ejemplares son sus únicos instrumentos de “justicia”. Cuando se fortalecen financieramente se expanden socialmente y entonces comienzan a intimidar, someter o utilizar a funcionarios públicos y/o empresarios. Primero cooptan policías hasta que le quitan al Estado el poder coercitivo y luego van sobre el sistema judicial, la prensa, los poderes económicos y políticos.
En ese proceso terminan colocándose arriba de la pirámide social y siendo ellos el poder, pero teniendo la violencia y la muerte como medios de ejercerlo. Así ocurrió en Colombia, en Chicago en los años treinta, en Italia durante décadas, y así ha ocurrido en Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas, etcétera. La naturaleza de un empresario o de un político es diferente e incompatible con la del mafioso. Que el segundo pueda someter a los primeros es factible, pero que los primeros puedan convertirse en los segundos no resulta sensato; aunque existan algunos casos aislados, esto no es la regla. Niveles de penetración como los que se han comprobado en Italia ocurrieron luego de muchas décadas de poder mafioso, pero en México el fenómeno delictivo es comparativamente joven.
9. “La única salida es negociar con los narcotraficantes”
Este mito está relacionado con la creencia de que la negociación fue el método empleado por anteriores gobiernos para mantener la paz, y entonces se concluye que la violencia estalló cuando el nuevo gobierno abandonó este método. Se argumenta que la violencia cesaría si se negocia con los delincuentes. Éste es un enfoque en extremo simplista para entender el pasado y para suponer una solución en el presente.
El narcotráfico no ha sido siempre un problema de seguridad nacional. Se transformó en una amenaza estratégica al fortalecerse financieramente a partir de la segunda mitad de los noventa. En el pasado los narcos eran un problema policial de segundo orden y para lidiar con ellos se requería una lógica operacional local y no una estrategia de Estado. Durante muchos años no fueron un tema central ni para México ni para nadie. Durante los setenta y ochenta la tolerancia al problema fue universal y hasta la CIA y Cuba lo instrumentaron y subvaloraron como amenaza. Lo que se conoce como “negociaciones” posiblemente sea parte de las leyendas que dejaron algunos jefes policiales o políticos locales cuando lidiaban, desde un Estado fuerte, con un problema menor.
Ahora estamos frente a una realidad distinta en la cual los cárteles buscan imponer su autoridad por encima del Estado con la ley de “plata o plomo”. El narcotráfico es ahora una amenaza estratégica. No se puede decir que algunos posibles arreglos que existieron en el pasado entre mandos policíacos y delincuentes sean equivalentes a una negociación del Estado con los narcotraficantes de hoy y, en segundo término, porque resulta imposible que la autoridad de cualquier país realice acuerdos con delincuentes que rigen su comportamiento por los principios de violencia, crimen y muerte.
Una negociación supondría que los cárteles son un enemigo coherente con control sobre sus estructuras y con reglas y límites, pero la realidad es que el narcotráfico es un enemigo fragmentado, sin control sobre su gente y sin reglas en el uso de la violencia. La idea de negociar con los cárteles es una fantasía. Colombia, por ejemplo, negoció con Pablo Escobar y otros cárteles, ofreciéndoles ventajas si se sometían a la justicia y el desenlace fue la ridiculización absoluta de la autoridad y las cárceles convertidas en centros de mando y operación de lujo con protección pagada por los ciudadanos para que Escobar siguiese sembrando violencia y muerte en el país.
10. “La estrategia debería dirigirse a la legalización de las drogas”
La legalización es un debate sobre cómo aminorar el problema, porque con las drogas no existe camino ideal. Se trata en realidad de escoger entre daños de salud pública o violencia. Su legalización no las vuelve socialmente deseables. Teniendo como punto de partida el principio del mal menor, la idea de legalizarlas es correcta y a futuro seguramente esto dejará de ser un mito. Lo que es un mito en la actualidad es pretender que esta estrategia pueda ser puesta en marcha con éxito por los países afectados por la violencia que genera la producción y el tráfico de drogas. La legalización de las drogas requiere un acuerdo simultáneo con los países consumidores. Sin la participación de Estados Unidos y Europa una estrategia de este tipo, aplicada en México o Colombia, por ejemplo, sería un suicidio para la seguridad de estos países. Esto es injusto, pero el problema no es de ética sino de realidad.
