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Mensaje por Powah Agosto 9th 2013, 23:29

Ningún periódico mexicano se ha planteado nunca la posibilidad de convertirse en un equivalente del New York Times, de Le Monde o El País. Quiero decir, convertirse en un periódico que tuviera verdadero interés para el resto del mundo, fuera de México, un periódico con información propia, nueva, importante, digna de crédito, un periódico serio. No es una novedad, nadie lo encuentra extraño. De hecho, la idea misma parece un poco ridícula, nadie se imagina algo así: es un buen indicador del fracaso de nuestra clase empresarial y del fracaso de nuestras elites en general.

La economía mexicana es por su volumen una de las 12 o 15 mayores del mundo, hay en el país varias empresas globales, varias en telecomunicaciones, y hablamos español, como otros 400 millones de personas en el planeta. La prensa sigue siendo provinciana, periférica, mediocre y aburrida —y nadie ha pensado nunca que pueda ser diferente.

Decía Daniel Cosío Villegas, hace medio siglo, que la nuestra era una prensa libre que no usaba su libertad, que defendía hasta la exasperación ciertas actitudes, pero carecía de criterio para juzgar hechos elementales. En resumen, una prensa frívola, mezquina, superficial y un poco tonta. Lo explicaba Cosío por una combinación del autoritarismo del régimen y la actitud pusilánime, pragmática y pancista de los editores, que no querían problemas. Los periódicos eran un buen negocio, y esa grisura pareja, vacía, garantizaba que lo siguieran siendo, sin sobresaltos para nadie.

40 o 50 años después podrían decirse cosas muy parecidas. Y, según el caso, también otras, bastante peores. El descuido, la incuria, la desatención llega a la redacción de los titulares de primera plana y pasan como si fuesen noticia cosas que habría descartado a la primera un estudiante de periodismo. Es una prensa mucho más libre, capaz de desplantes inimaginables en el antiguo régimen, pero no mejor. Puede ser estridente, escandalosa, intensamente política, beligerante hasta el insulto, insidiosa, agresivamente partidista y, a la vez, superficial, irresponsable y a fin de cuentas irrelevante. Quiero decir, irrelevante para todo, salvo el pequeño negocio del ruido: amagar, insinuar, extorsionar.

Es posible que muchos de los vicios de la prensa tengan como origen las prácticas del régimen posrevolucionario. A estas alturas, eso no puede ser suficiente como explicación.

Si quisiera resumirlo en una frase, diría que el mayor problema de la prensa mexicana es que no está organizada para informar. Por eso informa mal, poco, de manera sesgada, confusa, superficial y tramposa. Porque eso no es lo suyo —quiero decir que no se lo toma en serio, y no tiene recursos para tomárselo en serio. Se diría que preferiría no hacerlo. Desde luego, su público no pide otra cosa. Es un público pequeño, muy pequeño, y muy poco exigente: en un día bueno, los periódicos de mayor circulación pueden vender 100 mil ejemplares o poco más, su movimiento en internet es mortecino, de vuelo corto, y pueden publicar directamente mentiras, todos lo hacen con alguna frecuencia, sin que eso tenga ninguna consecuencia entre sus lectores. Ni que haya que publicar nunca un desmentido.

El verdadero cliente de la prensa no es el lector común y corriente, el que teóricamente la compra para informarse, sino la clase política, que a través de los periódicos amenaza, insinúa, ofrece, negocia. De hecho, en lo fundamental, la prensa mexicana es un circuito de comunicación de la clase política, un medio de agitación, propaganda y publicidad, organizado para hacer dinero con todo ello. Por eso no importa que una noticia sea verdadera, sino que transmita un mensaje. No importa que la redacción de las notas esté ridículamente sesgada desde el titular, porque nadie espera otra cosa. Tampoco le importa a nadie que las noticias, verdaderas o falsas, resulten escandalosas, porque el escándalo sólo prende verdaderamente y provoca algún movimiento cuando pasa a la televisión abierta —y ése es otro juego, con otras reglas.

