El policía que se “tragó” una bala para impedir asalto

El policía que se “tragó” una bala para impedir asalto.



El policía Celso Ávila pensó que ese sabor metálico en su boca era sangre, pero, en realidad, lo que saboreaba eran fragmentos de una bala hecha de níquel y acero que le había entrado por la mejilla izquierda, roto la mandíbula, cortado la lengua y se le había alojado en la papada.

El impacto había sido tan inesperado que no supo lo que había pasado; sólo que aquellas dos canicas que jugueteaban en su boca y acababa de escupir eran sus dos muelas del juicio y que ese calor intenso en la cara era -no lo sabía con seguridad- una herida abierta y sangre.

El problema es que no tenía tiempo para averiguar más, pues apenas reenfocó la mirada, vio frente a sí el cañón de una escuadra calibre .380, empuñada por un delincuente, listo para dispararle la segunda bala en la cara.

De pronto, Celso, policía de la Bancaria Industrial, salió del pasmo y entendió que aquella tarde del 2 de diciembre de 2010 no se parecía a ninguna que había vivido en su carrera de uniformado y que, si no hacía algo pronto, esa mirilla de pistola corta que le apuntaba sería lo último que vería.

No pensó, en ese instante, en su esposa, sus dos hijos y su hija, a quienes dejó en casa antes del amanecer para llegar a la corporación a las 07:00 horas, vestir su uniforme, colgarse la placa 29057 y ser comisionado a una sucursal bancaria sobre Calzada de Tlalpan, en la colonia Moderna, delegación Benito Juárez.

Debía pasar la jornada dentro del banco, pero por petición de su “pareja”, Celso intercambió su lugar: en vez de colocarse junto a la fila de cajeros, se paró en el estacionamiento con gesto aburrido esperando que llegara el siguiente turno. Y eso cambió todo.

A las 15:55 horas, observó desde el aparcamiento a dos hombres en la calle que trataban de quitarle a un empresario llamado Jorge Muñoz los 145 mil pesos que había retirado del banco; le gritaron, lo jalonearon y le quitaron el maletín con el dinero, pero Celso irrumpió en la escena.

“En ese momento, lo que hago es acudir a ver lo que pasaba. Todo pasó de repente (…) Iban a emprender la fuga cuando yo les marco el alto. Uno de ellos, que portaba el arma y el maletín, enseguida me disparó sin mediar palabra”, recuerda Celso.

La punta de la bala avanzó unos 100 metros y le abrió piel de la cara, desgarró músculos y rompió huesos, pero el policía nunca lo supo; pensó que, si seguía en pie, era porque sólo era un “rozón”, así que aguantó erguido el proyectil que, en segundos, había encontrado alojamiento dentro de su rostro.

“La bala me entró por el cachete y se fue para abajo, entonces me tiró las muelas del juicio. Fue lo que escupí (…) Los doctores no saben cómo se fue para abajo y no se siguió derecho, simplemente no se lo explicaron”, cuenta el policía, para tratar de justificar por qué la bala no siguió su trayectoria lateral hasta entrar en alguno o ambos ojos.

Ante el posible segundo disparo, Celso desenfundó en menos de un segundo su submetralladora Mendoza calibre 9 milímetros y con el hervor de la sangre en su mejilla aún fresco jaló el gatillo. Antes de que cayera al asfalto rendido por la herida, cuatro disparos salieron de su arma, tratando de defenderse a sí mismo y a la víctima.

De pronto, la calma. Salió su compañero y la expresión en su rostro le dijo todo: no era un “rozón”, sino un impacto que ameritaba un traslado en ambulancia para que no muriera desangrado en la calle, así que lo llevaron al Hospital Obregón, donde al llegar perdió el conocimiento y durmió por cuatro días en el área de terapia intensiva.

Hasta que recobró conocimiento, Celso supo que la mitad de sus disparos fallaron por su desorientación, impactando en una pared alejada y que uno de los asaltantes huyó.

Pero fue implacable contra el hombre de unos 30 años que lo agredió, quien quedó tendido en una banqueta con su playera polo blanco con rayas negras empapada en sangre: dos balas de la submetralladora le habían pegado en el pecho y estómago y lo habían matado al instante.

“Siente uno feo porque a veces uno no quiere privar la vida de una persona, pero cuando está en riesgo la vida de alguien, no queda de otra”, dice el uniformado.

La sensación agridulce en su pecho se fue cuando lo enteraron sobre el maletín: pese a estar herido de muerte, el policía de entonces 35 años logró con sus disparos que su compañero asegurara los 145 mil pesos y estos regresaron a su dueño, quien sólo tuvo como secuela unos moretones.

“Yo lo único que pensé es que no me tocaba, no me tocaba. Uno a veces se levanta y no sabe si va a regresar”, comenta Celso, quien al quinto día del asalto entró a una primera cirugía y, luego, a otra, para la cual le limpiaban la herida cada dos días hasta que estuvo fuera de peligro.

Su arrojo tuvo premios: el 29 de noviembre de 2011, junto a 13 policías capitalinos destacados, Celso recibió en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal la Medalla al Mérito Policial, lo que se sumó a una recompensa económica de parte del banco y su ascenso de policía primero a segundo.

También costos: tardó 7 meses en volver a trabajar, le instalaron una placa dentro de la mandíbula, perdió sensibilidad en la boca, no puede masticar bien y le aqueja una sensación permanente de adormecimiento en el lado izquierdo del rostro.

“Pero definitivamente, lo volvería a hacer”, asegura Celso, ahora reincorporado a su trabajo, donde su aspecto parece incongruente con su hazaña: el oficial bajito, robusto, de voz tímida y pausada que comió una bala para frustrar un asalto.

Ahora patrulla la ciudad, la mayoría de las veces a pie, mientras la luz de la calle y su sonrisa acentúan las secuelas físicas de la agresión: un hoyuelo en la mejilla y una cicatriz de 8 centímetros debajo de la barbilla.

Las marcas, dice, son del día que más policía se sintió.

(Con información de Óscar Balderas/Eluniversal)