No se trata sólo de un conflicto político internacional entre la inseguridad de los países que producen y trafican versus la hipocresía de los países que consumen, sino que la distorsión generada sería altamente explosiva. La disposición de droga en México y Colombia es infinitamente superior a su demanda y la situación en Europa y Estados Unidos es inversa. Por lo tanto, legalizar la droga en los primeros sin que se haya hecho en los segundos supondría un fortalecimiento de estructuras criminales en Colombia y México, porque el negocio central seguiría siendo la exportación ilegal ante la enorme diferencia de precios. Legalizar equivaldría a dar plenas libertades a grupos criminales en países con grandes debilidades institucionales. Si en la condición actual existen pequeños Estados en Latinoamérica y África en riesgo de caer en manos de mafias, esto se agravaría y se multiplicaría con una legalización unilateral.
Aunque resulte duro decirlo, la realidad es que Estados Unidos y Europa continúan jugando la carta de la tolerancia al consumo porque los niveles de violencia de los delincuentes dedicados a distribuir drogas en sus calles no se ha convertido todavía en una amenaza estratégica. Pero esa violencia está creciendo, Estados Unidos ha encarcelado a más de dos millones de personas por delitos vinculados con las drogas y tiene un millón de pandilleros, gran parte de los cuales se dedican a la venta de drogas. Quizás cuando esa violencia se vuelva intolerable para Europa y Estados Unidos, la idea de la legalización de las drogas comience a discutirse en serio como estrategia multilateral. Por el momento hay que mantener estrategias de control de daños en nuestros países y denunciar el daño que nos provocan los países consumidores. El tema de la legalización está avanzando con la mariguana, pero aún es un tema difícil como acuerdo entre gobiernos.
11. “La participación del ejército es negativa y debe retirarse”
El mito sobre la negatividad de la participación del ejército parte de supuestos como: que la seguridad interna no es su tarea; que no está preparado para esas labores; que se pone en riesgo su imagen; que termina violando los derechos humanos; que es peligroso darles poder a los militares, y otras ideas similares. Todos estos y otros argumentos están fundamentados en riesgos potenciales, dudas y desconfianzas que en algunos casos son ideas predominantemente subjetivas. Ninguno toma en cuenta los problemas objetivos que han obligado a usar al ejército: la dimensión de la amenaza que implican los cárteles; el poder de fuego, número de sicarios y nivel de organización de las estructuras delictivas; la crisis moral y los problemas de cooptación de las policías estatales y municipales en las zonas conflictivas; la limitada cantidad de personal de que dispone la Policía Federal; el carácter transnacional del problema del narcotráfico y, finalmente, el arraigo, la fuerza social y el dominio territorial que tiene el crimen organizado en algunos lugares de México. No es lo mismo enfrentar este problema con 30 mil hombres que con más de 200 mil.
El narcotráfico plantea un reto que supera el orden policial, constituye una amenaza a la soberanía del Estado que tiene además características transnacionales. Si el ejército se retira los narcotraficantes recuperarían terreno muy rápidamente, la amenaza cobraría dimensiones superiores, la violencia se dispararía y podría alcanzar a la ciudad de México. Paradójicamente, como ya se mencionó arriba, otro tipo de críticas hablan del riesgo de llegar a un “Estado fallido”, pero el mito sobre la retirada del ejército se ubica en el otro extremo, porque supone que el problema no es tan grave y bien podrían resolverlo las policías municipales y estatales. Es difícil imaginar que México pueda, en las décadas venideras, enfrentar otra guerra peor que los narcotraficantes. La solución estratégica es la reconstrucción, reforma y fortalecimiento de las policías, pero mientras eso avanza es indispensable usar al ejército.
En toda Latinoamérica los ejércitos pueden ser indispensables para responder al tipo de amenaza que plantea el crimen organizado, y los derechos humanos en la actualidad por encima de requerimientos éticos, se han vuelto parte fundamental de la eficacia operacional tanto para policías como para militares. Las guerras modernas están sometidas, inevitablemente, a una severa fiscalización mediática, política y judicial. El Estado sólo puede preservar la legitimidad en el uso de la fuerza si es capaz de usar el poder coercitivo en esas condiciones. Es decir que esto es ahora una condición universal permanente para emplear la fuerza y no debe ser un obstáculo para no emplearla. Para recuperar seguridad Colombia multiplicó la fuerza de su ejército. Por contraste, Guatemala está cayendo en manos del crimen organizado porque no puede reconstruir al suyo.