Se puede tomar cualquiera de los diarios de circulación nacional, cualquier día, la estructura es casi siempre igual. Ahora mismo tengo delante cinco o seis de ellos, de la última semana de junio de 2013. Entre las noticias de primera plana todos ponen una declaración del presidente de la República. Ayer o anteayer eran declaraciones de un secretario de Estado. También hay, por lo general, declaraciones de dirigentes del PAN, del PRD, declaraciones de algún diputado, algún senador. A veces, comunicados de empresas que anuncian nuevas inversiones o resultados del trimestre. Después se explica el procedimiento judicial iniciado contra un político del PRI, conforme a lo que dice un boletín de la procuraduría. La página se completa con una serie de acusaciones contra el gobierno de la ciudad en una rueda de prensa de un grupo de activistas, datos sobre la campaña de afiliación de MORENA cuya fuente son declaraciones de su secretario general. Y así por el estilo. En la sección internacional, breve, si no brevísima, todas las noticias tienen como fuente alguna agencia de prensa: es un surtido de desastres, atentados y notas pintorescas, narrado con asepsia telegráfica —la de quien no tiene ni idea. Aparte de eso hay entre 10 y 20 artículos de opinión de políticos, locutores, celebridades de diverso origen, algún académico, algún escritor.

Sobre poco más o menos, es el arreglo de todos los periódicos. Omito las secciones de deportes, sociales, cultura y medios, porque son sólo variedades del periodismo de espectáculos, es decir, extensiones de la publicidad: las memorias de “La Chilindrina”, la contratación de un futbolista, la proyección de una película, la boda de alguien, el divorcio de otro, el disco de un tercero.

Eso quiere decir que hacer un diario en México resulta bastante barato, aparte del papel y la imprenta. Bastan unas cuantas grabadoras, algunos amigos en el gobierno, y la suscripción a tres o cuatro agencias de noticias. Pero eso quiere decir también que su lectura no tiene ningún interés —salvo para los políticos, por supuesto, los que hicieron las declaraciones o redactaron los boletines, o los que filtraron los datos del escándalo. Los demás hojeamos la prensa con un escepticismo insondable, y dudamos hasta del horario de las películas.

Me pregunto si vale la pena mirar con más detenimiento. Seguramente sí. Es aburrido, pero acaso no sea del todo inútil tratar de entender de dónde sale esa mediocridad pareja, tediosa, esa absoluta esterilidad intelectual, esa falta de horizontes.

Acaso lo más notable, característico de la prensa mexicana, sea su dependencia de los boletines y comunicaciones oficiales de todo tipo. Sirven como fuente para cualquier clase de noticia, desde un accidente de tráfico hasta una acusación de peculado, un pleito judicial, la evolución de la economía, lo que sea. Si en Uruapan se incendia deliberadamente una gasolinera, por ejemplo, como está en el periódico de ayer, la información es la que ofrece la procuraduría del estado, nada más: es en Uruapan, no en Oslo ni en Kinshasa, pero a nadie se le ocurre enviar un corresponsal, preguntar, entrevistar, producir información. El resultado es que las mismas frases, los mismos párrafos se repiten idénticos en todos los periódicos. A veces se transcribe el boletín con sólo una mención apresurada de la fuente, en el texto, de modo que casi parece una noticia. Por ejemplo: “crecerá la economía” o “detenido jefe criminal” no significa exactamente eso, sino que el secretario de Hacienda dijo, o que el procurador general dijo lo uno o lo otro. La clave de bóveda de esa clase de periodismo, llamémosle así, es el silencio —respetuoso, indiferente, cómplice, tanto da— con que se reciben los boletines o comunicados. Nadie hace preguntas, desde luego ninguna pregunta comprometedora, nadie pone en duda el contenido, nadie busca otras fuentes, ningún periódico hace la más mínima indagación por su cuenta para verificar lo que dice la fuente oficial.

A veces la verificación sería algo tan sencillo como mirar la hemeroteca del propio periódico, porque los boletines dicen cosas contradictorias, inconsistentes. Pasan como si nada. La prensa nos dice un día que las ganancias de los narcotraficantes mexicanos son de 10 mil millones de dólares, dos semanas después nos dice que son de 100 mil millones, algo más tarde vienen a ser 40 mil millones —porque dijo la PGR, dijo la DEA, dijo la ONU. En todos los casos, la cifra es una especulación bastante arbitraria, pero aparece como si fuese un dato: “40 mil mdd, ganancias del crimen organizado”. A nadie le parece extraño el baile de números. Es un caso entre muchos. Lo único que haría falta para producir información sería un mínimo de curiosidad, que alguien se preguntara por las inconsistencias, que verificase en el archivo de los meses anteriores, y que en vez del último boletín publicara una nota sólo poniendo en comparación las diferentes cifras: sería noticia, y sería interesante de leer. Incluso en esas ocasiones, son frecuentes, nuestra prensa opta por no informar: por inercia, por indolencia, sencillamente prefiere no hacerlo.

