Carta desde Durango
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Carta desde Durango
Carta desde Durango
En un estado donde la muerte forma parte de la vida cotidiana, un periodista recopila sórdidas historias de civiles que han sido víctimas de la violencia desmedida.
Por Alejandro Almazán / Ilustración de Alejandro Magallanes
1 La nueva frontera de la violencia en México
Las moscas que atraen los doscientos treinta y ocho cadáveres vuelan alrededor de nuestros rostros. El forense las maldice e intenta ahuyentarlas. Falla. Están hambrientas y no dejarán pasar aquel festín de carne podrida. Frente al olor tampoco lograremos mucho. Parece no haber tapabocas que contenga esa miasma que espanta, que desfonda. En algún momento le diré al forense que me siento pesado como si fuera uno de esos muertos que, desde abril, empezaron a brotar del subsuelo, quizá buscando su nombre, quizá buscando quién les rece un rosario. Él, con esa cara trabajada de quien ha asumido que la vida y la muerte no están en sus manos, apenas hace un guiño y se trepa a una de las dos cajas refrigeradas del tráiler donde la policía arrumbó a los difuntos como reses en carnicería. "Orita van a venir por éste", me dice y abre ligeramente el costal. Yo sólo veo un esqueleto pelado por los gusanos.
Más tarde, por el forense y un pariente del difunto, sabré que era sicario; que lo reconocieron por el trozo de tatuaje que seguía aferrado a los restos de espalda y que, ironías de esta p****e vida, le gustaban las películas de balazos, y que a él lo enterraron en la fosa que encontraron en las calles de Mario Almada y Valentín Trujillo.
Al que se llevaron más temprano, antes de que la tierra pareciera luchar para que no le cayera encima el brutal sol, fue a Efraín Gamboa. Su padre fue secuestrado en Santiago Papasquiaro, su pueblo, y él se vino a Durango para pagar el rescate. Les habían pedido cien mil pesos y hasta las dos vacas que tenían. Dio con los secuestradores, pero éstos ya habían matado a su padre. Efraín todavía habló con su mamá, sólo para despedirse, y ya luego, por lo que vio el forense, lo torturaron, le arrancaron las uñas de las manos y lo asfixiaron. Tenía treinta y un años.
Cuando el forense baje rebotando al que fue sicario y se lo lleve para bañarlo en formol, la jaqueca ya me habrá orillado al vómito. Tendré que irme, pero el olor se me quedará pegado en la ropa y el pelo. No recordaré el nombre de los muertos, pero sí el zumbido de las moscas. Y cuando tome carretera comprenderé que si el infierno existe, el estacionamiento de la fiscalía de Durango ha de ser una de sus estaciones.
2 CABINA DE RADIO. POR LA MAÑANA
La conductora se echa para atrás el cabello con una sola mano y pregunta a sus radioescuchas cómo les fue en Semana Santa. Ella empieza a contar sus andanzas por una playa sinaloense, pero el productor la interrumpe. La mira a través del cristal y forma con los dedos una especie de teléfono. Hay una llamada del público.
CONDUCTORA
Buenos dí…
SEÑORA (VOZ EN OFF, LLORANDO)
¡Me mataron a mi hijo, señorita! No puedo decirle mi nombre, pero me lo mataron… Tenía doce años.
A la conductora no le alcanza la voz siquiera para la primera sílaba. La señora, en cambio, hila muchas palabras con poco aire.
SEÑORA
Vivo en Poanas, señorita, por el pueblo de La Ochoa. Hace dos días los Zetas se llevaron a mi hijo… Se lo llevaron pa'cerlo pistolero… Yo digo que mi chamaco no quiso meterse a eso porque lo torturaron, lo vistieron como niña y me lo rafaguiaron. Ojalá me escuche la gente del Chapo y venga a ayudarnos.
En un estado donde la muerte forma parte de la vida cotidiana, un periodista recopila sórdidas historias de civiles que han sido víctimas de la violencia desmedida.
Por Alejandro Almazán / Ilustración de Alejandro Magallanes
1 La nueva frontera de la violencia en México
Las moscas que atraen los doscientos treinta y ocho cadáveres vuelan alrededor de nuestros rostros. El forense las maldice e intenta ahuyentarlas. Falla. Están hambrientas y no dejarán pasar aquel festín de carne podrida. Frente al olor tampoco lograremos mucho. Parece no haber tapabocas que contenga esa miasma que espanta, que desfonda. En algún momento le diré al forense que me siento pesado como si fuera uno de esos muertos que, desde abril, empezaron a brotar del subsuelo, quizá buscando su nombre, quizá buscando quién les rece un rosario. Él, con esa cara trabajada de quien ha asumido que la vida y la muerte no están en sus manos, apenas hace un guiño y se trepa a una de las dos cajas refrigeradas del tráiler donde la policía arrumbó a los difuntos como reses en carnicería. "Orita van a venir por éste", me dice y abre ligeramente el costal. Yo sólo veo un esqueleto pelado por los gusanos.
Más tarde, por el forense y un pariente del difunto, sabré que era sicario; que lo reconocieron por el trozo de tatuaje que seguía aferrado a los restos de espalda y que, ironías de esta p****e vida, le gustaban las películas de balazos, y que a él lo enterraron en la fosa que encontraron en las calles de Mario Almada y Valentín Trujillo.
Al que se llevaron más temprano, antes de que la tierra pareciera luchar para que no le cayera encima el brutal sol, fue a Efraín Gamboa. Su padre fue secuestrado en Santiago Papasquiaro, su pueblo, y él se vino a Durango para pagar el rescate. Les habían pedido cien mil pesos y hasta las dos vacas que tenían. Dio con los secuestradores, pero éstos ya habían matado a su padre. Efraín todavía habló con su mamá, sólo para despedirse, y ya luego, por lo que vio el forense, lo torturaron, le arrancaron las uñas de las manos y lo asfixiaron. Tenía treinta y un años.
Cuando el forense baje rebotando al que fue sicario y se lo lleve para bañarlo en formol, la jaqueca ya me habrá orillado al vómito. Tendré que irme, pero el olor se me quedará pegado en la ropa y el pelo. No recordaré el nombre de los muertos, pero sí el zumbido de las moscas. Y cuando tome carretera comprenderé que si el infierno existe, el estacionamiento de la fiscalía de Durango ha de ser una de sus estaciones.
2 CABINA DE RADIO. POR LA MAÑANA
La conductora se echa para atrás el cabello con una sola mano y pregunta a sus radioescuchas cómo les fue en Semana Santa. Ella empieza a contar sus andanzas por una playa sinaloense, pero el productor la interrumpe. La mira a través del cristal y forma con los dedos una especie de teléfono. Hay una llamada del público.
CONDUCTORA
Buenos dí…
SEÑORA (VOZ EN OFF, LLORANDO)
¡Me mataron a mi hijo, señorita! No puedo decirle mi nombre, pero me lo mataron… Tenía doce años.
A la conductora no le alcanza la voz siquiera para la primera sílaba. La señora, en cambio, hila muchas palabras con poco aire.
SEÑORA
Vivo en Poanas, señorita, por el pueblo de La Ochoa. Hace dos días los Zetas se llevaron a mi hijo… Se lo llevaron pa'cerlo pistolero… Yo digo que mi chamaco no quiso meterse a eso porque lo torturaron, lo vistieron como niña y me lo rafaguiaron. Ojalá me escuche la gente del Chapo y venga a ayudarnos.
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