12. “Lo más efectivo y rápido para combatir al crimen es la justicia por cuenta propia”
Entre los cárteles no hay reglas y sus diferencias son resueltas mediante la “muerte ejemplar”. El Estado, por su parte, busca procurar justicia, no asesinar, y debe conservar la ventaja moral y social frente a los delincuentes. El inicio de una violencia paramilitar, basada en el mismo principio de la “muerte ejemplar”, convierte al Estado en otro actor violento y sin reglas que terminaría siendo identificado como tal por el crimen organizado, con lo cual se aceleraría, se agravaría y se multiplicaría la violencia. La idea de que asesinar delincuentes representa una vía más rápida para recuperar seguridad es falsa. El crimen organizado constituye un cuerpo social numeroso; no son individuos, sino grupos con cierto apoyo. Una confrontación letal puede terminar dividiendo más a las comunidades, con lo cual la duración del problema se alargaría en vez de acortarse.
Por otro lado, una confrontación de este tipo puede redireccionar gran parte de la acción violenta de los narcotraficantes hacia instituciones, funcionarios públicos y sus familias, con lo cual la violencia del crimen organizado dejaría de ser fundamentalmente autodestructiva. La tarea del Estado es restablecer la autoridad y asegurarse el monopolio de la violencia. La organización de grupos paramilitares constituye una delegación de autoridad a grupos privados que debilita la autoridad del Estado. La experiencia internacional demuestra que el paramilitarismo es un grave error. Los casos de Colombia y Guatemala son muy claros, en el primero se agravó el conflicto y en el segundo el Estado ha sido casi derrotado.
Joaquín Villalobos. Ex miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para la resolución de conflictos internacionales.
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=72941
Re: Nuevos mitos de la guerra contra el narco
un gran tema. todas esas mamadas de que debemos pactar con los narcos son chupadas de chorizo sin embargo:
En el mito numero uno, opino que se debio empezar confrontando al narco desde otro enfoque. El conflicto con estas escorias era inevitable tarde o temprano, y es cierto que dejarles la plaza(el pais) no tiene sentido alguno. Se debio haber empezado reformando el sistema penitenciario, y darseles derechos mas especificos a los soldados, como aplicarles la ley fuga a todo narco que se les resista. Se debio haber empezado depurando el aparato politico y judicial, asi hubiera sido por debajo del agua, de tal manera que nuestros tres niveles de gobierno hubieran estado preparados paratamana tarea.
Mito dos
Aunque el estado mexicano falla en muchos y aberrantes aspectos, eso no significa que seamos un pais anarquico. Simplemente recordemos que por nuestra posicion en el ambito global tenemos muchisima mas atencion que, digamos, honduras. Somos un foco de interes tanto como para el ala ultraconservadora de gringoland como para europa. Lo asombroso no son las muertes; lo asombroso es que no sean mas.
Personalmente, o somos muy jotos o somos muy pendejos. Nuestras bajas no son nada comparadas con otros paises en similar situacion.
Tercer mito:
no olvidemos que durante la dictadura sindico-corporativista llamada pri no habia debate, y sin embargo dejaron crecer el problema. el que no haya debate muestra a una opinion publica o muy pendeja o muy desinteresada... algo que es el acabose para el desarrollo de cualquier pais.
mito 4
La violencia es buena y mala senal. Es buena senal porque como lo declara robert greene, el terror es la unica opcion que le queda a un grupo debil. un grupo que usa el terror como medio no tiene nada mas que usar: no tiene tantos militantes, sus recursos se agotan y sabe que esta contra las cuerdas. la parte mala es que pueden recurrir a medidas cada vez mas extremas. sin embargo, la violencia y las muertes no deben desalentar la aplicacion de la justicia. el argumento que pide parar la guerra para acabar con la violencia es una estupidez. La guerra debe concluir satifactoriamente para que la violencia no se repita jamas, no al reves.Sin importar si se debio iniciar o no esta guerra, debe concluirse, pues darle chance al enemigo de recuperarse solo lo volvera mas fuerte y poderoso cuando volvamos a enfrentarnos a el. Ese argumento suena al mismo argumento que presentaron en el congreso mexicano hace poco menos de 200 anos, en el que se decia que era preferible una mala paz que proseguir la guerra hasta sus ultimas consecuencias. Con ese mismo argumento de justifico la entrega de mas de la mitad de nuestro territorio nacional en el tratado de Gaudalupe Hidalgo, sellandose nuestra desgracia como pais, el destino del mundo y nuestra ruina eterna. Dejemos de ser pendejos y demonos cuenta que peor que una brutal guerra es una mala paz. Que son 100000 muertos?
mito 5
No mamen, no hay soluciones rapidas. si se aplicara una solucion rapida, daria como resultado el sufrimientos de los civiles, la creacion de escuadrones de la muerte y mas violaciones a los derechos humanos. Ademas de que a la larga, estos resultados no servirian de nada.....