Está de más decir que la reproducción de los comunicados de prensa también permite variaciones muy apreciables. Los mismos cuatro párrafos, por ejemplo, permiten un titular que diga: “Las empresas, responsables del fiasco: Borunda”, o bien uno que diga: “Borunda endilga a las empresas la responsabilidad”. Son más o menos ciertos los dos, tramposos los dos. A eso se llama línea editorial.

Es claro que esa forma de rellenar espacio, a base de comunicados, es mucho más barata que hacer periodismo. Basta con una grabadora, o enviar a un muchacho a recoger el boletín. Ahora bien, ese ahorro a costa del oficio tiene consecuencias. La primera, una devaluación absoluta de los reporteros. Si su trabajo ordinario consiste en recoger el boletín, o grabar las declaraciones, acaso hacer una pregunta insustancial, no necesitan ninguna clase de formación, ni siquiera saber escribir ni conocer la materia de la que se ocupan. Es trabajo que podría hacer cualquiera, y que se paga en consecuencia —o sea, como un trabajo menestral. En la jerarquía de nuestra prensa los reporteros están en el último escalón. Los miran con parecido desprecio, que puede ser un desprecio condescendiente y afectuoso, los jefes en la sala de redacción, y los políticos y funcionarios que les ofrecen el material: en el antiguo régimen ese desprecio se materializaba en la propina que daban los responsables de cada fuente a “sus reporteros” en sobres con dinero.

Algo más, que no es trivial. Esa predilección por los boletines dice que nuestros periódicos se piensan a sí mismos, en buena parte de su espacio, empezando por la portada, como altavoces o paneles de anuncios para que cada quien diga lo suyo.

Como alternativas, cuando no hay boletines, lo más socorrido son las encuestas, las entrevistas y sobre todo las filtraciones. Es el material para la parte abiertamente política del periódico. Las encuestas dan mucho juego porque permiten hablar sobre casi cualquier tema, simulando que hay información seria, incluso científica, eso que con cómica pedantería se llama “datos duros”, y lo mismo las entrevistas. Ambas sirven para poner el editorial del periódico a ocho columnas, en la primera plana —como si fuese información. El titular puede decir, por ejemplo: “Fulano es un ladrón: asegura Mengano”, o bien: “El gobierno ha fracasado: expertos”. Si se tienen frases sueltas de un par de profesores, y se quiere darles realce, se escoge la frase adecuada y se atribuye a “catedráticos de la UNAM”, y si hay la suerte de que alguno tenga un puesto administrativo, una sinécdoque rutinaria permite atribuir la afirmación directamente a “la UNAM”.

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Es mucho más interesante lo que sucede con las filtraciones. Obviamente, no se puede saber ni quién haya filtrado los documentos ni por qué, y en general son datos que por definición resultan imposibles de verificar. El sentido común dice que habría que tomarlas con la máxima precaución, buscar otras fuentes, alguna clase de corroboración —y seguramente no publicarlas. Entre nosotros pasan a las ocho columnas con perfecta naturalidad, y sirven para llenar páginas enteras, plagadas de insinuaciones calumniosas: eso, que es la expresión más rastrera de la venalidad periodística, es lo que se entiende como periodismo de investigación. Y así se festeja. Es como si estuviésemos publicando un equivalente de los papeles del Pentágono cada 15 días. Imagino que está claro, pero prefiero insistir. Nadie ha investigado nada, no hay ninguna información contrastable. Sucede sólo que un político, un funcionario, tiene interés en que se difundan documentos, acusaciones, datos, y usa al periódico para ello. Curiosamente, la publicación de aquello suele ampararse mediante la invocación de una especie de código deontológico: el compromiso con la verdad, la obligación de informar, la responsabilidad, la protección de las fuentes. Y después se puede con eso, incluso, pedir y ganar algún premio.

Menciono sólo de paso la versión desnatada de las filtraciones que aparece en la columna de “trascendidos” que publican diariamente todos los periódicos mexicanos. Por lo general van sin firma, y están compuestas por una serie de notas breves, que son sencillamente chismes, mensajes cifrados, rumores, insinuaciones más o menos injuriosas, que casi siempre son sólo para enterados —notas, sobra decirlo, que nadie puede verificar ni desmentir. En esas columnas uno tiene noticia de que se vio a Godínez cenando con Cascorro, o de que en una reunión privada se pelearon Sánchez, Cúrcuma y Gorrondona, y que Bustamante quiere que lo postule algún partido. Para quien no sepa quién es Godínez, ni quiénes son Sánchez, Cúrcuma, Gorrondona y Bustamante, como sucede a la mayoría de los lectores, las notas son de una oscuridad absoluta. Los interesados, en cambio, encuentran en eso información sabrosísima, supongo.

Algunos de los autores de esa clase de columnas, los que están mejor enterados, más metidos en el ajo, con el tiempo se gradúan de analistas, casi de oráculos, y publican los chismes con su firma: son entre nosotros Los Periodistas por antonomasia.

Ya que estamos en eso, la página editorial, o las páginas editoriales más bien, se completan con un elenco bastante previsible, y un reparto de papeles que no tiene misterio. En primer lugar están los autores de columnas de chisme político, los que están en el secreto de lo que hicieron Godínez, Cúrcuma y Gorrondona, porque de ellos depende en mucho el interés que tenga el periódico. A continuación están los políticos en ejercicio. Nadie se priva de publicar regularmente textos firmados por diputados, senadores, dirigentes de partidos políticos, funcionarios de alto nivel, líderes sindicales. La decisión es rara, porque todos ellos ocupan cargos públicos, y eso significa que su opinión personal no tiene ningún interés, mientras que su posición institucional tiene una plataforma específica para manifestarse. O sea, que no les corresponde estar ahí, y su presencia ocupando también ese espacio produce una extraña sensación de asfixia.

En un lugar privilegiado están los artículos de la gente famosa: un surtido de locutores, periodistas, tertulianos, profesionales de la opinión, que son famosos porque aparecen en la televisión. Ésos son los que le dan caché al periódico a ojos de los lectores que no conocen a Cúrcuma y Gorrondona. Los lectores que no están al día en la grilla, pero sí ven la televisión. En eso como en todo lo demás, nuestra prensa acepta blandamente su condición ancilar, asume la jerarquía formada por el Star System de la televisión para tomar prestado algo del relumbrón. Finalmente, hay dos o tres académicos, escritores más o menos famosos y premiados, o muy premiados.

Me interesa subrayar una cosa. Ninguno de ellos produce información. A veces, algunos escriben análisis interesantes, u ofrecen perspectivas diferentes sobre los hechos del día: son los menos, y pocas veces. La media docena corta de escritores es acaso la más original del conjunto —e incluye también lo peor del conjunto. Pero lo que me importa subrayar es que la absoluta novedad de la indiscreción de una cena de políticos, lo que ofrecen Los Periodistas en sus columnas diarias, no tiene el menor interés fuera de su círculo, y eso que hace importantísimo a Fulano o Mengano, que es el hecho de aparecer en la televisión, no significa nada fuera del país, ni tendrá el menor interés dentro de unos cuantos años, o meses.

Otro rasgo me parece definitivo para entender la prensa mexicana: la casi inexistencia de una sección internacional digna de leerse. Todos los periódicos dependen para las noticias del mundo de media docena de agencias noticiosas. La única diferencia que hay entre ellos es que La Jornada se apoya con más frecuencia en Prensa Latina, otros prefieren a AFP o EFE. En realidad, da lo mismo. Todos reproducen los cables con la misma docilidad con que reproducen los boletines de prensa en México. Se dirá que no tiene nada de raro, que lo mismo hace la prensa de muchos otros países, porque es más barato, y ofrece una información estándar, fácil de reproducir. Precisamente de eso se trata.

No es cuestión de vanidad. Para empezar a hacer su trabajo, si se lo tomaran en serio, si su trabajo fuese informar, los periódicos mexicanos tendrían que tener corresponsales permanentes en tres o cuatro ciudades estadunidenses, en Centroamérica, en Brasil. Y si nuestro voto en los organismos multilaterales significa algo, tendrían que tenerlos también en Irak, en Afganistán, Irán, seguramente en Cuba, en un par de capitales de Europa, en China.