Mito 6
Claro que son poderosos. vivimos en un mudno globalizado y con el mercado mas importante de consumidores de droga en nuestra frontera norte. y? Porque sera que los mexicanos se creen bien machitos y a la hora de la hora se les arruga el chiquito? gringolandia y alemania fueron yson poderosas: se rindieron los rusos? se rindieron los vietnamitas? dejemos de portarnos como jotos.
Mito 7 aqui no estoy muy deacuerdo. pienso que es fundamental acabar con al corrupcion. no nos enfoquemos en la pobreza, que aunque debe ser absolutamente eliminada, no puede serlo en una situacion asi. La eliminacion de la pobreza es un proceso continuo y duro. Es cierto que es imposible inculcar una cultura civica en tiempos de guerra: eso se debio hacer en tiempos de paz. Cuando me refiero a acabar a la corrupcion es a cesar a todo funcionario corrupto, da igual que actuen por miedoa morir. Que los fusilen los mismo soldados: la ciudadania no va a mover un dedo. hay que dejarles bien en calro a los burocratas que en caso de corrupcion se les aplicara la ley de herodes: si se dejan sobornar que terminen muertos de todas formas. No hay medias tintas: o somos ellos o nosotros; somos el bien contra el mal. que hubiera pasado si stalin les hubiera suplicado a los rusos que no abandonaran la pelea? hizo falta que ordenara a sus nkvd que ejecutaran en el acto a todo colaboricionista, dando igual si habia sido forzado o no.
mito 8 otro cosa con la que estoy en desacuerdo. claro que el narco recibe mucho apoyo de todos los apratos de gobierno!para empezar, el primer cartel mexicano era dirigido por el general Francisco Javier Aguilar Gonzales, con colaboracion de Miguel Aleman Valdez , Maximino Avila Camacho, Gonzalo Santos y Donato bravo Izquierdo. Durante lustros enteros el pri negocio y promovio los carteles. no nos hagamos pendejos. el pan y el prd hacen lo mismo.
mito 9 un reverendo no me chupen la poronga. solo se debe negociar con lso narcos para enganarlos y hacerlos caer bajo las balas del ejercito.
Mito 10 otra reverenda mamada: estamos en Mexico senores, no en europa. somos un pais atrozmente corrupto y por lo tanto el tiro nos saldria por la culata y se les meteria por el fundillo.
Mito 11
aunque el ejercito no haya sido entrenado apra estos menesteres y no sea su responsabilidad, es lo mejor que tenemos. los soldados son mas confiables que los policas, sobre todo porque para empezar, tienen mejor entrenamiento, mejor condicion y si portan buenas armas.
Mito 12 Otro punto en el qeu discrepo un tanto. si cada mexicano se diera a la tarea de matar un delincuente, seria genial. eso si, todo mexicano conciente debe saber y considerar que eso ameritaria un castigo judicial, pero para un patriota que es el sufrimiento propio comparado al biestar de la patria? Como oaxaqueno no tendria ese problema: bajo el usos y costumbres no le haria mal a la comunidad de donde provengo y si un bien a la nacion. claro que no todo es usos y costumbres.....
En el mito numero uno, opino que se debio empezar confrontando al narco desde otro enfoque. El conflicto con estas escorias era inevitable tarde o temprano, y es cierto que dejarles la plaza(el pais) no tiene sentido alguno. Se debio haber empezado reformando el sistema penitenciario, y darseles derechos mas especificos a los soldados, como aplicarles la ley fuga a todo narco que se les resista. Se debio haber empezado depurando el aparato politico y judicial, asi hubiera sido por debajo del agua, de tal manera que nuestros tres niveles de gobierno hubieran estado preparados paratamana tarea.
Mito dos
Aunque el estado mexicano falla en muchos y aberrantes aspectos, eso no significa que seamos un pais anarquico. Simplemente recordemos que por nuestra posicion en el ambito global tenemos muchisima mas atencion que, digamos, honduras. Somos un foco de interes tanto como para el ala ultraconservadora de gringoland como para europa. Lo asombroso no son las muertes; lo asombroso es que no sean mas.
Personalmente, o somos muy jotos o somos muy pendejos. Nuestras bajas no son nada comparadas con otros paises en similar situacion.