La falta de una sección internacional seria significa, para empezar, que los editores no tienen ningún interés por lo que pasa en el resto del mundo, y suponen que sus lectores tampoco, empezando por los políticos. Si aciertan o no en eso, es otro asunto, y en todo caso ese interés no sería independiente de lo que se publica en los periódicos. Pero eso significa también que los dueños y los directores de los medios han asumido con toda naturalidad una posición periférica, subordinada y dependiente, no piensan que haya una manera mexicana de entender el mundo, nada que pueda descubrirse mirando desde México, o no piensan que tenga importancia: con la misma perezosa incuria con que se compone el resto del periódico, se publican los cables de agencia apenas glosados por el redactor recién llegado, y que está haciendo méritos para cubrir la fuente policiaca en la ciudad. En un alarde de cosmopolitismo, algunos de ellos publican cada 15 días una traducción de un par de páginas del New York Times, y es todo —lo que viene a decir, poco más o menos, que quien quiera tener información sobre el resto del mundo, mejor que compre otro periódico.

¿Tiene eso alguna importancia? Yo pienso que sí. En primer lugar, ratifica la incapacidad de la prensa mexicana para producir información. Pero, además, eso hace que no tenga ningún interés fuera de México, porque no aporta nada, ni información ni análisis, ni un punto de vista que valga la pena tomar en cuenta. Los periódicos mexicanos están escritos para un pequeño público del Distrito Federal, y son irrelevantes en cualquier otro espacio. Para decirlo mal y pronto, a partir de Indios Verdes sirven sólo para envolver pescado.

Desde luego, enviar corresponsales al extranjero cuesta dinero, o contratar especialistas en asuntos de Oriente Medio o Centroamérica para redactar las noticias con algún sentido. También cuesta dinero un auténtico reportaje sobre un accidente en una mina en Coahuila, sobre la operación de un sindicato, una investigación sobre la asignación de contratos de la SEP. El verdadero problema es la falta de interés: nada de eso parece indispensable para hacer un periódico en México. El resultado es que nuestra prensa se define por lo que no tiene. Información corroborada, digna de crédito, nueva, sólida, información propia, con eso absolutamente único que tiene la escritura, de complejidad, de profundidad, que no pueden reemplazar ni las imágenes, ni las películas ni las famosas redes sociales. Nuestra prensa es gris, apocada, provinciana y aburrida porque le falta eso que hay en los textos de Seymour Hersch sobre Vietnam y en los de Dexter Filkins sobre Irak y Afganistán, eso que ha habido en los de Euclides Da Cunha, Heriberto Frías, Germán Castro Caycedo, Edmund Dene Morel, John Kenneth Turner, en los de Ramón J. Sender sobre Casas Viejas: periodismo.

Mientras escribía estas páginas me venía a la memoria, una y otra vez, la imagen del Bartleby, de Melville, la amable, apagada desidia del escribiente que sencillamente preferiría no hacer nada. Y acaba por extinguirse a fuerza de no hacer nada. No puedo evitar ver trasuntos suyos en la redacción de cualquiera de nuestros periódicos. Porque nadie les obliga realmente a esa pasividad, nadie les impone ese régimen de medias verdades, ese periodismo mediocre de grabadora, boletín y filtración, ni siquiera la falta de dinero. Pero no parece posible otra cosa. En la superficie todo es agitación, novedades, escándalo, mucha prisa, sobresaltos, manoteos y amenazas: políticos haciendo política. Debajo de esa vorágine lo que domina es una inercia irresistible.

Termino con una conjetura. Nuestra prensa ha reproducido para sí una versión esperpéntica del antiguo régimen, porque es donde se siente más a gusto: en un mundo en que no se sabe nada a ciencia cierta, ni nadie informa, y por lo tanto nadie está obligado a informar, un mundo hecho de antesalas y pasillos, y desayunos de gente importante, un mundo de rumores, discursos, simulaciones, sobreentendidos y escándalos, un mundo pequeño y cerrado en el que cualquier pequeñez resuena estrepitosamente —y en el que en realidad no hacen falta periódicos, sino esto otro que tenemos en su lugar. n

Fernando Escalante Gonzalbo. Investigador y catedrático de El Colegio de México. Es autor de El homicidio en México entre 1990 y 2007. Aproximación estadística.


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Mensaje por Lanceros de Toluca Agosto 10th 2013, 00:09

Nombre esta buenisimo el articulo, la neta, toda la razon. Y a veces hasta nosotros caemos en esos vicios.

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