Tercer mito:
no olvidemos que durante la dictadura sindico-corporativista llamada pri no habia debate, y sin embargo dejaron crecer el problema. el que no haya debate muestra a una opinion publica o muy pendeja o muy desinteresada... algo que es el acabose para el desarrollo de cualquier pais.
mito 4
La violencia es buena y mala senal. Es buena senal porque como lo declara robert greene, el terror es la unica opcion que le queda a un grupo debil. un grupo que usa el terror como medio no tiene nada mas que usar: no tiene tantos militantes, sus recursos se agotan y sabe que esta contra las cuerdas. la parte mala es que pueden recurrir a medidas cada vez mas extremas. sin embargo, la violencia y las muertes no deben desalentar la aplicacion de la justicia. el argumento que pide parar la guerra para acabar con la violencia es una estupidez. La guerra debe concluir satifactoriamente para que la violencia no se repita jamas, no al reves.Sin importar si se debio iniciar o no esta guerra, debe concluirse, pues darle chance al enemigo de recuperarse solo lo volvera mas fuerte y poderoso cuando volvamos a enfrentarnos a el. Ese argumento suena al mismo argumento que presentaron en el congreso mexicano hace poco menos de 200 anos, en el que se decia que era preferible una mala paz que proseguir la guerra hasta sus ultimas consecuencias. Con ese mismo argumento de justifico la entrega de mas de la mitad de nuestro territorio nacional en el tratado de Gaudalupe Hidalgo, sellandose nuestra desgracia como pais, el destino del mundo y nuestra ruina eterna. Dejemos de ser pendejos y demonos cuenta que peor que una brutal guerra es una mala paz. Que son 100000 muertos?
mito 5
No mamen, no hay soluciones rapidas. si se aplicara una solucion rapida, daria como resultado el sufrimientos de los civiles, la creacion de escuadrones de la muerte y mas violaciones a los derechos humanos. Ademas de que a la larga, estos resultados no servirian de nada.....
Mito 6
Claro que son poderosos. vivimos en un mudno globalizado y con el mercado mas importante de consumidores de droga en nuestra frontera norte. y? Porque sera que los mexicanos se creen bien machitos y a la hora de la hora se les arruga el chiquito? gringolandia y alemania fueron yson poderosas: se rindieron los rusos? se rindieron los vietnamitas? dejemos de portarnos como jotos.
Mito 7 aqui no estoy muy deacuerdo. pienso que es fundamental acabar con al corrupcion. no nos enfoquemos en la pobreza, que aunque debe ser absolutamente eliminada, no puede serlo en una situacion asi. La eliminacion de la pobreza es un proceso continuo y duro. Es cierto que es imposible inculcar una cultura civica en tiempos de guerra: eso se debio hacer en tiempos de paz. Cuando me refiero a acabar a la corrupcion es a cesar a todo funcionario corrupto, da igual que actuen por miedoa morir. Que los fusilen los mismo soldados: la ciudadania no va a mover un dedo. hay que dejarles bien en calro a los burocratas que en caso de corrupcion se les aplicara la ley de herodes: si se dejan sobornar que terminen muertos de todas formas. No hay medias tintas: o somos ellos o nosotros; somos el bien contra el mal. que hubiera pasado si stalin les hubiera suplicado a los rusos que no abandonaran la pelea? hizo falta que ordenara a sus nkvd que ejecutaran en el acto a todo colaboricionista, dando igual si habia sido forzado o no.
mito 8 otro cosa con la que estoy en desacuerdo. claro que el narco recibe mucho apoyo de todos los apratos de gobierno!para empezar, el primer cartel mexicano era dirigido por el general Francisco Javier Aguilar Gonzales, con colaboracion de Miguel Aleman Valdez , Maximino Avila Camacho, Gonzalo Santos y Donato bravo Izquierdo. Durante lustros enteros el pri negocio y promovio los carteles. no nos hagamos pendejos. el pan y el prd hacen lo mismo.
mito 9 un reverendo no me chupen la poronga. solo se debe negociar con lso narcos para enganarlos y hacerlos caer bajo las balas del ejercito.
Mito 10 otra reverenda mamada: estamos en Mexico senores, no en europa. somos un pais atrozmente corrupto y por lo tanto el tiro nos saldria por la culata y se les meteria por el fundillo.
Mito 11
aunque el ejercito no haya sido entrenado apra estos menesteres y no sea su responsabilidad, es lo mejor que tenemos. los soldados son mas confiables que los policas, sobre todo porque para empezar, tienen mejor entrenamiento, mejor condicion y si portan buenas armas.
Mito 12 Otro punto en el qeu discrepo un tanto. si cada mexicano se diera a la tarea de matar un delincuente, seria genial. eso si, todo mexicano conciente debe saber y considerar que eso ameritaria un castigo judicial, pero para un patriota que es el sufrimiento propio comparado al biestar de la patria? Como oaxaqueno no tendria ese problema: bajo el usos y costumbres no le haria mal a la comunidad de donde provengo y si un bien a la nacion. claro que no todo es usos y costumbres.....
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